jueves, 31 de agosto de 2017

CLASICOS CINE QUEER: EL SIRVIENTE de Losey

 
 
 
 
 
 
 
            “El sirviente” (Joseph Losey, 1963) plantea un punto interesante para la discusión sobre la escritura dramática y la escritura cinematográfica porque supone una transposición fílmica de primer orden de un guión excelente sobre una  mediana obra teatral- previamente una novela corta- de Robin Maugham. El sobrino de Somerset Maugham (reputado novelista inglés de principios del siglo XX), a diferencia de su tío, salió del armario en ésta y otras obras, aunque tuvo que cuidar su lenguaje para no infringir las leyes británicas vigentes hasta poco después  que llevaron, poco antes,  a la cárcel o al ostracismo a gente como el matemático Alan Turing. Esas leyes contra las que el propio Bogarde en el papel de Farrell, un prestigioso abogado, trataría de derogar ante los chantajes en el pionero film “Victim”, un correcto policiaco de Basil Dearden. Bogarde había cambiado su imagen, ya no era un aventurero o galán al uso, pertenecía definitivamente a la Inglaterra contemporánea y aparentemente algo renovada o en movimiento donde surgió el teatro de protesta, el cine de los “Young angry men”  y novelistas como Alan Sillitoe o dramaturgos/as como Selagh Delaney (“A taste of honey”) o John Osborne (“Mirando hacia atrás con ira”) que llevaron la rabia de los jóvenes de una generación distinta y que se va a extender a todas las formas de expresión y a todas las nuevas capas sociales, hasta la música pop y las nuevas modas en el vestir y habitar-habilitar el espacio público.   Para complicar las cosas, el autor del guión original de “El sirviente” es el  dramaturgo memorable Harold Pinter, hoy premio Nobel, tan memorable como difícil de clasificar en el panorama del teatro británico de la segunda mitad de siglo. La colaboración entre Losey y Pinter (director y guionista, cineasta y dramaturgo) se prolongó en dos películas más: “Accidente” y “El mensajero”, una primorosa recreación esta última de una excelente novela homónima  del  poco recordado hoy  L. P. Hartley. Tres películas que junto con “El criminal”,  “Rey y patria” “La clave del enigma”  y “Una inglesa romántica” (escrita por el aventajado discípulo pinteriano Tom Stoppard) constituyen la cumbre expresiva de un cineasta tan irregular e imprevisible como apasionante. El protagonista Bogarde acababa de rodar un policiaco melodramático que incluía un vigoroso alegato contra la legislación vigente sobre la homosexualidad, que exponía a muchos/as al secretismo y el chantaje, la citada “Victim” que contribuyó, en cierto modo, a acelerar el fin de la represión policial  anti-gay en la Inglaterra de los sesenta que aún duraría unos años más.
Losey ha sido un objeto de estudio difícil para la crítica cinematográfica porque su carrera aparece dividida en dos etapas muy diferentes entre sí, con unos cuantos filmes que sirven de puente entre un período y otro, y  unos cuantos títulos desconcertantes, en los que el concepto de coherencia autoral se difumina,  sobre todo al final de su carrera a causa de  títulos tan peculiares e irregulares  como “Ceremonia secreta”, cercana al Robert Aldrich del gran guiñol,  y “El asesinato de Trosky, fallida y acartonada reconstrucción histórica con Richard Burton, Alain Delon y Romy Schneider o la a ratos fascinante pero parcialmente fallida “El otro señor Klein” con un Alain Delon mejor de lo habitual en un inquietante doble papel. La huida del director a Inglaterra a raíz de la caza de brujas desatada en los cincuenta por el senador Maccarthy supuso no sólo un cambio geográfico sino un sorprendente mimetismo con los modos de hacer del cine británico y el temperamento cultural inglés, hechos a los que no es ajena su estrecha colaboración con autores como Pinter o Stoppard y a la influencia del cine inglés de la época que empezaba a abandonar los corsés de la qualité y a dar voz a realizadores más jóvenes y contestatarios (“free cinema”). De sus últimos filmes el más coherente con el universo de “El sirviente”, “Accidente” o, incluso, “El mensajero” es “La inglesa romántica” donde se vuelve a repetir la imagen del triangulo amoroso, la ironía  y los espacios cerrados como espacios de incomunicación y también de juego. Stoppard, discípulo de Pinter, ayudado por Losey y un triangulo de grandes interpretes, hacen del filme una obra insólita en el cine británico de los años 70.
 
