El masajista negro*
De Tennesse Williams
Desde su
nacimiento, este hombre: Anthony Burns, manifestó una inclinación instintiva
hacia dejarse influir y envolver por aquellos entornos en los que vivía.
Pertenecía a una familia de quince hijos y era de todos los hermanos al que
menos atención prestaban. Después de acabar sus clases en secundaria, había
empezado a trabajar como empleado en el centro de la ciudad. Allí donde fuera,
se sentía como desdibujado –pero no seguro, en absoluto. El lugar donde más
cómodo podía encontrarse era en el interior de un cine. Adoraba sentarse en la
sala (desvaneciéndose lentamente en la butaca, como si fuera un terrón de
azúcar en una gran boca golosa).
La película suavizaba su espíritu
con su lametón tierno y vacilante, lo que llegaba a adormecerlo. Si, un gran
lecho maternal no lo hubiera acogido mejor ni lo hubiera proporcionado un
descanso tan dulce que aquel que le proporcionaba el cine cuando abandonaba su
trabajo y atravesaba la ciudad. La saliva se acumulaba en su boca y, en
ocasiones, caía por sus labios. Todo su ser se encontraba en reposo, tan en
reposo que las tensiones de todo un día de angustia se apartaban. No seguía la
historia que se desarrollaba ante sus ojos en la gran pantalla, pero miraba a los
personajes moverse. Para él, lo que hacían o decían era completamente irreal;
no se trataba más que de personajes que lo reconfortaban como si lo mantuvieran
en sus brazos, como si lo acunaran en la sala oscura, y el amaba a todos ellos-
salvo cuando gritaban con una voz estridente. Anthony Burns era un ser
extremadamente tímido, siempre buscando una protección nueva, y algunas de
ellas no duraban lo suficiente para satisfacerlo.
Ahora, al cumplir los treinta años,
a fuerza de haber estado tan protegido, había conservado el aire y el cuerpo
informe de un niño: en presencia de personas de más edad, que pudieran
criticarlo, se comportaba como un chiquillo asustadizo. En cada movimiento de
su cuerpo, en cada inflexión de su voz, en cada expresión de su fisonomía,
había una excusa tímida destinada al mundo, una excusa por el espacio que
pudiera llegar a ocupar, por pequeño que fuera. No parecía alguien curioso.
Poco se sabía sobre él, y el mismo poco sabía contar. No conocía o era
consciente de sus verdaderos deseos. Desear, consiste en querer ocupar un
espacio mayor del que a uno se le ofrece- y eso era especialmente claro en el
caso de Anthony Burns. Sus deseos -o más bien su deseo fundamental- eran
demasiado grandes para él, que lo engulleran por completo o, al menos, lo
cubrieran con un abrigo que el pudiera cortar en diez trozos aún más pequeños.
O más concretamente: harían falta muchos Burns para llenar un manto así.
Porque todos los “pecados” del mundo
no son en realidad más que cosas incompletas, sin acabar, todo el sufrimiento
del mundo viene a ser una suerte de expiación. Como una casa con tres muros
porque no quedaban piedras para construir el cuarto muro, la pared que falta;
una sala que queda sin muebles porque el propietario no tiene el dinero suficiente,
se encuentra siempre alguna forma artificial para paliar esta alguna carencia
de esta clase. El que se las arregla para disimular su lado incompleto. Levanten
esa pared, ese mueble que falta y saben cómo remediar esa ausencia. El uso de
la imaginación, el ejercicio de los sueños o de las ambiciones artísticas, es
una de las máscaras que uno se fabrica para disimular esas partes vacías.
También existen la violencia y la guerra, que suceden entre dos hombres o dos
naciones, apareciendo también como una ciega y más insensata compensación a todo lo que no se ha llegado a acabar en la
naturaleza humana.
Pues bien, hay otra compensación,
esa que se puede encontrar en el principio de la expiación: el sometimiento de
uno mismo a la violencia de otro, con la idea, en ocasiones, de lavar todas sus
faltas. Este último camino pudiera ser el que escogió Anthony Burns
inconscientemente. Ahora, a los treinta años, estaba a punto de descubrir cuál
sería el elemento, el instrumento de esa
expiación. Y como, todos los sucesos en la vida, llegaría sin grandes
intenciones ni esfuerzos.
Una tarde, un sábado después de
noviembre por la tarde, él volvía de ese enorme edificio en el que trabajaba.
