¿Quién te ha dicho que yo no soy sexy?
Por Endika Erice con José García
Hoy
quisiera abordar un debate que entra de lleno en ese asunto tan discutido
durante los últimos años que es la interseccionalidad, es decir, los distintos
ejes de desigualdad y discriminación que atraviesan nuestros cuerpos. Hoy ya
sabemos que no podemos plantear políticas de identidad y estrategias de lucha
que no consideren esa constitución compleja de la propia identidad. No nos
basta con observar lo que nos ocurre por ser gays. Porque somos gays y mujeres
(lesbianas). Gays y personas de color. Gays y parte del precariado. Gays y
personas con diversidad funcional. Las formas de exclusión que aún padecemos
tienen que ver con este haz de relaciones que tienen un impacto único en nuestras
vidas, a pesar de que las administraciones que trabajan en políticas de
igualdad las contemplen como realidades separadas que son abordadas desde
distintas áreas institucionales sin ninguna coordinación.
Padezco
una hemiparesia derecha desde hace más de quince años consecuencia de un
accidente. Ello me supone ciertas limitaciones en la movilidad, una imagen
asociada inevitablemente al bastón como prolongación protésica de mis
extremidades y todos los condicionantes que conlleva presentarse ante la sociedad
y ante el propio entorno gay como un cuerpo
tullido.
Sin
duda, uno de los grandes tabús que aún pesan sobre el conjunto de las personas
que padecen algún tipo de discapacidad (psíquica, física o sensorial) es el de
la sexualidad. Hemos de desarrollarnos como personas en un contexto cultural
que tiende a concebirnos como asexuales, que llegan a considerar incluso de mal
gusto hablar de la actividad sexual de “los discapacitados”. De hecho, la mayor
parte de las instituciones que se encargan del cuidado y la atención de las
personas con discapacidad tienen en este campo una de sus grandes asignaturas
pendientes.
La
cosa se complica si, además de la discapacidad, posees una sexualidad no
normativa. Si tienes, por ejemplo, deseos y prácticas homosexuales. En este
caso, el coming out o salida del
armario se torna particularmente doloroso. Gran parte de las personas con
discapacidad que tratan de afrontar este proceso han de temer que el rechazo de
sus cuidadores ante esta revelación les haga perder las atenciones y cuidados
que se les proporciona y de los que dependen tanto en el ámbito cotidiano como
en la vida social.
Este
tabú, apuntalado desde las instituciones encargadas del cuidado, el entorno
familiar o las propias administraciones públicas, tiene como primera
consecuencia práctica un menor acceso a la educación sexual y, por lo tanto,
una menor conciencia de los métodos de prevención de la infección por VIH y
otras enfermedades de transmisión sexual. Otro efecto pernicioso es el bajo
nivel de autoestima, la tendencia a la depresión o, incluso, los pensamientos
suicidas, ideas y sentimientos fermentados sobre la consideración de que, en
realidad, somos un estorbo y/o una vergüenza para nuestro entorno.
Y
luego está el problema de ligar con otros gays. Un amigo mío se lamentaba
amargamente: “la silla de ruedas asusta a los chicos”. Yo iría más allá. Diría
que incluso el bastón asusta a los chicos. Pero, para entrar en este debate, es
preciso detenerse en la forma en que se constituyen los cuerpos deseados, los
cuerpos sexys, en la cultura gay. Ámbitos de conceptualización del que,
inevitablemente, quedan excluidos los cuerpos
tullidos.
A
nadie se le escapa que la discapacidad física, como la pluma o la senectud,
entre otras características personales, son consideradas profundamente
antieróticas en esta cultura. La pornografía mainstream, la publicidad, las series de televisión más exitosas,
el interfaz de aplicaciones como Grindr
o Guapos, son dispositivos de
producción simbólica que acometen la configuración del cuerpo masculino (el
cuerpo deseable) como dotado de
fuerza, de agilidad y flexibilidad, de sexualidad activa…rasgos que aparecen
descartados de forma apriorística en el cuerpo
tullido. En consecuencia, este cuerpo queda relegado al ámbito de la
invisibilidad en ese desfile icónico que nos proporcionan todas estas
instituciones de la cultura de masas.
Naturalmente,
aquí podríamos preguntarnos si fue antes el huevo o la gallina. Es decir, si la
cultura de masas reproduce un determinado ideal de masculinidad porque eso es
lo que gusta a las personas (y, por ende, a los gays), o si determinados
cuerpos encarnan ese ideal en el imaginario de la gente porque es el único
imaginario producido por los dispositivos de producción simbólica de los cuerpos.
Aquí me gustaría detenerme citando a una de las precursoras del la teoría
queer, la feminista lesbiana Teresa de Lauretis, cuando afirma que “la
sexualidad ni es innata ni simplemente
adquirida, sino que es construida y estructurada dinámicamente por procesos
psíquicos y formas de fantasía (…) que están culturalmente disponibles y son
históricamente específicas”[1].
Me
quedo sobre todo con la idea de que las fantasías sexuales han de edificarse a
la fuerza sobre referentes que estén disponibles en el sistema cultural y, que,
en todo, caso, son contingentes desde el punto de vista histórico, es decir,
que pertenecen a la cultura de una época y una sociedad determinada, frente a
quienes afirman que se basan en cánones universales.
Así
las cosas, y aunque a muchas mentes pacatas les pueda resultar escandaloso,
muchas personas con diversidad funcional reclamamos nuestra presencia en ese
desfile de cuerpos deseados, cuerpos sexys, cuerpos que encarnen la definición
de la masculinidad contemporánea que nos proporcionan las instituciones de la
cultura de masas. Solo así se podrá dilucidar si fue antes el huevo o la
gallina de la que hablábamos antes.
Aunque
no solo los dispositivos de producción simbólica practican esta exclusión. Las
relaciones en “la vida real” también están condicionadas por otras cuestiones
de orden práctico, como los problemas de accesibilidad física a los puntos de
encuentros para gays: cruissing,
bares de ambiente, centros culturales… Ninguno de ellos ha sido diseñado
considerando nuestras circunstancias específicas. De esta manera, las
posibilidades de mantener relaciones sexuales, y no digamos ya de encontrar
pareja, se ven menguadas en proporciones dramáticas para nosotros. Cuando
encuentras otro chico con el que sintonizas tendrás que prepararlo para la idea
de que nuestro sexo no tiene que ser a la fuerza de “menor calidad e
intensidad”, de que no vamos a ser una carga ni un lastre en sus vidas porque
tenemos numerosos activos que aportar a la relación, que no les queremos como
enfermeros.
Así
que, recuerda, chico majo que me estás leyendo: “minusválido” no significa “menos
válido”. Tampoco en el sexo.
[1] De
Lauretis, Teresa (1994): Habit Changes
en Differences: A Journal of Feminist
Cultural Studies 6.2+3