domingo, 27 de noviembre de 2016

PERIODISMO VS. FEMINISMO

Itziar Ziga: "Discutir compulsivamente en las redes con idiotas que nos llaman feminazis no me parece verdadero activismo"


Eduardo Nabal

La escritora y periodista Itziar Ziga es colaboradora en diversos medios de comunicación y una incansable luchadora. Se trata uno de los nombres más importantes en los feminismos jóvenes y los transfeminimos, que nadan todavía contra corriente en el Estado Español. Ha publicado tres libros de gran repercusión dentro y fuera del movimiento, o movimientos, como Devenir Perra, Un zulo propio y Sexual Herria. Su último libro es Malditas. Una estirpe transfeminista, editado por Txalaparta. También colabora en Pikara, entre otras publicaciones periódicas de actualidad y reflexión crítica.

EDUARDO NABAL.- Hay libros que son como bocanadas de aire fresco, pero aún siguen causando encendidos debates. Uno de ellos es Devenir perra.  ¿Necesitamos airear el panorama en medio de tanto ensayo seudoacadémico, en ocasiones, repetitivo o alejado de la sociedad?
ITZIAR ZIGA.- Suelen decirme que mis libros se leen muy rápido y que casi se puede escuchar mi voz al hacerlo. Soy muy directa, incluso concisa. En la facultad de periodismo trataron de inculcarme el credo de la objetividad, o lo que es lo mismo, las técnicas para dar la versión del poder como si fuera imparcial. Me juré que siempre escribiría dejando claro desde dónde y para quién. 
E.N.- La autobiografía como provocación. Un género con mucha historia. En Malditas. Una estirpe transfeminista nos hablas de una serie de mujeres que empiezan a ser reconocidas, pero que han estado proscritas, no solo de la historia heteropatriarcal, sino también  de ese “feminismo que llegó al poder”, de un origen social distinto y donde incluyes nuevas realidades personales o incluso corporales ¿Qué tienen en común todas ellas y que es lo que las diferencia?
I.Z.-  Hablo de ocho malditas, de diferentes épocas pero con mucho en común.  Seis han pasado por los calabozos y una fue esclava. Todas ellas mujeres de acción. Sin que importe si fueron identificadas como hembras en el paritorio -para algo afirmó Simone de Beauvoir en 1949 que “no se nace mujer, se llega a serlo…-” es decir, designadas para funcionar como socialmente debe funcionar una mujer. En el caso de las malditas feministas, son disfuncionales, aunque no sólo en el engranaje de género. Las guerreras de mi libro dislocaron todas las máquinas: la heteropatriarcal, la colonial, la capitalista,... 
E.N.- Algunas de estas mujeres se jugaron, a mi entender, demasiado, aunque lo hicieron cómo y por lo que creían.  Es curioso que feministas de anteriores generaciones tengan cierta resistencia a oír las voces jóvenes, cuando a ellas les ha ocurrido y les sigue ocurriendo lo mismo en determinados foros.
I.Z.- Cierto descoloque intergeneracional es inevitable, hasta yo me descoloco conmigo misma, pero he ido comprendiendo que las que persisten en rechazar el ansiado relevo defienden su pequeño trono. Y el feminismo es por encima de todo destronante, como todo movimiento radical.
 E.N.- ¿Crees que para mantener un discurso lúcido o servir realmente a una lucha o a un grupo hay que superar heridas, o estas forman parte de la trayectoria personal e intelectual de una persona  más o menos concienciada y/o activista?
I.Z.- Superar el daño infringido por unas oligarquías que siguen dominando no solo es imposible, sino también paralizante y descabellado. El problema es que la mayor parte de violencias que sufrimos en nuestras vidas, la policial, la machista, la capitalista, son estructurales y no cesan de reproducirse. Hay que seguir teniendo muy claro quién es el enemigo.
E.N.- Muchas de las mujeres de las que hablas en tú último libro  pertenecen al mundo anglosajón, aunque no todas ellas. ¿Crees que el activismo transfeminista por estos lares (tú hablas del caso de  Laura Bulgaho)  es algo nuevo o solo empieza a ser visible dentro de otras luchas sociales, teniendo ya una larga trayectoria?
I.Z.- La selección de malditas fue automática, ellas son como mis amigas invisibles desde hace años. Me las fui encontrando en los libros y en las narraciones de otras y sus hazañas me enaltecieron para siempre. No he tratado de abarcar diversidad ni totalidad alguna con ellas. Aunque bastarda, soy hija del feminismo occidental y blanco. Claro que no es casualidad que todas ellas nacieran en Europa o en Estados Unidos, cuando guerreras imprescindibles hubo, hay y habrá en cualquier rincón del mundo. Yo he hecho una lectura transfeminista de sus vidas porque todas ellas han combatido radical y desbocadamente todas las opresiones, no sólo la de género. ¿Qué decir de Laura Bugalho? Esa sindicalista galega transexual que ha denunciado diecinueve mafias institucionales. Afortunadamente se ha librado de la cárcel aunque, como dicen y repetimos sin cesar, “Muchas Lauras necesita este país”. Y ahora más que nunca.
E.N.- La gente más joven suele confiar mucho en Internet como herramienta sociopolítica, así hablando en general. ¿Crees que eso del ciberfeminismo tiene algo de discurso acomodaticio o, al contario, responde a realidades nuevas?
I.Z.- Las redes sociales son interesantes para conectarnos entre nosotras, pero  discutir compulsivamente con idiotas que, a la ligera, nos llaman femi-nazis, para mí no es verdadero activismo. No tengo facebook, soy demasiado bocazas y la adolescencia ya pasó, afortunadamente. Pero, sobre todo, detestaría tener una voz sobredimensionada en un movimiento que debe seguir siendo horizontal y descabezado y en mis libros ya opino suficiente. Creo por encima de todas las cosas en el feminismo comunitario. Por otro lado, me asusta que la red confunda cada vez más la información, a veces cuesta horrores dar con el dato verdadero de hechos constatables. Y eso es muy bueno para que acabemos dudando de todo y decidamos no actuar. Sigue habiendo cosas que sólo están en las calles, afortunadamente.