Se paró frente a un establecimiento señalizado por un cartel donde se leía en
un letrero neón rojo: “Baños turcos y masajes”. Sufría desde hace algún tiempo
una suerte de dolor en la parte baja de la columna vertebral y un compañero de
trabajo le había mencionado casualmente que unos masajes le vendrían bien.
Puede pensar que la sugestión hace mella fácilmente en alguien como Burns. Pero
cuando el deseo vive constantemente junto al miedo y sin un muro de separación,
el deseo se convierte en algo verdaderamente astuto. Eso ocurría en casa de
Burns, el deseo se había convertido en un enemigo bajo su propio techo. Con la
sola mención de la palabra “Masaje” el deseo se revelaba y exhalaba una suerte
de vapor anestésico que se repartía por todos los nervios de Burns y le
permitía escapar del miedo que lo atenazaba realmente, ese sábado por la tarde,
al encontrarse frente a la luz del
letrero “Baños turcos y masajes”.
El establecimiento se encontraba en
los bajos de un hotel, cerca del hipermercado de la ciudad. En cierto sentido,
estos baños eran un mundillo aparte. Reinaba una atmósfera de clandestinidad
que constituía su razón de ser. La
puerta de entrada tenía forma ovalada, era de un cristal esmerilado, a través
del cual se percibía un resplandor confuso. Y, desde que el cliente entraba, se
encontraba en un laberinto de corredores y de cabinas separadas por cortinas, de habitaciones cerradas y de
puertas opacas; nubes de vapor lechoso brillaban en el interior. Los clientes,
desnudos, se envolvían en toallas blancas, como espesas tiendas de campaña, que
flotaban a su alrededor. Iban descalzos a lo largo del piso de azulejos
húmedos, como fantasmas blancos y silenciosos, fantasmas que respiraban y
sudaban pero con una expresión vacía. Parecían a la deriva, como si ninguno
supiera dónde dirigirse.
De vez en cuando, atravesando el
corredor central pasaba un masajista. Estos masajistas eran todos negros.
Negros auténticos -podía decirse que el polo opuesto de la blancura de las
cortinas blancas que colgaban por todas partes en el interior de los baños. No
llevaban más que unas toallas al hombro, unos pantaloncillos de deporte de algodón
y avanzaban por el lugar con vigor y resolución. Solo ellos parecían tener
algún tipo de autoridad. Sus voces sonaban con fuerza. No como aquellas de los
clientes que se perdían como pidiendo excusas sin dirección alguna. Los baños
eran su dominio legítimo y desde que, con sus grandes manos negras, ellos
movían las cortinas blancas, podía pensarse que podían provocar un relámpago y,
con su aplomo, enviar un rayo desde las nubes de vapor.
Anthony permanecía en la entrada de
los baños, algo más indeciso que el resto de los clientes. Pero desde el
momento en el que atravesó la puerta acristalada, su destinó quedó marcado: ni
su voluntad, ni sus gestos eran ya suyos. Pagaba dos dólares y medio, que era
el precio de un baño con masaje y, a partir de ese momento, el no hacía mas que
seguir las instrucciones y someterse a los cuidados que se le ofrecían.
En un momento, un masajista negro
llegó a su lado, se puso frente suyo, le hizo darse la vuelta y recorrer el
pasillo entrando en un compartimento cerrado por cortinas blancas.
-Desnúdate.-
Le dijo, el negro.
El masajista ya había notado cierta
actitud poco habitual en este cliente. ¿Tal vez fue por aquello que no salió de
la pequeña cabina acortinada sino que permaneció allí, apoyado en una pared
mientras Burns se desnudaba? Le hizo falta un rato para desnudarse pero no de
forma voluntaria sino porque esa lentitud se desprendía de su estado de
ensoñación. Sus manos estaban sudorosas y mojadas, tenía la impresión de que no
le pertenecían, pero que eran movidas por otro que se encontraba detrás de él y
llegaba a reemplazarlo.
Estaba desnudo y, cada vez que lo
giraba, el masajista veía en los ojos una luz líquida que no había visto antes
y que sugería algo en el espíritu cercano a trozos de carbón en una hoguera
pero mojados por la lluvia.
-Toma
esto, -dijo el masajista, alcanzándole a Burns una toalla blanca.
El hombrecillo, agradecido, se
envolvió en esa par él inmensa toalla y, levantando delicadamente sus pequeños
piececillos huesudos, algo femeninos, siguió al masajista a través de otro
corredor cubierto de cortinas blancas y penetró en una amplia cabina de cristal
opaco: la habitación del vapor. Su guía lo dejó allí. Los tabiques de cortinas
blancas suspiraban en torno al vapor que se filtraba. El vapor se arremolinaba
en torno al cuerpo desnudo de Burns, envolviéndolo en su calor húmedo, como si
se encontrara en el interior de una enorme boca, titubeante bajo el efecto de
una droga, y casi disuelto en ese mismo vapor lechoso y ardiente que silababa
por los muros invisibles.
