sábado, 24 de septiembre de 2016

HOMBRES ANTIPATRIARCALES

Mi masculinidad de plástico*

 

Por Juan Pablo Rivera

 

Como crítico literario, se me hace bastante fácil escribir sobre la masculinidad del otro y de las otras, pero es la mía la que me incomoda, en parte porque, desde niño, ésta me ha parecido siempre tan falta, siempre tan coto vedado. Fui un muchachito bastante femenino, y lo sigo siendo de adulto; en más de una ocasión, cuando me criaba en un pueblo pequeño del noroeste de Puerto Rico, me sugirieron con molestia que no moviera tanto las manos al hablar, que no pasara tanto tiempo con las chicas, que jugara deportes: en fin, el gastado sonsonete con que los adultos maltratan (bajo el seño de "es por tu bien") al muchachito que será y siempre ha sido, irremediablemente, gay.

   Ese muchachito no sabía lo que ya el adulto sabe: que su femineidad lo engrandece y que le da una perspectiva más opaca (y, por eso, más real y más clara) del mundo. El muchachito tenía que tolerar el abuso y las sornas del ambiente macharrán en que se crió, burlas que él, asustado y homófobo, también hacía. El adulto ya no hace esas burlas, y las tolera sólo a veces, y reconoce, además, que en ese entorno, también coexistían, en mayor o menor tensión, mujeres masculinas, curas de clóset, loquitas en ciernes (como él) y personas posiblemente transgénero, sometidos todos ante un miedo profundamente rural a lo distinto: la rémora que nos legó el catolicismo, el capital y más de quinientos años de coloniaje español y gringo. Aun hoy día, en el imaginario cultural puertorriqueño, mi pueblo se asocia con dos legados hispánicos que dan cuenta de una masculinidad ansiosa, casi primitiva: la ganadería y el festival de máscaras del 28 de diciembre, que celebra, ya en el inconsciente colectivo, el triunfo de Herodes sobre una población aterrorizada y desposeída. Se derrama la leche ganadera, como se derrama la sangre figurada, como si los líquidos vivificantes nos aseguraran de que seguimos siendo y de que seguimos siendo machos, aunque ya mujeres y 'locas' se hayan sumado al evento. La masculinidad es plástica y permite, con enojo, tales disidencias, pues sólo sirven para incrementar su tan devaluado estatus.

   Cuando los editores de este libro me pidieron que escribiera sobre "¿qué significó, para ti, hacerte hombre?" no pude sino repetir dos gestos quizás ya demasiado esperados de los estudiosos de género: el de devolver la pregunta y exponer sus supuestos, y el de consultar algunos de mis escritores favoritos. La pregunta me parece afortunada porque hace explícito lo que ya casi todos sabemos o deberíamos saber: que los hombres se hacen y que la biología tiene muy poco que ver con la construcción de ese sujeto social que llamamos 'hombre'. El que, con una mirada rápida, un pediatra u obstetra haya decidido hace más de 30 años que yo soy 'varón' ha tenido mucho que ver con las expectativas sociales de/hacia personas de mi mismo género, pero menos que ver con las maneras en que yo decido o, sin decidir, incido en la vivencia de mi propia masculinidad. Ese obstetra no hubiese podido saber, por ejemplo, que a eso de los 12 años de edad me empezaría a crecer el pecho de forma "inusual", que las burlas continuarían no solo porque yo era evidentemente gay, sino, ahora, femenino en cuerpo y carne. La ginecomastia que desarrollé en la pubertad determinó mucho más mi experiencia en el mundo de lo lo hizo mi preferencia u orientación sexual, y recuerdo haber sido modestamente feliz, pero presa de un deseo enorme de desaparecer, ser invisible. No fue sino hasta los 30 años, cuando ya no me importaba, que decidí someterme a una cirugía de reducción de pecho; me tomaría dos años más comenzar a hablar sobre el asunto (muy común, por cierto) sin vergüenza. Por eso que la pregunta "¿qué significó, para ti, hacerte hombre?", aunque afortunada, peca también de cierta contundencia: da "el hacerse hombre" como algo ya hecho, asumido y dejado atrás, cuando el ejercicio mismo de la escritura de este libro asegura lo contrario: que no llegamos nunca a un momento en que digamos "¡ajá!, ya lo tengo. Ya soy hombre". Se trata de una construcción relacional que nunca damos por concluida y cuyo desarrollo -sospecho- me seguirá acompañando, en mayor o menor medida, hasta el fin de mis días.

   En 2005, una escritora y gestora cultural sobre la que he escrito bastante, la puertorriqueña Mayra Santos Febres, publicó un ensayito que me ha acompañado desde entonces al pensar estas cuestiones. Lo ha hecho tanto como otros dos ensayos mucho más extensos y mejor conocidos internacionalmente, La simulación de Severo Sarduy y Gender Trouble de Judith Butler, que ya, a 25 años de publicación continua, casi da vergüenza evocar. El texto de Santos Febres se titutla 'Sobre cómo hacerse mujer', y forma parte del volumen de ensayos Sobre piel y papel, donde por 'piel' se entiende el cuerpo y sus ligaciones a cuestiones de género y raza, por 'papel', la escritura y, también, el dinero con que se compraba en las sociedades esclavistas del Caribe el cuerpo negro y con que se paga, hoy día, por el trabajo sexual. Santos Febres confiesa que de niña, aprendió a hacerse mujer no sólo de las mujeres negras de su familia, sino también de los hombres gays, 'las locas', que, desde temprano, tuvieron marcada presencia en su vida. Lo que une en su ensayo la femineidad de 'la loca' y de la mujer negra es la fiereza con que luchan contra su marginalización social. Pero esa fiereza no es similar a aquélla con la que la masculinidad se defiende a sí misma, sino una que parte de una certeza profunda de lo que es justicia. Como sabemos las locas, ni la masculinidad ni la femineidad son cualidades que se 'tienen', sino que se 'detentan': las aprendemos, las ensayamos y, en el momento justo en que creemos haberlas alcanzado, se nos escapan y convierten en otra cosa. 

*Este artículo forma parte de la obra colectiva Hombres para el siglo XXI: semblanzas de hombres feministas, compliada por Julián Fernández Guero para la Asocaición de Hombres por la Igualdad de Género (AHIGE) y editado por Bubok Publishing S.L.

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