 

jueves, 24 de noviembre de 2016

VIOLENCIA POLICIAL

El retorno de los sicarios

 

Por Eduardo Nabal




Parece ser que, si nadie lo evita, y a pesar de que sigue el esfuerzo de familiares, amigos, asociaciones, periodistas…, los Mossos de Escuadra que asesinaron a patadas, con saña y brutalidad al empresario gay Juan Andrés Benítez en Barcelona no solo no pisarán la cárcel, sino que es hasta más que probable que reingresen en el cuerpo.

            Un cuerpo gangrenado, un ejemplo de malestar social creciente, un cuerpo enfermo que en este caso (si nadie demuestra lo contrario) está además lleno de gente peligrosa al servicio de alguien más peligroso que se aprovecha de sus tendencias psicóticas y de su estupidez profesional para utilizarlos como herramienta del miedo “a salir de noche”.

            La policía de Barcelona acosa y maltrata a los vecinos más desfavorecidos y, sobre todo, humilla a las prostitutas para convertir el legendario barrio del Raval en lo que especuladores inmobiliarios varios quieren que sea. Algo de eso nos contaron desde ‘prostitutas indignadas’. Se echa de menos que el nuevo Ayuntamiento haga algo para que el gran capital y sus sicarios, con el uniforme que sea, no sigan campando a sus anchas, escribiendo con sangre aquello de Fraga Iribarne de “La calle es mía”.

            A diferencia de los neonazis que asesinaron a la transexual Sonia y que como Juan Andrés serán recordados por el movimiento LGTB catalán y mundial, los Mossos anónimos e innombrables que acabaron a golpes con la vida de Juan Andrés se irán más o menos  de rositas. La única razón: un triste, muy triste uniforme en la tintorería del poder. Nosotr@s no olvidamos. Prou d’ impunitat. Prou d’ brutalitat. Justicia Juan Andrés.

MEMORIA HISTÓRICA

Una vida normal

 

Por Eduardo Nabal



A muchas no nos importa demasiado  que, a pesar de los debates habidos,  Pedro Sánchez y Pablo Iglesias llevarán la misma pancarta el 28 de Junio (las derechas eclesiásticas, como dioses y demonios en el poder, por supuesto nunca han estado ni estarán allí). Como en el caso de los derechos de las mujeres, de pronto algunas ideologías se siguen difuminando, aunque afortunadamente cada vez menos.

                  Acaso nos entristece un poco esta inercia heteropatriarcal, esa desidia, ya cansina,  en molestarse pensar “más allá”. Lo que cuenta el activista y profesor Dean Spade en su libro recién traducido Normal Life, o sea la verdadera historia de los movimientos de resistencia al heterosexismo y el capitalismo feroz  o sutil desde Stonewall a la sonrisa forzada de los EEUU de Obama, no se enseña en las aulas, o en muy pocas, teniendo en cuenta quiénes y cómo nos gobiernan por estos lares. El autor, activista trans y ensayista vociferante nos acerca en su recorrido documentado a la historia dura y áspera de cómo en su país (esos EEUU que han caído hoy en las garras de Donald Trump), bajo una serie de concesiones-maquillaje legales y reformistas y tímidos llamamientos a la tolerancia, se sigue excluyendo de muchos derechos básicos (desde el ámbito laboral a la sanidad o la seguridad jurídica) a mucha gente de otras razas y/o LGTB sin grandes recursos, que no aparecen en las series de televisión ni en los grandes bodorrios telefilmados.
                  Es la “otra Norteamérica” de la que hablaban Sylvia Riera o el propio Spade, que sufrieron la violencia policial, el encarcelamiento o el paternalismo de asociaciones benéficas y discretas dispuestas a maquillar bajo concesiones varias las profundas brechas  que existían en su sistema socioeconómico, también en su sistema de binarismos de género, contribuyendo a disfrazar o relativizar las  graves desigualdades y las exclusiones estructurales que condenadaban a amplios sectores de la población a la pobreza, el ostracismo o incluso la violencia institucionalizada, la prisión o los centros de internamiento para extranjeras/os.
                  Grupos de trans latinas se enfrentan aún hoy al presidente de los EEUU y a otros muchos gobiernos occidentales porque sus políticas son políticas legalistas, de concesiones, políticas que no van a la raíz de los problemas sociales cada vez más visibles, que pisotean muchos derechos humanos y refuerzan las dicotomías sexo/género, el racismo ancestral, la xenofobia, el odio a otras culturas y la guerra declarada contra los pobres, los negros, condenados a llenar sus prisiones.
                  Una vida normal, con prologo de Lucas Platero, es el irónico título de este ensayo valiente y transgresor que, si realmente lo leyeran, escocería a muchos miembros de la comunidad LGTB conservadora o de la izquierda camino de lo institucional sobre ese sendero que abandonaron hace mucho tiempo en tantas y tantas luchas y heridas abiertas, que lo fueron  por algo más que una serie derechos legales. Lo fueron por algo que un día se llamó revolución social o “democracia real”.
 