En un momento, volvió el
masajista. Murmuró una orden y recondujo a Burns que temblaba en la cabina en
la que se encontraba sin ropa: una tabla desnuda y blanca había aparecido
durante su ausencia.
-Acuéstate
ahí,-exclamó el negro.
Burns obedeció. El masajista lo
volteó y lo untó de alcohol en el pecho, después en el vientre y los muslos. El
alcohol recorría todo el cuerpo desnudo como la picadura de un insecto. Burns,
sofocado, cruzaba las piernas para ocultar la parte salvaje de su sexo. Pero,
sin el menor aviso, el masajista negro levantó la palma de su mano y le aplicó
una terrible palmada en medio del vientre. El hombrecillo tembló y, durante dos
o tres minutos, no pudo recuperar el aliento. Pero, después de pasado el primer
golpe, un sentimiento de placer recorrió su cuerpo. Pasaba como un líquido de
un extremo al otro de su cuerpo y en la cruz de su vientre, se formaba un
hormigueo. No se atrevía a mirar pero él sabía que el negro debía verlo. Y el
gigante negro sonreía.
-Espero
no haber golpeado muy fuerte-dijo
-No,
respondió Burns
-Date
la vuelta, dijo el negro.
Burns intentó en vano volverse,
pero la fatiga voluptuosa lo hizo incapaz. El negro rió, lo agarró por el talle
y le dio la vuelta tan fácilmente como a un cojín. Entonces comenzó a
trabajarle la espalda y las nalgas con golpes que ganaban cada vez en
intensidad y crecían en violencia, el dolor aumentaba, el hombrecillo se sentía
arder: el encontraba por primera vez una satisfacción auténtica, verdadera, en
tanto que, un golpe, unos nudillos se hincaban en su vientre, liberando oleadas
cálidas de placer.
Así, llegó el punto en que Burns
descubrió el placer sin esperarlo- y una vez descubierto, son necesidad de
someterse, de preguntar por aquello que se le ofrecía: era lo que realmente
anidaba en el interior de Anthony Burns. Era él mismo.
De vez en cuando, el pequeño
empleado blanco hacía visitas para ver al masajista negro. Comprendieron
enseguida uno y otro el deseo profundo de Burns: Burns tenía un hondo deseo de
castigo y el masajista era el instrumento natural de esta expiación. Odiaba los
cuerpos blancos que se exhibían con orgullo -no le gustaban de los cuerpos más
que esas pieles pálidas que se extendían pasivamente delante suyo, y golpearlas
con el puño o con la palma de la mano abierta. Ya no era capaz de retener su
deseo de golpear, no era capaz de controlar su voluntad secreta, esa que lo
conducía a golpear más fuerte cada vez y aprovechar plenamente el poder que se
le otorgaba. Con este pequeño empleado blanco, había encontrado el objeto ideal
de todos sus deseos.
Mientras el gigante negro
descansaba, apoyado en el fondo del establecimiento, fumando un cigarrillo o
mordisqueando una chocolatina, la imagen de Burns surgía en su mente: veía su
cuerpo pálido con las marcas moradas o rojizas de los golpes recibidos.
Entonces la barra de chocolate se le derretía en los labios y se le formaba una
sonrisa soñadora. El gigante amaba a Burns, y Burns estaba loco por el gigante.
En su trabajo, empezaba a mostrarse algo distraído. Mientras mecanografiaba y
hacía los recados, se revolvía en su asiento y se imaginaba a su gigante
surgiendo frente a él por los aires. Sonreía y dejaba caer sus dedos hinchados
por el trabajo, abandonándolos sobre la mesa. En ocasiones, el patrón se paraba
delante suyo y le llamaba por su nombre de un modo desagradable: “Burns,
Burns ¡Deja de soñar! ¿En qué piensas?
Durante el invierno las sesiones de
masaje se mantuvieron con un grado de violencia más o menos razonable. Pero
cuando llegó marzo llegó también la desmesura. Un día, Burns dejó el lugar con
dos costillas rotas.
El salía de allí cada mañana con
dificultad y se incorporaba a su trabajo mutilado. Pero podía aún explicar su
estado con la excusa del reumatismo. Su patrón le preguntó un día si hacía algo
por mejorar. El le contó que acudía a una sala de masajes.
