A vueltas con Mr Carnaval y Doña Cuaresma
Por Eduardo Nabal
La muerte de Todorov (búlgaro aunque
escribiera en francés) y la inminencia del carnaval parecen facilitarnos
la excusa para ahondar en algo que ya veníamos apuntando con anterioridad desde
los movimientos de género y disidencia sexual, y es la falsa transgresión de
género y el género del que nos disfrazamos, nada nuevo, si no se mira con
prismas renovados y con mayor amplitud de miras.
Hace años escribí sobre la obviedad de
que el típico macho hispánico heterosexual de pro se permitía en estas fechas
disfrazarse (mejor dicho mal disfrazarse) de mujer para (sin dejar de
permitirse cierta libertad condicional) dejar claro que seguía siendo tan macho
como siempre. Los recientes estudios de investigadoras como Judith Hallbestram
(Masculinidad femenina) o los
talleres y encuentros ‘de drag-kings’ en el estado español, han “complejizado” el asunto al llevar a un
terreno más la cuestión de los roles y la capacidad subversiva del tándem ‘butch-femm’,
un dualismo que nunca puede serlo en términos absolutos, como no puede serlo el binarismo activo/pasivo, ni el blanco y
negro, ni el hombre/mujer, aunque en determinados ámbitos sociales funcionen
con toda su potencia identitaria e incluso originario esencialismo.
Hoy día seguramente las cosas ya no
sean iguales ni parecidas, aunque generalizar siempre es peligroso o, cuando
menos, aventurado. Pero si ya Butler señaló la copia sin original para hablar
del sistema sexo/género, en el caso del típico macho “disfrazado de tía” en
carnavales se trataba de una copia en la que no quedaba dudas del original: pelo
en el sobaco, voz carrasposa, labios descoloridos, medias de su hermana o prima,
un pecho caído y una peluca inverosímil, una raya torcida. Tanto descuido era
intencionado. Sus amigos podían hacerles bromas de mal gusto pero él podía
volver enseguida de entre las muertas porque nunca había dejado de ser un macho
disfrazado de tía que nunca se vestiría así. También muchos gays se disfrazan
de machos, lo que resulta, aparte de más original, bastante más interesante, si
no hacen uso del poder que les confiere el atuendo humillando a mujeres,
trans o gays con pluma, en presunta desventaja desde el relativo poder
que puede conceder un atuendo en un determinado escenario.
Está claro que los códigos de sexo/género
son muy maleables, frágiles a la vez que fuertes, y ofrecen una alta gama para
el disfraz. Pero rizando más el rizo, el aumento de la violencia LGTBfóbica,
xenófoba y racista hace que estos disfraces se hayan visto algo desplazados. No
solo porque no es tan fácil aprender a andar con tacones sino porque cada vez
es más inseguro volver solo/a a casa, expuesto a camarillas fascistoides o
potenciales agresores. Lo mismo ocurre
ahora en los EEUU de Trump, si vas de mexicano o negro, o en la Europa del
terror, si vas con turbante o velo. Sin entrar en cuestiones de buen o mal
gusto, sabemos que es ilegal disfrazarse de policía, pero es que además en
estos tiempos se llena de connotaciones cada vez menos halagüeñas.
Disfrazarse de cura sin grandes
títulos puede tener su gracia, para algunos, pero si hay palabras que hieren
también hay disfraces que hieren o pueden llegar a hacerlo. En relación con la
teoría literaria, es interesante la relación que se establece entre el cuerpo y
el espacio, el personaje y el escenario; como señaló Todorov, en el terreno de
la fantasía en el mundo de las reglas y los saltos espacio-temporales. Así, en
un restaurante de lujo (como sucedía en la película My own private Idaho, el ya clásico ‘indie’ de Gus Van Sant)
puedes llamar mucho la atención si vas con atuendo de “gente sin techo” o
"vagabundo sin posibles", igual que si vas a dormir a un cajero con
tus mejores galas, aunque ambas cosas ya pueden tener varios significados en
estos tiempos. Esta incapacidad para distinguir noticias verdaderas y falsas
nos lleva a la época del disfraz y la política.