 

lunes, 21 de noviembre de 2016

FOTOGRAFÍA Y TRANSFEMINISMO

Zelda Jhons: "Poder entender nuestros cuerpos desde otras perspectivas y nuestros sentimientos desde otras narraciones nos puede ayudar a mejorar nuestras vidas"



Por Eduardo Nabal


Almudena Eslava Mateo, de nombre artístico Zelda Jhons (Palencia), es historiadora del arte, posgrado en cultura y medios culturales, profesora de yoga y educadora de museos. Fotógrafa vocacional, participa en distintos colectivos transfeministas y LGTBIQ.


 
EDUARDO NABAL.- Hola Zelda. Explícanos un poco la relación entre el arte y la terapia personal. Algo que parece más nuevo que las relaciones entre el arte y su función social.



ZELDA JHONS.-  El arte puede ser la expresión de un sentimiento y también puede crear  un sentimiento a través de la forma y, por lo tanto, educar o condicionar a las personas a que sientan de la manera en que se narran, creando por lo tanto una norma sobre la manera de contar el sentimiento; pero también pueden y deben crear nuevas maneras de entender los sentimientos o nuevas maneras de concebir y explicar lo que sentimos. Por otro lado, el trabajo que realizo como monitora de yoga me ha enseñado que hay una especie de cultura corporal o de maneras de entender el cuerpo que están condicionadas por la clase social, el género  o la educación sentimental. Si unimos estos dos factores, descubrimos que poder entender nuestro cuerpo desde otras perspectivas y poder entender nuestros sentimientos gracias a otras narraciones nos puede ayudar a mejorar nuestra vida o a entendernos de otras maneras, y que ese nuevo conocimiento que no tiene por qué invalidar al otro, somos capaces de ser más libres o más conscientes.

E.N.- Es curioso, porque el legado de las mujeres escritoras o incluso pintoras está mejor documentado. Pero el de las fotógrafas o las compositoras de música es menos conocido, al menos hasta hace poco.

 Z. J.- Hay una falta absoluta de referentes que no sean hombres en el arte (quien dice arte, dice Ciencia, Historia o Política), sea cual sea ese arte. Si cogemos un libro al azar de arte, podemos buscar y buscar, que no encontraremos más que hombres, en su mayoría. Encontraremos las historias de esos hombres que son artistas con toda la documentación sobre su vida. Si además cogemos un libro de arte contemporáneo podemos ver qué tipo de narraciones cuentan sus vidas, qué características tienen esas narraciones y qué tipología de personalidad nos están haciendo entender que se trata de la personalidad de un creador. Eso que vaya por delante. Por otro lado, lo que tú expones es la diferencia que hay entre la documentación, no ya sobre las mujeres, que es una obviedad, sino entre las documentaciones de unas artistas que tienen un lenguaje y otras artistas que tienen otro lenguaje distinto.  El primer acercamiento que tuve a la historia de la fotografía fue, por un lado, a través de las fotografías médicas de estudios de enfermedades degenerativas o enfermedades atópicas, deformaciones; y por otro lado, la biografía de Diana Arbus, así que la experiencia de la que yo parto es algo extraña, porque conocí antes a Arbus que a Newton. Como nombre, no como imagen. Quizás esto que acabo de decir, de pensar en alto, conocer antes las imágenes de un hombre que las de una mujer, esté ya dando una explicación. Qué llega y por qué nos llega. De todas formas,  la explicación que puedo dar a esa diferencia creo que puede estar relacionada, ya no solamente con el género, sino con el tipo de lenguaje artístico y si ese lenguaje es un lenguaje mayoritario o es un lenguaje minoritario. Cuando pensamos en compositoras,  ¿a qué compositoras musicales hacemos referencia?; ¿nos referimos a autoras como Boulanger o a compositoras como  Barbara Streisand o incluso la propia  Lady Gaga? Es decir, que por un lado está lo complicado que es encontrar referentes  que no sean hombres cis y, por otro lado, lo mediático que sea el lenguaje artístico del que estamos hablando o los círculos donde ese lenguaje se dé. Si es un lenguaje que busca ser minoritario o si es accesible y como hay todo un entramado que invisibiliza o deglute las diferencias, puede que nos dé un hilo, un método por el que empezar a tirar.

E.N.- ¿Hoy día organizar una exposición de fotos es un riesgo innecesario o una necesidad casi imperiosa?

Z.J.- Supongo que esto es lo que se llama una pregunta trampa. No creo que sea una necesidad o riesgo en sí mismo una exposición de fotografía; creo que depende del tipo de fotografías que se expongan. No es lo mismo una exposición sobre pastores y su cultura, que sobre Gervasio Sánchez, o una exposición de Bruce Labruce. Las reacciones que provocan en los potenciales espectadores son distintas y eso es lo que, supongo, hace que el arte sea poliédrico y diverso.

E.N.-Ya desde los cincuenta o sesenta se presentó el problema teórico de la mirada masculina (las mujeres objetualizadas o estrellas "para hacer bonito"), desde Laura Mulvey hasta casi José Luis Garci. ¿Cómo ves este debate?

Z.J.- Creo que este debate se acaba de volver a reencarnar este fin de año en los cuerpos y performatividades que las cadenas han elegido para las presentadoras de las uvas.  Lo único que se me ocurre es crear otros referentes y para otros públicos, o para los mismos públicos otros referentes, la diversidad y el autoconocimiento. Es decir, qué me gusta, qué me pone, por qué me pone e intentar que sobre dichas preguntas no haya un juicio moral.  Además, si a una persona que no sea un hombre cis le ponen los estándares cis, ¿lo tenemos que leer igual que como se lee sobre un cuerpo cis cargadito de privilegios? Si la performatividad de lo femenino corre a cargo de una mujer con identidad ‘femme’, ¿es entendible bajo los mismos parámetros que una mujer cis heterosexual? Me resulta complejo y es algo que no se resuelve de una manera sencilla. Creo que es algo que tiene que estar siempre pensándose, siempre revisándose y el camino sería ese: que siempre exista una reflexión y que no se coja como norma aquello que llega, que nos bombardea desde fuera.