--Pues
no parece sentaros demasiado bien, dijo el
jefe.
-Oh
si-dijo Burns. Me siento mucho
mejor.
Entonces, llegó su última visita a
la sala de masajes.
Tenía la pierna derecha
desencajada. El golpe que le rompió el hueso había sido tan terrible que Burns
había sido incapaz de contener un grito. El gerente del establecimiento lo oyó
y entró en la cabina: Burns vomitaba sobre un lado de la camilla.
-¡En
nombre de Dios! ¿Qué está pasando aquí?
El negro se encogió de hombros.
-Me
pidió que le diera más fuerte.
El
gerente examinó a Burns y vió todos los moratones sobre su cuerpo.
-¿Dónde
crees que estas? ¿En la jungla? –Le preguntó airado al masajista.
De nuevo, el negro, se encogió de
hombros.
-Sal
de mi casa ahora mismo, fuera de aquí-gritó el gerente. Llévate a ese pequeño monstruo pervertido. Y no
volváis a poner aquí los pies. Ni el uno
ni el otro.
El gigante negro, con ternura,
cogió en sus brazos a su compañero inerte. Lo dejó en un cuarto en la ciudad.
Allí vivieron una semana apasionada.
Todo esto sucedía a finales de la
Cuaresma. Justo frente a la habitación donde vivían Burns y el masajista negro,
había una Iglesia, y, por sus ventanas semiabiertas se oían las violentas
exhortaciones de un predicador. Cada tarde, se repetía una y otra vez el
cántico furioso de la crucifixión. Ni el predicador ni sus fieles eran
verdaderamente conscientes de lo que querían. Todos gemían y lloraban,
confundidos en la misma expiación colectiva.
De vez en cuando, el oficio
llegaba a convertirse en una auténtica manifestación. Una mujer se disfrazaba
para mostrar una llaga en el pecho. Otro se cortaba una arteria en el puño.
-¡Sufrid!,
¡sufrid!, ¡sufrid!, gritaba el predicador, sin descanso. ¡Nuestro señor a sido
crucificado para expiar los pecados del mundo! Ellos lo arrastraron hasta las afueras
de la ciudad, al calvario, a la montaña de la muerte. Ellos mojaron sus labios
con vinagre en una esponja. ¡Y ellos le dieron quince latigazos en la espalda!
¡La Flor de este Mundo! ¡El sangró sobre la cruz!
Los miembros de la Congregación no
podían permanecer en el interior de la Iglesia. Se lanzaron a la calle en una
procesión enloquecida, rasgando sus vestiduras.
-¡Todos
los pecados del mundo serán perdonados!-gritaban
al unísono
Durante el tiempo que duró la
celebración, el masajista negro y Burns continuaron sus designios prefijados.
En la habitación de la muerte, las ventanas permanecían abiertas, las cortinas
flotaban como pequeñas lenguas blancas sedientas. La calle desprendía un
insoportable olor dulzón. Detrás de la Iglesia, se incendió una casa. Los muros
se carbonizaron y las cenizas se esparcieron por la atmósfera dorada. Frente al
ardor de las llamas, los coches rojos de los bomberos, las escaleras y las
potentes mangueras no fueron suficiente.
El masajista negro permanecía inclinado
sobre su victoria, que ahora saboreaba.
Burns murmuraba algo. El gigante
le hizo una señal con la cabeza.
-Tú
sabes que tienes que hacer?- dijo la víctima, y el gigante negro
asintió.
Cogió el cuerpo que tenía apenas junturas
y lo puso con delicadeza sobre una tabla limpia. El gigante comenzó a devorar
el cuerpo de Burns. Rebañaba los huesos y le hicieron falta veinticuatro horas
rebañar todas las costillas. Cuando hubo acabado, el cielo tenía un color azul
sereno. El brillo del oficio religioso había acabado, las cenizas del incendio
estaban repartidas, los coches de bomberos repartían el olor a miel habiendo
liberado la atmósfera.
La calma había vuelto, reinaba un
aire de victoria.
El masajista puso en un saco los
huesos más duros que quedaban después del sacrificio de Burns y, con este
fardo, se puso en la terminal de una línea de autobús.
Después el caminó por un barrio
desierto y vació su cargamento en las aguas inmóviles del lago. Volvió a su casa y se
dijo:
-Sí, todo está perfecto, todo ha acabado.
Una vez en su hogar, en el saco
donde había llevado los huesos, hacinó todas las cosas de Burns: un traje azul,
algunos botones esmerilados y una vieja foto de Anthony a los siete años.