            El eje sobre el que se articula el teatro de Pinter, heredero del teatro del absurdo de Beckett pero, a diferencia de éste, profundamente británico, es la incomunicación, la soledad, el absurdo de lo cotidiano y el humor en el interior de lo trágico o lo inquietante, el lado absurdo de lo cotidiano y también el lado poético de lo sórdido. Un teatro que no busca la comodidad del público ni da siempre claves en las que apoyarse. En el cine de Losey se pueden ver dos  coordenadas fundamentales: las relaciones de poder junto a  los cambios sociales en la esfera individual y el conflicto irresoluble entre  el ser humano y el medio en el que vive inserto, formando parte de él pero mostrándose incapaz de controlarlos sin ayuda. Estos tres temas tienen muchos puntos en común y permiten que la colaboración entre Pinter y Losey haya dado frutos de gran coherencia dramática, pero también plantea puntos de discordancia y escisión de pareceres que podemos rastrear incluso en esta lectura de “El sirviente”, el más pinteriano de los dramas de Losey, seguido de cerca por la sombría geometría del absurdo de  la refinada “Accidente”, que se ha resentido más del paso de los años que “The servant”, impecable en el fondo y en la forma. En el caso del guión de “El sirviente” el propio Losey ha declarado[1] cómo se vio obligado a rehacer el setenta por ciento del trabajo original que le presentó Pinter, manteniendo algunas ideas y remodelándolo casi todo después mano a mano con el dramaturgo. Pinter, al principio molesto, desconocedor, desde su faceta de dramaturgo de éxito, de los rigores y exigencias de un guión para el cine, acabó convirtiéndose en un interesantísimo colaborador. Losey redujo la carga literaria de algunos guiones de Pinter, como hizo con Tennessee Williams a raíz del rodaje de la fallida “Boom” (La mujer maldita. Losey, 1968).Y es que el director estadounidense había comenzado su carrera en Hollywood con guionistas insertos en la tradición de diálogo realista y frase concisa de la dramaturgia cinematográfica estadounidense. Empezó con algunas películas de cine negro de calidad tanto en EEUU (“The big night” “El merodeador”) como en su primera época en Gran Bretaña (“La clave del enigma,” “El criminal”). En “La truite” las implicaciones sexuales del relato saltan a primer término, pero siempre desde la óptica del triangulo amoroso, el drama familiar  y de un estilo cercano al primer Chabrol y al cine francés del momento. El último Losey, con la excepción de “Una inglesa romántica” y, en cierto sentido, “La truite” (un filme intenso, tardío y, tal vez,  infravalorado) parece no encontrar su lugar entre el cine británico de calidad, el cine independiente, el cine comercial y el cine de autor.

            La batalla semiótica que se libra en el interior de la mansión de “El sirviente” es una batalla eminentemente loseyana (una batalla por el poder, el status social, la conservación de los valores e intereses propios y la aniquilación del “otro”) hecha de susurros, gritos y sinsentidos cercanos al universo poético, irónico y angustioso de Pinter,  con unos toques góticos y sombríos más propios del realizador. El humor, el sarcasmo y el absurdo aparecen detrás de estos desplazamientos de los personajes en un universo en el que el más leve gesto puede adquirir una aterradora violencia simbólica, entre la ironía y el pánico. El humor y el horror. Lo grotesco y lo siniestro. Como en la mayoría de las primeras obras de Pinter y en las primeras películas inglesas de Losey (“El criminal”, “Eva”, “Rey y Patria”). Su último trabajo con resonancias pinterianas, a través del complejo guión de  aventajado discípulo Tom Stoppard, fue “Una inglesa romántica” algo estropeada por la decadencia del realizador, el histrionismo de Glenda Jackson y el limitado talento del viscontiniano Helmut Berger.