E.N.- Judith Butler (Vidas lloradas)  analizó muy bien la obra  fotográfica de Sontag sobre las víctimas de Guantánamo. ¿Todo el mundo vale para fotografiar el horror? ¿El cine ha eclipsado parte de la fuerza de la fotografía como herramienta de denuncia? Recuerdo que me impresionó mucho Hiroshima mon amour de Alain Resnais y Margarite Duras.  Pero las imágenes de muertos/as de  los telediarios deshumanizan  y distancian ¿cómo lo ves?

Z.J.-  No lo sé. No sé si todo el mundo vale para fotografiar el horror; no sé si el hecho de fotografiar el horror hace que ese horror deje de tener su capacidad de denuncia o si por el contrario tiene más fuerza para denunciar. No sé si al fotografiar el horror se genera un discurso, una narrativa sobre cómo el horror tiene que ser narrado, que invisibiliza todas las demás narraciones. No lo sé. Sé que la televisión lo que ha creado es el show del horror o la normalización del horror, y en el momento en el que estas dos cosas ocurren, o se dan, bien simultáneamente, bien separadamente, el horror deja de ser horror y se convierte en otra cosa. El exceso de estímulos genera el embotamiento. Recogiendo a Sontag: Todas las condiciones de la vida moderna —su abundancia material, su exagerado abigarramiento— se conjugan para embotar nuestras facultades sensoriales. Creo  que  es una posibilidad  a tu pregunta de si invisibilizan o se crea distancia en los telediarios. Creo que lo que generan es la mirada perdida de la camarera Suzón.

E.N.- ¿Dónde ves tu futuro personal y profesional en el mundo del arte y el activismo? A veces la polémica tiene que salir a las calles o, al contrario entrar, aunque sea a trompicones, en los museos.

Z.J.- Mi futuro no lo sé. Por ahora, desde Transfeminalia estamos haciendo cosas e intentando sacar fondos para hacer más. Proyectos para nosotres y proyectos para les otres. Somos un grupo de mujeres, lesbianas y trans, que no admitimos hombres cis en nuestras luchas. De diferentes edades y diferentes ámbitos y solo con eso ya es más que suficiente. Estamos intentando ser red les unes para les otres y aprender entre nosotres. Estamos, que no es poco, además, en una ciudad pequeña como es Palencia, intentando sacar adelante propuestas transfeministas que no tuvimos posibilidad de sacar en el colectivo Chiguitxs LGTB+ a causa de transfobias y machismos, donde se culpabilizó y responsabilizó a las víctimas  que los sufrieron con discursos tan tópicos como: esa será tu opinión o no lo hagas algo personal. Por otro lado, parte de las propuestas de Transfeminalia, y gracias al maravilloso grupo de personas que están en ella, pretenden ser atravesadas con lo que se llama artivismo. Es algo personal. No entiendo la vida sin la creación artística, ni las acciones sin la documentación y sin que esa acción pueda tener un trasfondo artístico.  Eso también cubre, junto con el trabajo de educadora, las necesidades y el hambre sobre las materias que he estudiado y me gustan. Estamos intentando desarrollar, un grupo de creadorxs, otro proyecto que intentaría dinamizar esta ciudad, pero son procesos todos ellos largos y que no son fáciles de desarrollar de un día para otro, así que entiendo que el hacer es lo gratificante, aunque se tengan claros los objetivos.

domingo, 20 de noviembre de 2016

DÍA DE LA MEMORIA TRANS

Lucas Platero: "La vida de la gente trans vale menos y su esperanza de vida es menor. Mucha gente piensa que somos imposibles"

 


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El profesor, sociólogo y activista trans Lucas Platero cerró ayer las jornadas Cádiz sin Violencias que se celebraban en la Casa de Iberoamérica recordando que, a pesar de la creciente visibilidad del colectivo y de las producciones culturales que empiezan a aportar referentes positivos sobre "vidas que pueden ser vivibles", es todavía mucho el camino que queda por recorrer. El asesinato de la artista Cristina Ortiz 'La Veneno', planeó sobre el auditorio durante toda su intervención: "Los medios han tratado el caso fatal, se ha reído, han hecho chistes de ella. Ha sido muy doloroso. 'La Veneno' te podía gustar más o menos, pero reírse así de una muerte violenta debería ser delito", apuntó Platero.

   El activista madrileño, que fue presentado por la presidenta de la Asociación de Transexuales de Andalucía 'Silvya Rivera', Mar Cambrollé, hizo un repaso de la lucha de las personas trans desde la época previa a la derogación de la Ley de Peligrosidad Social en España, con un imaginario colectivo que confinaba las existencias trans entre los pilares ideológicos del comportamiento delictivo, el pecado y la enfermedad mental, hasta la actualidad, "cuando lo trans ya ha entrado en la vida cotidiana de la población", a través de numerosas producciones culturales entre las que citó la serie Transparent o de casos vinculados a personajes relevantes, como el hijo de Angelina Jolie y Brad Pitt. "Hoy lo trans aparece reflejado en todos los ciclos del periodo vital", indicó. 

    Sin embargo, casos como el referido de 'La Veneno' resultan indicativos, a juicio de Platero, de la distinta valoración que la sociedad continúa haciendo de las vidas trans: "Es mucha la gente que, como tiene  duda de su género, piensa que una persona trans es menos humana. Tu existencia les molesta y, por lo tanto, tiene la necesidad de aniquilarte. La vida de la gente trans vale menos y su esperanza de vida es menor. Mucha gente piensa que somos imposibles".

