Por qué no quiero un gobierno como Dios manda
Por José García

Quizá
el título de este artículo haya despistado a más de una persona que esperaba
una crítica acérrima a la criptocorrupción del Partido Popular, a la política
de desmantelamiento del llamado Estado de Bienestar, a los recortes en los
derechos de las clases trabajadoras que ha acometido el hoy gobierno en
funciones durante el último lustro. Todas estas acusaciones, a pesar de ser
rematadamente ciertas, han sido repetidas hasta la saciedad y desarrolladas por
personas mejor documentadas que yo. Así que he preferido detenerme en esa
argucia lingüística que se basa en el uso de un plural sociativo que construye
al “nosotros, los españoles” frente a la ‘gente anormal, que no es como Dios
manda’, que con Franco, como ha dicho Carlos Herrera, no hubieran sido un
problema porque serían “otros más en las cunetas”.
Así,
por tanto, una vez contextualizado esa apelación constante de Mariano Rajoy y
su entorno político y mediático a las “personas y los gobiernos como Dios
manda”, me dispongo a exponer con la mayor brevedad que me sea posible por qué
yo no quiero un “gobierno como Dios manda”. No lo quiero porque ese gobierno
terminará de poner la educación en manos de la escuela concertada, que es casi
lo mismo que decir en manos de las órdenes religiosas, secuestradas
doctrinalmente por obispos y papas cuyos planteamientos (planteamientos
recientes, actuales, no de hace décadas) sobre lo que ellos llaman de forma
disfemística “la ideología de género” harán inviable cualquier actuación por
erradicar el bullying que destroza
las vidas de tantos niños y niñas trans, tantas y tantos adolescentes
protoqueer, los cuales, según los estudios más sólidos sobre la materia, constituyen
el colectivo de escolares que más padece las consecuencias de este tipo de
acoso.
Tampoco
quiero “un gobierno como Dios manda” porque, cuando regrese a las aulas, mi
alumnado me preguntará de qué sirve estudiar a Virginia Wolf o Gil de Biedma si
va a terminar trabajando de camarero de forma estacional, rezándole a ese Dios
que tan bien nos manda que las guerras sigan asolando la orilla sur del
Mediterráneo, para que los touroperadores puedan seguir mandando a los turistas
del norte a comprar nuestro sol y las cifras del desempleo resulten menos
agresivas a la vista y el intelecto.
Con
“un gobierno como Dios manda”, las personas transexuales seguirán tuteladas por
el poder psiquiátrico, las palizas a maricones seguirán saldándose a 250 pavos
la tortura, la fiscalía y la judicatura seguirán inánimes ante los delitos de
odio, la expresión del homoerotismo terminará de ser desalojada del espacio
público y las instituciones culturales, se cerrará el proceso de
‘normativización’ del colectivo transmaricabollo que han iniciado las fuerzas
neoconservadoras (una vez asumido que exterminarnos resultaría un tanto
indecoroso) con el apoyo de aquellos colaboracionistas que han emergido en el
propio colectivo lgtb.
Nadie
como un gobierno a las órdenes de Dios tiene más posibilidad de terminar este
trabajo de pink washing, que además es
una de las mejores herramientas que pueda encontrar ese “nosotros, los
españoles” para promover la islamofobia, para reeditar esa España imperial que
se gastó todo aquello que expolió a los pueblos indígenas americanos en liberar
a Europa de la amenaza del turco, en promover la pureza de la sangre de las
razas íberas. Que ha sido gobernada durante siglos por ese Dios que de nuevo
aspira a mandarnos y a hacernos personas “como Dios manda”. Que como Dios que
manda nunca consentirá que el sistema público garantice los derechos
reproductivos de maricas, lesbianas y trans.
Nadie
confunda el sentido de esta reflexión. Soy pesimista. Creo que cada nuevo paso,
cada nueva convocatoria de elecciones, reforzará la alianza y las posibilidades
de formar gobierno entre las derechas nacionalistas españolas. Que, con Rajoy o
sin él, el PP seguirá dictándonos lo que Dios prescribe para conjurar el riesgo
de una estampida de la inversión extranjera, de la fuga de capitales que nos
desplace de un golpe a la Venezuela de Maduro. Sin embargo, cuando esto ocurre
todavía nos queda la voz, la voz con la que señalamos que no queremos ser las personas
ni los ciudadanos que Dios nos manda, sino aquellas que nosotros y nosotras
mismas hemos decidido ser. Y, entonces, solo entonces, decimos: Amén.
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