 


 

            Las claves del éxito

 

            “El sirviente” fue uno de los grandes éxitos de público y crítica del Losey inglés, y sigue siendo su película más popular. Uno de los motivos de esta buena acogida está en los diversos niveles de lectura que ofrece la película. Sin necesidad de ubicarla en la obra de Losey, ni mucho menos en la escritura pinteriana, puede disfrutarse del filme como un incisivo drama con tintes de malsana comedia negra, una historia de degradación e intercambio de roles hábilmente construida y magníficamente interpretada por un actor, una historia de bisexualidad reprimida. Dick Bogarde, que se encontraba en la cúspide de su carrera y que llegaría a ser identificado con el sombrío, seductor y maquiavélico personaje que encarna en la pantalla ofrece tal vez la interpretación mas rica en matices de su carrera y James Fox le da la réplica con una eficacia asombrosa. La carrera de Bogarde se encontraba en un punto de transición que la oportunidad de Losey le ayudó a consolidar. Refinado actor británico, había encarnado papeles de galán en comedias menores, convencionales dramas románticos  y aventuras típicas del cine inglés de los cincuenta. Desde sus primeras películas los directores van a explotar el lado ambiguo, a la vez sensual y aristocrático del intérprete. Su valiente decisión de protagonizar “Víctima” en 1961, un policiaco de Basil Dearden que aborda y critica, de forma pionera pero no demasiado osada, las leyes contra la homosexualidad vigentes entonces  en Gran Bretaña, supone un desafío del actor a la industria y un golpe autoconsciente a su imagen de galán romántico. Bogarde se convierte en un gran actor dramático y expone en la pantalla la ambigüedad sexual que ya se atisbaba en algunos de sus papeles anteriores. En “El sirviente” se esconde una historia de seducción homosexual nunca explicitada que Bogarde llena de sadismo, refinamiento y sentido del humor. Su papel de criado está confeccionado con una atractiva mezcla de porte aristocrático, gesto irónico, toques de mundanidad y malévola sensualidad. Es un nuevo tipo de antihéroe, insólito en el cine inglés aunque no en su tradición cultural. Hay algo de dandy, algo de galán que se niega a serlo, algo de falso aristócrata, de rebelde iconoclasta y algo de la masculinidad en crisis que encontramos ya en el teatro de Ratigan o en las películas del entonces emergente “free cinema” (“Un sabor a miel”, “El ingenuo salvaje”)

            Una de las grandes bazas de “El sirviente” y que, sin duda, debemos más a la trayectoria de Pinter que a la de Losey es el humor. Un humor, que en la mejor tradición del dramaturgo, lejos de aligerar la angustia dramática del momento se limita a enfatizar sus aspectos más sórdidos y su dimensión paradójica. Un humor que se convierte en terror o ironía ante la inminencia de la catástrofe. Pinter evoca  pasajes de  Beckett en “Esperando a Godot” o pasajes del teatro francés mezclado con el teatro algo más clásico de  R. Maugham o Albee, en la incertidumbre existencial, la incomunicación  y la espera de algo inmaterial que impide vivir en paz.

 

 

            El sirviente y la sociedad británica de los sesenta.

 