    Platero también subrayó las carencias de la actual Ley estatal de Identidad de Género, aprobada por el Gobierno de Rodríguez Zapatero en 2007, "que tiene un alcance muy limitado, pues solo te permite cambiar tu nombre y tu género en el DNI" y denunció las prácticas de esterilización de las personas transexuales a través de los tratamiento hormonales.

Noticias relacionadas:

viernes, 18 de noviembre de 2016

DÍA DE LA MEMORIA TRANS

El Ayuntamiento de Cádiz vuelve a izar la bandera rosa y celeste en un alegato contra los transfeminicidos

 

 El activista y sociólogo Lucas Platero intervendrá mañana, a las 11.30 h., en las jornadas Cádiz sin Violencias que se celebran en la Casa de Iberoamérica


Mar Cambrolle con el alcalde y la concejala de Igualdad de Cádiz.

jueves, 17 de noviembre de 2016

BIBLIOGRAFÍA POSPORNOGRÁFICA

Porno feminista

 

 

Por Eduardo Nabal


La traducción de la colección de los poliédricos ensayos recogidos en Porno feminista -edición a cargo de Tristán Taormino, Constance Penley, Celine Parrenas y Mireille-Young- desmitificando los tabués sociales contra la todavía llamada “industria del sexo”, ahora convertida en una suerte de fábricas diferentes, contribuye a arrojar algo de luz y voces subjetivas a algo de lo que como decía Foucault “se habla mucho”, incluso cuando no se habla: las sexualidades en el cine especializado, las sexualidades periféricas y sus representaciones visuales.

            Es cierto que hoy día el porno feminista sigue siendo minoritario, su función pedagógica limitada, pero no es sobre ellas sobre las que hay que hacer caer el ácido sulfúrico del tradicionalismo cerril y puritano, sino sobre una tradición que no se combate con censura sino, como decía hace poco en un debate la joven actriz y performer Amanda Miller, con una contrapartida de buena información que los adultos “no dan a los jóvenes”.

            Personalmente no es un género que me atraiga, aunque el discurso del post-porno me parece interesante porque rompe con la genitalidad como única fuente de placer, erotiza otras partes del cuerpo, incluye el transgenerismo, las corporalidades no normativas ni reglamentadas, consideradas “atractivas” o "canónicas" y hace visibles fantasías que lejos de multiplicarse, se desactivan al hacerse conscientes en el terreno del placer mutuo y consensuado. Este discurso aún hoy en día parece dificil de explicar a muchos jóvenes de izquierdas o, más aún, claro está, de derechas que todavía están saliendo por tradición de aquello de “irse de putas” y no entienden de tales sutilezas bajo ningún concepto.

            Tampoco el feminismo institucional o de la vieja escuela. No distingue entre la trata, la explotación, las mafias, la violencia y el verdadero trabajo sexual bajo la decisión, la autoafirmación y la seguridad, contribuyendo con su ignorancia- apoyada por un sector con cada vez mas fuerza de la derecha religiosa- a la estigmatización de las prostitutas como “malas mujeres” o “víctimas del patriarcado”. Victimas del patriarcado somos todos y todas, en mayor o menor medida. Una de sus manifestaciones es tratar a las mujeres como “menores de edad” a tutelar, que no pueden decidir sobre sus cuerpos (como en el caso del derecho al aborto) ni a pensar por sí solas. Las mujeres también buscan imágenes para excitarse, también las producen, hay cuerpos diferentes que tienen un espacio que ocupar, todo es nuevo en el mercado generalmente uniforme y estereotipado del porno y doblemente interesante.

            Por eso me interesa más lo que me cuente (en uno y otro sentido) una prostituta que cualquier otra persona. Incluso sus narrativas pornográficas deben ser vistas antes de ser descalificadas como otra apología de la violencia impúdica. Y de eso nos hablan las mujeres y algunos hombres en este libro donde, sin tapujos transfóbicos, se incluye en la categoría mujer también a aquellas a las que el médico de turno un día no nombró como tales.  Esa incapacidad cerril de oír a las mujeres o a los y las trabajadores/as del sexo es una manifestación mas del heteropatriarcado, paternalista y todopoderoso.

            Porno feminista es un libro desigual y variopinto que cuenta buenas y malas experiencias, actrices que se pasan a directoras, mujeres que buscan un modo de vida y otras una experiencia laboral o personal diferente. Desde la mordaz Susie Bright (una voz pionera en el feminismo sex-positive) a jóvenes afroamericanas reivindicando que en la nueva pornografía es necesario romper el concepto racista y heteropatriarcal del porno de consumo mayoritario. Una labor dificil pero puesta en marcha como cuentan con distintas voces, calidades, tonos y sensaciones este libro, de cine, sexo y vidas diversas encaminadas a generar nuevas representaciones.
 

miércoles, 16 de noviembre de 2016

TENNESSEE WILLIAMS INÉDITO EN CASTELLANO

El masajista negro*

 

