Carol: el precio de la libertad
Por Eduardo Nabal
Carol de Todd Haynes insufla
vida a una novela injustamente olvidada, una de las primeras de Patricia
Highsmith -escrita mientras trabajaba unas navidades como dependienta en una
tienda de juguetes- después de vender solo unos cuantos relatos recién
reeditados en castellano. Justo antes del éxito de Extraños en un tren- acompañada de la versión cinematográfica de Hitchcock-,
la autora de novelas policiacas más famosa de su tiempo escribió esta historia
queda de amor entre dos mujeres en plena era McCarthy, firmada con seudónimo y
titulada en inglés The Price of the Salt.
El
incisivo melodrama de Haynes sigue la línea iniciada por Lejos del cielo aunque en este caso no recurre al pastiche sirkiano
sino a la adaptación de una novela de la época, una novela a la vez discreta y
atípica (como ya hizo en la serie de televisión Mildred Pierce sobre el folletín policiaco James M.Cain) que
refleja esas corrientes de represión y subversión subterráneas que
cristalizarían en las luchas de la década siguiente, donde lo privado pasa a lo
público.
La película de Haynes (como Fran for
heaven) es un elegante y visualmente arrebatador melodrama de época,
ambientado y hasta sobre o demasiado ambientado en su meticulosa mezcla de
glamour y apuntes realistas (con su toque de denuncia social) con guiños al
cine del periodo (Wilder), pero también otra nada velada requisitoria contra la
intolerancia, el sexismo y la hipocresía de un periodo de la historia de EEUU
que Haynes parece haber escogido como el ideal para reflejar, siempre de
refilón, las miserias del momento presente en temas privados y públicos
ejemplificados aquí tanto en el largo divorcio de Carol de su esposo y su lucha
por la custodia de su hija como por el novio de Therese que empieza a sospechar
de la relación entre ambas. Como en Lejos
del cielo son los pequeños detalles audiovisuales los que pueden volverse
más reveladores, no en vano Haynes elige que la protagonista más joven aspire a
ser fotógrafa, estilizando aún más la parte estetizante del filme, acompañado
de una también elegante banda sonora de Carter Burdwell, el compositor más
cotizado del cine independiente estadounidense de nuestro tiempo.
Carol se erige por derecho
propio en una obra dura y sombría, rodada, eso sí, con amor y primor y hasta
con un punto de cursilería, con composiciones y reencuadres, saltos en el eje
de los planos, que pueden, en algún momento, ahogar el relato y los personajes
que, no obstante, en parte gracias al esfuerzo tanto de Cate Blanchet como de
Rooney Mara (espléndidas ambas). Un esfuerzo encomiable por dar fuerza a dos
personajes separados por elementos reales y simbólicos, dos mujeres que
pertenecen a dos mundos y capas sociales diferentes pero a una misma especie
proscrita en los EEUU durante los cincuenta: las mujeres que aman a otras
mujeres. La intolerancia se respira en la nieve, los largos o significativos
silencios, los pequeños detalles de una clandestinidad hecha de retazos. Esos guantes que olvida Carol en el mostrador
de la juguetería nos recuerdan al chal morado que pierde Julianne Moore en Lejos del cielo y que recupera el
jardinero negro. Esa pistola que nos recuerda quien ha escrito la historia
original. Ese romanticismo melancólico iluminado de forma lánguida con ecos de
Hooper y el technicolor de los cincuenta. La aproximación entre las dos
mujeres, nuevamente, vuelve a ser titubeante pero Haynes nos obsequia con dos
intensas escenas de sexo en un hotel que recuerdan vagamente al mundo más
alegre y menos claustrofóbico de Desert
Hearts pero lo que allí era desinhibición aquí con miradas, pequeñas
caricias, gestos, regalos, desagradables sorpresas…al fin y al cabo, parece disculparse
Haynes, estamos en los cincuenta de Patricia Highsmith y en un Nueva York
trajeado, helado por la nieve, y el advenimiento de la guerra fría.
Las dos mujeres
se reencuentran en la mesa de una elegante cafetería donde siempre son
observadas por una mirada masculina, que parece acecharlas en su búsqueda de la
libertad, sea desde una falsa camaradería hasta el panóptico
familiar-psiquiátrico o el chantaje que ya aparecían en Far from heaven y que pesan de un modo incierto sobre las
decisiones de ambas a la hora de retrotraerse o lanzarse a una aventura en
común. Pero algo parece claro para ambas mujeres, sean valientes o no, no son
ellas quienes han escogido un camino de susurros y clandestinidad, parecen mas
conscientes que otras del universo de Haynes de vivir en un mundo que no se ha
hecho a su medida, en un lugar donde ya no quieren ser solo muñecas en un
escaparate, fugándose hacia la creación fotográfica o hacia la libertad, por
precaria que pueda parecernos esta y teniendo en cuenta que pertenecen a
ambientes socio-económicos bien distintos, definidos tal y como se definían en
el cine de la época con parientes chismosos y caseras gruñonas al pie de la
escalera.