La red como aliada de la homofobia y la transfobia
Por José García
Hace unas semanas me sobrecogía la
desesperación del responsable de una web gay que, debido al intenso ciberacoso
que venía padeciendo, había decidido dejar de publicar sus post y cerrar su
página. No quisiera revelar la identidad de este chico que ha decidido batirse
en retirada. Pero podría mencionar muchas otras personas que, nada más que
desde el último Orgullo, hemos sido amenazadas y acosadas por motivo de nuestra
condición homosexual o transexual y por la actividad política y/o profesional
que desarrollamos dentro del campo de la defensa de los derechos civiles. Personas
que, a pesar de ello, hemos decidido continuar con nuestra labor. Sin ir más
lejos, se me ocurre el caso del periodista David Enguita, la diputada Carla
Antonelli o los propios editores de este blogozine, como ilustra la fotografía
adjunta.
La
homofobia y la transfobia han asimilado las tácticas de las organizaciones
criminales y hoy son ya demasiados los gays, lesbianas y transexuales en este
país que vivimos amenazados. El ciberacoso al colectivo lgtbqi se ha marcado un
objetivo muy claro: la cancelación de la voz, de la libre expresión de las
ideas, de la presencia de gays, lesbianas y transexuales en las órbitas donde
se conforma la opinión pública. “Cállate ya, puta”, decía uno de los tweets que
recibió Antonelli. “Encima tengo que aguantarte en mi casa narrando como todos
los hijos de puta mal nacidos de las maricas celebráis un día”, le escribieron
a Enguita por WhatsApp. “Te voy a hackear ese blog de maricones que tienes”,
nos escribió por el Messenger de Facebook a cuerposperificosenred
nuestro acosador particular.
El
ciberacoso homofóbico y transfóbico casi siempre implica algún tipo de amenaza,
pero esta nunca aparece desnuda, se mezcla con consideraciones,
fundamentalmente, en torno al cuerpo y la práctica de la sexualidad gay,
lesbiana y trans, con enunciaciones que buscan con toda claridad humillar y
vejar a las víctimas: “Siendo un come pollas como eres además de un sidoso
asquroso no sé cómo te atreves a ir por la calle tan subido”, le decían, por
ejemplo, a Enguita. Lo peor es que este tipo de acoso, propiciado por
tecnologías que permiten la intromisión violenta de los acosadores en el
espacio íntimo de sus víctimas a través de sus diferentes cuentas en las redes
sociales, se ejecuta también en las tácticas de acorralamiento psicológico que
muchos niñas y niños protoqueer padecen en la escuela. Y estos tienen muchos
menos mecanismos de autodefensa, como revelan las cifras de suicidio infantil y
adolescente.
Un
tétrico panorama que eleva serias cuestiones al debate público. La primera
tiene que ver con esas dos actitudes antitéticas que se refieren a lo que se ha
dado en llamar la ‘tecnofilia’ y la
‘tecnofobia’. La activista feminista gorda Lucrecia Masson afirmaba hace solo
unos días en este blog que “internet facilita el experimentar nuevas formas de
acción política. Activismos transfronterizos y decoloniales”. Pero la
experiencia demuestra que las posibilidades de la red no son siempre tan
benignas. Cuando se sufre un ciberacoso homofóbico o transfóbico, se entiende
mejor lo que Donna Haraway intentaba exponer en 1991, cuando aún no había
eclosionado la Web 2.0 y el sistema de redes sociales, y ya nos hablaba de unas
‘informáticas de la dominación’: “Vivimos un cambio desde una sociedad orgánica
e industrial hacia un sistema polimorfo de información, desde el trabajo al
juego, un juego mortal. Simultáneamente materiales e ideológicas, las
dicotomías pueden ser expresadas (…) desde unas dominaciones jerárquicas
confortablemente viejas hasta las aterradoras redes que he llamado las
informáticas de la dominación”. En estos juegos de dominación, el único límite
del poder puede ser el asesinato o el suicidio, como nos aventuraba Foucault y
como demuestra casos como el de la estudiante gijonense Carla Díaz Magnien, que
se quitó la vida hace dos años como única vía de escape al acoso lesbofóbico a
que la sometían dos compañeras del colegio, que ahora han sido condenadas a la
pena irrisoria de cuatro meses de trabajo socioeducativo.
Irrisoria,
o no. Porque esta es la segunda cuestión que eleva todo este paisaje de
homofobia y acoso en la red: si gays, lesbianas, transexuales seríamos más
libres en una sociedad más punitiva. Que creara nuevos tipos delictivos a cargo
del odio rampante hacia nosotros que se promueve desde distintas instancias
eclesiásticas, culturales y educativas. Que de verdad persiguiera a quienes
ejecutan esas “dominaciones jerárquicas confortablemente viejas” a las que
aludía Haraway.
En
consecuencia, priorizar las medidas punitivas en las leyes contra la
lgtbqifobia que se están intentando impulsar en los distintos territorios que
conforman el estado español es, en cierto modo, la aceptación de un fracaso. La
aceptación de que, impedidos para intervenir en el ámbito educativo, laboral,
cultural a causa de la acción de los grupos ultrarreligiosos y ‘familiaristas’,
solo nos queda ampararnos en una justicia eminentemente punitiva para evitar
ser silenciados o extinguidos del espacio público. Que debemos aceptar,
finalmente, un poder que vigile y castigue.
Además,
al margen de consideraciones ético-políticas, la profusión inconmensurable de
este maremágnum de amenazas y prácticas discursivas vejatorias nunca harán
posible que esta máquina punitiva resulte verdaderamente ‘eficaz’, por utilizar
un término muy propio de las sociedades capitalistas. Si no podemos intervenir
desde la educación, la cultura y los derechos civiles, habrá que organizar la
autodefensa. Una idea que ya se está desarrollando entre las comunidades
afectadas cuando se trata de agresión puramente física, pero que debe aún ser
pensada para el acoso virtual. Antes de que deje de ser virtual.
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