 De Tennesse Williams






Desde su nacimiento, este hombre: Anthony Burns, manifestó una inclinación instintiva hacia dejarse influir y envolver por aquellos entornos en los que vivía. Pertenecía a una familia de quince hijos y era de todos los hermanos al que menos atención prestaban. Después de acabar sus clases en secundaria, había empezado a trabajar como empleado en el centro de la ciudad. Allí donde fuera, se sentía como desdibujado –pero no seguro, en absoluto. El lugar donde más cómodo podía encontrarse era en el interior de un cine. Adoraba sentarse en la sala (desvaneciéndose lentamente en la butaca, como si fuera un terrón de azúcar en una gran boca golosa).
            La película suavizaba su espíritu con su lametón tierno y vacilante, lo que llegaba a adormecerlo. Si, un gran lecho maternal no lo hubiera acogido mejor ni lo hubiera proporcionado un descanso tan dulce que aquel que le proporcionaba el cine cuando abandonaba su trabajo y atravesaba la ciudad. La saliva se acumulaba en su boca y, en ocasiones, caía por sus labios. Todo su ser se encontraba en reposo, tan en reposo que las tensiones de todo un día de angustia se apartaban. No seguía la historia que se desarrollaba ante sus ojos en la gran pantalla, pero miraba a los personajes moverse. Para él, lo que hacían o decían era completamente irreal; no se trataba más que de personajes que lo reconfortaban como si lo mantuvieran en sus brazos, como si lo acunaran en la sala oscura, y el amaba a todos ellos- salvo cuando gritaban con una voz estridente. Anthony Burns era un ser extremadamente tímido, siempre buscando una protección nueva, y algunas de ellas no duraban lo suficiente para satisfacerlo.
            Ahora, al cumplir los treinta años, a fuerza de haber estado tan protegido, había conservado el aire y el cuerpo informe de un niño: en presencia de personas de más edad, que pudieran criticarlo, se comportaba como un chiquillo asustadizo. En cada movimiento de su cuerpo, en cada inflexión de su voz, en cada expresión de su fisonomía, había una excusa tímida destinada al mundo, una excusa por el espacio que pudiera llegar a ocupar, por pequeño que fuera. No parecía alguien curioso. Poco se sabía sobre él, y el mismo poco sabía contar. No conocía o era consciente de sus verdaderos deseos. Desear, consiste en querer ocupar un espacio mayor del que a uno se le ofrece- y eso era especialmente claro en el caso de Anthony Burns. Sus deseos -o más bien su deseo fundamental- eran demasiado grandes para él, que lo engulleran por completo o, al menos, lo cubrieran con un abrigo que el pudiera cortar en diez trozos aún más pequeños. O más concretamente: harían falta muchos Burns para llenar un manto así.
            Porque todos los “pecados” del mundo no son en realidad más que cosas incompletas, sin acabar, todo el sufrimiento del mundo viene a ser una suerte de expiación. Como una casa con tres muros porque no quedaban piedras para construir el cuarto muro, la pared que falta; una sala que queda sin muebles porque el propietario no tiene el dinero suficiente, se encuentra siempre alguna forma artificial para paliar esta alguna carencia de esta clase. El que se las arregla para disimular su lado incompleto. Levanten esa pared, ese mueble que falta y saben cómo remediar esa ausencia. El uso de la imaginación, el ejercicio de los sueños o de las ambiciones artísticas, es una de las máscaras que uno se fabrica para disimular esas partes vacías. También existen la violencia y la guerra, que suceden entre dos hombres o dos naciones, apareciendo también como una ciega y más insensata compensación  a todo lo que no se ha llegado a acabar en la naturaleza humana.
            Pues bien, hay otra compensación, esa que se puede encontrar en el principio de la expiación: el sometimiento de uno mismo a la violencia de otro, con la idea, en ocasiones, de lavar todas sus faltas. Este último camino pudiera ser el que escogió Anthony Burns inconscientemente. Ahora, a los treinta años, estaba a punto de descubrir cuál sería el elemento, el instrumento  de esa expiación. Y como, todos los sucesos en la vida, llegaría sin grandes intenciones ni esfuerzos.
            Una tarde, un sábado después de noviembre por la tarde, él volvía de ese enorme edificio en el que trabajaba. Se paró frente a un establecimiento señalizado por un cartel donde se leía en un letrero neón rojo: “Baños turcos y masajes”. Sufría desde hace algún tiempo una suerte de dolor en la parte baja de la columna vertebral y un compañero de trabajo le había mencionado casualmente que unos masajes le vendrían bien. Puede pensar que la sugestión hace mella fácilmente en alguien como Burns. Pero cuando el deseo vive constantemente junto al miedo y sin un muro de separación, el deseo se convierte en algo verdaderamente astuto. Eso ocurría en casa de Burns, el deseo se había convertido en un enemigo bajo su propio techo. Con la sola mención de la palabra “Masaje” el deseo se revelaba y exhalaba una suerte de vapor anestésico que se repartía por todos los nervios de Burns y le permitía escapar del miedo que lo atenazaba realmente, ese sábado por la tarde, al encontrarse frente a la luz  del letrero “Baños turcos y masajes”.
            El establecimiento se encontraba en los bajos de un hotel, cerca del hipermercado de la ciudad. En cierto sentido, estos baños eran un mundillo aparte. Reinaba una atmósfera de clandestinidad que constituía su razón de ser.  La puerta de entrada tenía forma ovalada, era de un cristal esmerilado, a través del cual se percibía un resplandor confuso. Y, desde que el cliente entraba, se encontraba en un laberinto de corredores y de cabinas separadas  por cortinas, de habitaciones cerradas y de puertas opacas; nubes de vapor lechoso brillaban en el interior. Los clientes, desnudos, se envolvían en toallas blancas, como espesas tiendas de campaña, que flotaban a su alrededor. Iban descalzos a lo largo del piso de azulejos húmedos, como fantasmas blancos y silenciosos, fantasmas que respiraban y sudaban pero con una expresión vacía. Parecían a la deriva, como si ninguno supiera dónde dirigirse.