            Los años cincuenta y principios de los sesenta son los años de la subida a los escenarios de la juventud rebelde y contestataria, descontenta con la vieja Inglaterra y sus valores más queridos; son los años de su expresión literaria y cinematográfica. El estreno en  1956 de “Look back in anger” (que conocería una interesante adaptación a cargo de Tony Richardson) y a la que siguieron obras y películas como “Sábado noche, domingo mañana” o “El ingenuo salvaje” supuso  un verdadero escupitajo a la tradición del teatro británico burgués y de buenas maneras: el drama se desplaza del salón a la cocina; la clase obrera, los jóvenes sin aspiraciones entran en escena. Aunque el rechazo visceral de los young angry men hacia sus antecesores fue algo simplista consiguieron dar la voz a una generación distinta, como ocurría en Francia o Italia y, en menor medida en EEUU.  ¿Qué lugar ocupa “El sirviente” en esta nueva corriente que sacude la cultura británica del momento y que comienza a dar voz al “otro”, el joven, el obrero/a, la mujer, el homosexual, el inmigrante? “El sirviente” se separa perceptiblemente de esta tradición como Losey está lejos de Richardson y el cine realista y Pinter es muy distinto a Osborne y los “jóvenes airados”. La tradición del teatro del absurdo beckettiano a través de Pinter y el “cine de calidad” de Losey son notablemente diferentes a las corrientes sociales del “free cinema” y la literatura en  la que se inspira. No obstante, se filtran algunos elementos de esta nueva realidad por las rendijas del asfixiante drama que se desarrolla en la película. Ambos, realizador y escritor,  no pueden ser ajenos a una realidad cambiante, y de hecho nunca lo son. El conflicto de clase en una sociedad en crisis, la conciencia del pasado colonial y las ínfulas imperiales que hereda Tony, la crisis del propio modelo de Inglaterra burguesa que, separada de sus principales colonias, se repliega en un autarquismo provinciano y el cuestionamiento de los valores morales tradicionales, son un imprescindible telón de fondo sobre el que se desenvuelve el conflicto psicológico, moral e ideológico del relato. Tony es un claro exponente de los residuos de mentalidad colonial, arrogante  y aristocrática de la clase media alta y pudiente en Gran Bretaña, cuyos valores y esquemas ya están siendo cuestionados por diferentes sectores. Barret es un astuto arribista, un working class de nueva estirpe que adopta los códigos  y la mentalidad arribista de una clase media materialista y sin demasiados escrúpulos a la hora de conseguir su”lugar en el sol” fingiendo ser lo que no es.

            Si en los personajes de Pinter existe la nostalgia del pasado inquebrantable, de esos valores de la antigua Inglaterra, para los personajes de Losey tales valores del pasado son solo una losa mortífera. Ambos hacen una crítica mordaz de las instituciones heredadas de la Inglaterra imperial. Como dicen Álvaro del Amo y Manuel Pérez Estremera sobre la temática pinteriana “El esplendor de la familia burguesa y aristocrática, basada en el poder colonial y en el puritanismo que se desprendía del culto a pequeñas y mediocres virtudes, toma en la actualidad, al ser evocado por los personajes, un aspecto de mitificación, de tranquilidad perdida, de felicidad irrecuperable”.[2]

 

            Siguiendo al filósofo francés Michel Foucault, cuyas teorías sobre el poder, el contrapoder, las sexualidades y el surgimiento de la sociedad moderna han resistido al declive del estructuralismo, podemos concluir que las relaciones de poder no son relaciones unidireccionales: el poder no se sufre o se ejerce sino que circula y modela tanto las mentalidades como los cuerpos de los sometidos y los sometedores. Por ello resulta simplista reducir “El sirviente” a un intercambio de papeles en el juego social y económico del poder. El servilismo de Barret es una estrategia de poder ya que no sólo se acomoda a la voluntad de Tony sino que la modela y reconduce. El buen gusto del papel pintado con el que recubre las paredes, trasformando el aspecto original de la mansión dejada a su suerte , su forma de disponer los objetos, su control del espacio y su intrusión progresiva en la privacidad de Tony son algo más que estrategias de resistencia, son formas de ejercer un contrapoder, un contrapoder que produce, reformula y modela la voluntad de su amo. Barret trae la vida al acartonado universo aristocrático de Tony pero también la destrucción, el caos y la falta de escrúpulos. El poder, asimismo, aparece claramente erotizado, atravesado por el deseo y la posesión-vampirización  del otro. Particularmente cuando se trata de un modelo de relación, amo y sirviente, ambos masculinos, que -a pesar de su tradición en la cultura británica- ya ha entrado en crisis y y sorprende a la actual novia de Ton. La entrega espiritual del criado a su amo, un esquema heredado del pasado y reflejado en la literatura anglosajona desde Dickens hasta Ishiguro, empieza a ser un anacronismo y sus marcas sexuales se hacen visibles bajo la mirada nada inocente de Losey, como en el diálogo que mantienen sobre el ejercito, la camaradería, las intimidad entre varones. El director se vale, además, de la escisión característica de la dramaturgia pinteriana, entre lo que los personajes dicen y lo que los personajes hacen para subrayar, a través de silencios, diálogos ambivalentes y pequeños desplazamientos de la cámara y los personajes en el encuadre,  cómo la entrega y la sumisión de Barret esconden, ya desde ese primer encuentro en el que observa con fría crueldad a  su futuro amo adormilado cándidamente en su silla, complejas estrategias de poder.