Disfrazarse de un personaje famoso es
una redundancia. Es como disfrazarse de burgalés modorro en Burgos, o de
mexicano nómada en Oaxaca, o de refugiado sirio en tierra de nadie. O
cambiar las siglas de un partido sin cambiar nada más. Se llama “maquillaje
electoral” o "cosmética de partidos". No obstante, en estos
tiempos en que la uniformidad se pelea a diario con la mentira, el sensacionalismo,
la triquiñuela, la traición y la transformación, ni siquiera el disfraz o
el antifaz es un lugar seguro. Ni para el que lo lleva ni para el que lo contempla.
La mascarada de Bajtin sigue siendo válida, igual que el carnaval de los
géneros de Rivère o Esther Newton (Mother
camp), pero deben ser revisados a la luz fría del post-capitalismo de
la empobrecida Bulgaria de Todorov (El
hombre desplazado), como si todos estuviéramos hartos/as de enterrar a la
sardina del humanismo corrupto, del heteropatriarcado ejemplarizante y el capitalismo predador, pero no
supiéramos como desprendernos de su hedor.
Volviendo a lo ‘carnavalesco’ en los
formalistas rusos, Bajtín se adentra en lo que era la cultura específica de la
plaza pública y el humor popular. El mundo infinito de las formas y las
manifestaciones de la risa o la sátira se oponía a la cultura oficial, al tono
serio de la época y sus leyes no escritas en el ámbito público y privado. El
carnaval ignoraba toda distinción entre actores y espectadores, expulsando a
los críticos de la sala y a los mercaderes del templo. Los espectadores no
asistían al carnaval sino que lo vivían, ya que el carnaval estaba hecho para
todo el pueblo. El carnaval era la segunda vida del pueblo, basada en el
principio de la risa, que no se podía ni debía contener. Era su vida festiva y subversiva. El
individuo parecía dotado de una segunda vida, una segunda piel, un cuerpo nuevo
que le permitía establecer nuevas relaciones, verdaderamente humanas o
inhumanas, con sus semejantes. La eliminación provisional de las relaciones
jerárquicas entre los individuos creaba en la plaza pública un tipo particular
de comunicación inconcebible en situaciones normales,
naturalizadas por la costumbres. Es ese ‘carnaval de los locos’ del que nos habla
precisamente Daniel García en Rara Avis.
El paso del tiempo ha ido entumeciendo
estas prácticas y su sentido más profundo. Se las ha censurado, se las ha
cercenado, banalizado, hasta regulado, como ha ocurrido en las fiestas en
general o en el Orgullo LGTB en particular, por ejemplo. La cultura oficial moderna degradó su sentido
vivificante y regenerador. Sin embargo, en el carnaval sigue latiendo el poder
festivo y desestabilizador de códigos de la cultura popular. La decisión
de devolverle el feriado de carnaval al pueblo va en esta línea de fortalecer
el protagonismo de la cultura popular y sus formas ancestrales de expresión,
contra las represiones y regulaciones, regulaciones que pueden venir de la alta
política o del tejido empresarial y que intentan tejer redes más o menos
visibles de solidaridad e intersubjetividad entre los excluidos de la ‘fiesta
oficial’, más oficial si cabe cuando se convierte en lugar de encuentro y
peregrinaje World. Se valoriza ese espacio-tiempo diferente de la rutina
mecanizada. Espacio del juego, espacio del festejo, del orgullo alternativo y
crítico, en donde se rompen las
jerarquías, las expectativas, las normas y las “buenas formas” para dar paso a
un no-lugar, a una utopía, a la esperanza de un porvenir no sabemos si siempre
mejor pero aún incompleto.
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