            De vez en cuando, atravesando el corredor central pasaba un masajista. Estos masajistas eran todos negros. Negros auténticos -podía decirse que el polo opuesto de la blancura de las cortinas blancas que colgaban por todas partes en el interior de los baños. No llevaban más que unas toallas al hombro, unos pantaloncillos de deporte de algodón y avanzaban por el lugar con vigor y resolución. Solo ellos parecían tener algún tipo de autoridad. Sus voces sonaban con fuerza. No como aquellas de los clientes que se perdían como pidiendo excusas sin dirección alguna. Los baños eran su dominio legítimo y desde que, con sus grandes manos negras, ellos movían las cortinas blancas, podía pensarse que podían provocar un relámpago y, con su aplomo, enviar un rayo desde las nubes de vapor.
            Anthony permanecía en la entrada de los baños, algo más indeciso que el resto de los clientes. Pero desde el momento en el que atravesó la puerta acristalada, su destinó quedó marcado: ni su voluntad, ni sus gestos eran ya suyos. Pagaba dos dólares y medio, que era el precio de un baño con masaje y, a partir de ese momento, el no hacía mas que seguir las instrucciones y someterse a los cuidados que se le ofrecían.
            En un momento, un masajista negro llegó a su lado, se puso frente suyo, le hizo darse la vuelta y recorrer el pasillo entrando en un compartimento cerrado por cortinas blancas.
-Desnúdate.- Le dijo, el negro.
            El masajista ya había notado cierta actitud poco habitual en este cliente. ¿Tal vez fue por aquello que no salió de la pequeña cabina acortinada sino que permaneció allí, apoyado en una pared mientras Burns se desnudaba? Le hizo falta un rato para desnudarse pero no de forma voluntaria sino porque esa lentitud se desprendía de su estado de ensoñación. Sus manos estaban sudorosas y mojadas, tenía la impresión de que no le pertenecían, pero que eran movidas por otro que se encontraba detrás de él y llegaba a reemplazarlo.
            Estaba desnudo y, cada vez que lo giraba, el masajista veía en los ojos una luz líquida que no había visto antes y que sugería algo en el espíritu cercano a trozos de carbón en una hoguera pero mojados por la lluvia.
-Toma esto, -dijo el masajista, alcanzándole a Burns una toalla blanca.
           El hombrecillo, agradecido, se envolvió en esa par él inmensa toalla y, levantando delicadamente sus pequeños piececillos huesudos, algo femeninos, siguió al masajista a través de otro corredor cubierto de cortinas blancas y penetró en una amplia cabina de cristal opaco: la habitación del vapor. Su guía lo dejó allí. Los tabiques de cortinas blancas suspiraban en torno al vapor que se filtraba. El vapor se arremolinaba en torno al cuerpo desnudo de Burns, envolviéndolo en su calor húmedo, como si se encontrara en el interior de una enorme boca, titubeante bajo el efecto de una droga, y casi disuelto en ese mismo vapor lechoso y ardiente que silababa por los muros invisibles.
                 En un momento, volvió el masajista. Murmuró una orden y recondujo a Burns que temblaba en la cabina en la que se encontraba sin ropa: una tabla desnuda y blanca había aparecido durante su ausencia.
-Acuéstate ahí,-exclamó el negro.
               Burns obedeció. El masajista lo volteó y lo untó de alcohol en el pecho, después en el vientre y los muslos. El alcohol recorría todo el cuerpo desnudo como la picadura de un insecto. Burns, sofocado, cruzaba las piernas para ocultar la parte salvaje de su sexo. Pero, sin el menor aviso, el masajista negro levantó la palma de su mano y le aplicó una terrible palmada en medio del vientre. El hombrecillo tembló y, durante dos o tres minutos, no pudo recuperar el aliento. Pero, después de pasado el primer golpe, un sentimiento de placer recorrió su cuerpo. Pasaba como un líquido de un extremo al otro de su cuerpo y en la cruz de su vientre, se formaba un hormigueo. No se atrevía a mirar pero él sabía que el negro debía verlo. Y el gigante negro sonreía.
-Espero no haber golpeado muy fuerte-dijo
-No, respondió Burns
-Date la vuelta, dijo el negro.
             Burns intentó en vano volverse, pero la fatiga voluptuosa lo hizo incapaz. El negro rió, lo agarró por el talle y le dio la vuelta tan fácilmente como a un cojín. Entonces comenzó a trabajarle la espalda y las nalgas con golpes que ganaban cada vez en intensidad y crecían en violencia, el dolor aumentaba, el hombrecillo se sentía arder: el encontraba por primera vez una satisfacción auténtica, verdadera, en tanto que, un golpe, unos nudillos se hincaban en su vientre, liberando oleadas cálidas de placer.
             Así, llegó el punto en que Burns descubrió el placer sin esperarlo- y una vez descubierto, son necesidad de someterse, de preguntar por aquello que se le ofrecía: era lo que realmente anidaba en el interior de Anthony Burns. Era él mismo.
             De vez en cuando, el pequeño empleado blanco hacía visitas para ver al masajista negro. Comprendieron enseguida uno y otro el deseo profundo de Burns: Burns tenía un hondo deseo de castigo y el masajista era el instrumento natural de esta expiación. Odiaba los cuerpos blancos que se exhibían con orgullo -no le gustaban de los cuerpos más que esas pieles pálidas que se extendían pasivamente delante suyo, y golpearlas con el puño o con la palma de la mano abierta. Ya no era capaz de retener su deseo de golpear, no era capaz de controlar su voluntad secreta, esa que lo conducía a golpear más fuerte cada vez y aprovechar plenamente el poder que se le otorgaba. Con este pequeño empleado blanco, había encontrado el objeto ideal de todos sus deseos.
             Mientras el gigante negro descansaba, apoyado en el fondo del establecimiento, fumando un cigarrillo o mordisqueando una chocolatina, la imagen de Burns surgía en su mente: veía su cuerpo pálido con las marcas moradas o rojizas de los golpes recibidos. Entonces la barra de chocolate se le derretía en los labios y se le formaba una sonrisa soñadora. El gigante amaba a Burns, y Burns estaba loco por el gigante. En su trabajo, empezaba a mostrarse algo distraído. Mientras mecanografiaba y hacía los recados, se revolvía en su asiento y se imaginaba a su gigante surgiendo frente a él por los aires. Sonreía y dejaba caer sus dedos hinchados por el trabajo, abandonándolos sobre la mesa. En ocasiones, el patrón se paraba delante suyo y le llamaba por su nombre de un modo desagradable: “Burns, Burns ¡Deja de soñar! ¿En qué piensas?
            Durante el invierno las sesiones de masaje se mantuvieron con un grado de violencia más o menos razonable. Pero cuando llegó marzo llegó también la desmesura. Un día, Burns dejó el lugar con dos costillas rotas.
            El salía de allí cada mañana con dificultad y se incorporaba a su trabajo mutilado. Pero podía aún explicar su estado con la excusa del reumatismo. Su patrón le preguntó un día si hacía algo por mejorar. El le contó que acudía a una sala de masajes.
--Pues no parece sentaros demasiado bien, dijo el jefe.
-Oh si-dijo Burns. Me siento mucho mejor.
           Entonces, llegó su última visita a la sala de masajes.
            Tenía la pierna derecha desencajada. El golpe que le rompió el hueso había sido tan terrible que Burns había sido incapaz de contener un grito. El gerente del establecimiento lo oyó y entró en la cabina: Burns vomitaba sobre un lado de la camilla.
-¡En nombre de Dios! ¿Qué está pasando aquí?
            El negro se encogió de hombros.
-Me pidió que le diera más fuerte.
El gerente examinó a Burns y vió todos los moratones sobre su cuerpo.
-¿Dónde crees que estas? ¿En la jungla? –Le preguntó airado al masajista.
             De nuevo, el negro, se encogió de hombros.
-Sal de mi casa ahora mismo, fuera de aquí-gritó el gerente. Llévate a ese pequeño monstruo pervertido. Y no volváis  a poner aquí los pies. Ni el uno ni el otro.
             El gigante negro, con ternura, cogió en sus brazos a su compañero inerte. Lo dejó en un cuarto en la ciudad. Allí vivieron una semana apasionada.
              Todo esto sucedía a finales de la Cuaresma. Justo frente a la habitación donde vivían Burns y el masajista negro, había una Iglesia, y, por sus ventanas semiabiertas se oían las violentas exhortaciones de un predicador. Cada tarde, se repetía una y otra vez el cántico furioso de la crucifixión. Ni el predicador ni sus fieles eran verdaderamente conscientes de lo que querían. Todos gemían y lloraban, confundidos en la misma expiación colectiva.
             De vez en cuando, el oficio llegaba a convertirse en una auténtica manifestación. Una mujer se disfrazaba para mostrar una llaga en el pecho. Otro se cortaba una arteria en el puño.
Sufrid!, ¡sufrid!, ¡sufrid!, gritaba el predicador, sin descanso. ¡Nuestro señor a sido crucificado para expiar los pecados del mundo! Ellos lo arrastraron hasta las afueras de la ciudad, al calvario, a la montaña de la muerte. Ellos mojaron sus labios con vinagre en una esponja. ¡Y ellos le dieron quince latigazos en la espalda! ¡La Flor de este Mundo! ¡El sangró sobre la cruz!
           Los miembros de la Congregación no podían permanecer en el interior de la Iglesia. Se lanzaron a la calle en una procesión enloquecida, rasgando sus vestiduras.
-¡Todos los pecados del mundo serán perdonados!-gritaban al unísono
             Durante el tiempo que duró la celebración, el masajista negro y Burns continuaron sus designios prefijados. En la habitación de la muerte, las ventanas permanecían abiertas, las cortinas flotaban como pequeñas lenguas blancas sedientas. La calle desprendía un insoportable olor dulzón. Detrás de la Iglesia, se incendió una casa. Los muros se carbonizaron y las cenizas se esparcieron por la atmósfera dorada. Frente al ardor de las llamas, los coches rojos de los bomberos, las escaleras y las potentes mangueras no fueron suficiente.
              El masajista negro permanecía inclinado sobre su victoria, que ahora saboreaba.
             Burns murmuraba algo. El gigante le hizo una señal con la cabeza.
-Tú sabes que tienes que hacer?- dijo la víctima, y el gigante negro asintió.
            Cogió el cuerpo que tenía apenas junturas y lo puso con delicadeza sobre una tabla limpia. El gigante comenzó a devorar el cuerpo de Burns. Rebañaba los huesos y le hicieron falta veinticuatro horas rebañar todas las costillas. Cuando hubo acabado, el cielo tenía un color azul sereno. El brillo del oficio religioso había acabado, las cenizas del incendio estaban repartidas, los coches de bomberos repartían el olor a miel habiendo liberado la atmósfera.
            La calma había vuelto, reinaba un aire de victoria.
            El masajista puso en un saco los huesos más duros que quedaban después del sacrificio de Burns y, con este fardo, se puso en la terminal de una línea de autobús.
           Después el caminó por un barrio desierto y vació su cargamento en las aguas  inmóviles del lago. Volvió a su casa y se dijo:
-Sí, todo está perfecto, todo ha acabado.
           Una vez en su hogar, en el saco donde había llevado los huesos, hacinó todas las cosas de Burns: un traje azul, algunos botones esmerilados y una vieja foto de Anthony a los siete años.