 

 

            Tengo que amarte sola

 

            El juego de atracciones, infidelidades y desencuentros que se desarrolla en el interior de la mansión de “El sirviente” es mucho mas complejo incluso  de lo que nos parece a simple vista. Como las imágenes fragmentarias que se reflejan en los numerosos espejos del filme, nunca estamos seguros de haber comprendido todas las implicaciones.  En una sola visión es difícil hacerse cargo de los sombríos pliegues afectivos, eróticos y sexuales en los que se mueven los personajes. La relación más importante, y al mismo tiempo la más soterrada, ya que atraviesa todo el relato pero se queda en el filo mismo de ser enunciada verbalmente, es la de Tony y Barret. La historia de “El sirviente” es la historia de una seducción, una seducción homosexual pero también una seducción basada en la dependencia, el poder y la autodestrucción, con claras implicaciones sadomasoquistas, que cristaliza no sólo en la delirante secuencia final sino en el escalofriante juego del  ratón, marcado por los contrastes de luces y sombras, de herencia expresionista. La fuerza de la relación entre Tony y Barret no reside sólo en el homoerotismo sublimado o reprimido, siempre a punto de salir a flote, sino en los significantes sociales y oscuras implicaciones en los que se envuelve. Barret parece consciente siempre, de un modo maquiavélico y poco compasivo, de la  creciente inseguridad de Tony: inseguridad en su conciencia de clase, en sus deberes de pareja, en sus deberes de amo, y en sus deberes de ciudadano británico blanco, adulto, acomodado y heterosexual. Tony no es consciente de estar absolutamente seducido por la tentación del otro, de esa “otherness” que reclama su propia voz en la sociedad inglesa del momento. Hay Al principio una resistencia en Tony a la seducción de Barret. La feminización del personaje del sirviente que llega a lavarle los pies en una palangana “para que no coja frío” le hacen proferir algún comentario irónico “es demasiado delgado para hacer de niñera, Barret”. Pero es precisamente la inconsciencia de Tony sobre sus verdaderos deseos y su endeble carácter lo que hará posible la inversión final de los papeles de amo y criado, una vampirización donde se mezcla la posesión de la voluntad, el alcohol y la invasión del espacio, así como la inversión de los roles.

El principal obstáculo para la seducción será, en definitiva, Susan, la prometida de Tony, que desde el principio desconfía de la mezcla de servilismo y tendencia a la manipulación de Barret. Susan es presentada como una chica de clase media alta que trata de rescatar a Tony de su crisis vital -determinada por su  herencia de clase-,  su falta de iniciativa y su homosexualidad sublimada. Susan  que, sin resultar simpática al espectador se erige en el punto de vista objetivo de lo que está sucediendo en el interior de la casa,  se muestra altanera y displicente  con Barret, pero  éste logra separarla de Tony introduciendo, primero, a una chica que seduzca al amo y luego disponiéndose a seducirla él mismo, invitándola a formar parte de un destructivo triángulo. La actitud lúcida de Susan, intermediaria entre el espectador y el conflicto Tony/Barret, aunque con maneras desagradables, es una de las grandes bazas de Losey para dotar de solidez y credibilidad al oscuro y barroco drama pasional que se desarrolla en el filme. Es ella la que apunta al carácter anacrónico de tener un criado masculino subrayando cómo la dedicación a la servidumbre está ya en ese momento reservada casi exclusivamente a las mujeres. Susan comienza a ver a Barret como un rival y éste actúa en consecuencia enturbiando una relación que ya, desde el principio, se nos revela extremadamente frágil. La pérdida de Susan (cuyo aspecto contrasta con el de Vera, la novia de Barret encarnada por una sensual Sarah Miles conquistando a Tony)  será la pérdida del último contacto del amo con la realidad, su realidad, y supondrá su camino de retorno a Barret y la rendición a las intenciones de éste. Secuencias que retrotraen al igualmente cuidado pero formalmente más plano y envarado terreno de “Victim” de Dearden donde Farrell (Dick Bogarde) confiesa entre sombras nocturnas y espejos varios a su esposa su “deseo por un muchacho”:

 

            En la parte final  se encuentra la citada  secuencia (cortada en el montaje original y posteriormente reinsertada por el propio Losey) en la que el componente homosexual de la atracción/repulsión entre Tony y Barret está a punto de salir a flote,  aquella en la que hablan de sus experiencias en la escuela masculina y el ejército.. El homoerotismo sublimado de la camaradería masculina se explicita en unos recuerdos, teñidos de nostalgia, en los que Tony reconoce un aspecto de su sexualidad que ha quedado relegado en el baúl de las locuras juveniles y que surge cuando las barreras sociales entre él y su criado se diluyen para dejar paso al lúdico equilibrio, al intercambio de roles, a la equiparación en el absurdo. A este respecto resultan impactantes las secuencias a la vez divertidas y terroríficas, marcadas por los encuadres en desequilibrio y la iluminación expresionista, del violento juego de pelota en la escalera y del juego del escondite en el que Barret caza literalmente a Tony detrás de una cortina. Igualmente admirable resulta el uso -a la vez realista e hiperrealista- del sonido y los silencios, que marca  con maestría la transición entre la comedia irónica y el horror, lo siniestro.

           

Apuntes sobre el estilo

 

            El argumento de un melodrama psicológico, la perspectiva irónica de una comedia de situaciones, la fotografía contrastada y la enrarecida atmósfera de un thriller, la cuidadosa puesta en escena, característica del mejor cine inglés del momento, y un apenas soterrado gusto por el simbolismo y la alegoría social hacen de “El sirviente” un filme de estilo peculiar, cuyas únicas conexiones reales se encuentran dentro de la propia obra de Losey.

            Si la transición de Losey del Hollywood de los cuarenta y cincuenta a la cinematografía inglesa de los sesenta se hizo bajo los parámetros del cine de género (negro), a partir de “El sirviente” las implicaciones sociales y la ambigüedad moral se hacen aún más intensas y, sobre todo, se hacen profundamente británicas con una reflexión mordaz sobre la hipocresía moral, el desmoronamiento de la conciencia imperial y la sociedad de castas, esa que denunciaron los “jóvenes airados”, de los que el dramaturgo Harold Pinter sería un sucesor situado en un plano de abstracción y claustrofobia, sin rehuir un tímido humanismo y un mordaz sentido del humor. Losey es ya todo un autor. Filmes como “El criminal” o “Eva” lo atestiguan. El ritmo se hace más reposado, los movimientos de cámara son elegantes y dotados de densas implicaciones, la dimensión psicológica se amplia, los aspectos teatrales (con autores como Pinter o Stoppard de colaboradores) se acentúan y su estilo se  consolida y se redefine tras unos comienzos titubeantes con títulos como “El tigre dormido” o “La clave del enigma” insertos dentro de las coordenadas del cine negro sin demasiadas pretensiones y logros desiguales.

           

No cabe duda de que “El sirviente” tiene interesantes precedentes aunque siempre con mayor simplicidad y menor fuerza expresiva dentro de la propia obra de Losey, a lo que no es ajena la colaboración de guionistas dotados pero con menos experiencia literaria. Es el caso del policiaco psicológico y triangular “El tigre dormido” donde un profesor universitario interesado en la rehabilitación de delincuentes acoge a un joven criminal en su casa y éste acaba seduciendo a su esposa. La presencia de un joven Dick Bogarde en “El tigre dormido” acentúa las similitudes. Pero el didactismo social, el suspense muy definido y los balbuceos narrativos de  “El tigre…” son apenas esbozos de la refinada ambigüedad y las oscuras implicaciones de “El sirviente” donde el joven impetuoso  y con tendencias criminales se ha convertido en un ominoso y cínico  manipulador y donde el profesor humanista y reformador es ahora un decadente y desorientado miembro de la clase media alta británica, incapaz de reformar por sí mismo siquiera la decoración de la pared de su mansión. La idea del triangulo amoroso tal vez fue una de las razones que llevó a Losey a creer que Pinter podía ser un guionista ideal aunque la colaboración fue bastante tormentosa.

 

            Si las primeras películas de Losey son características del intelectual de izquierdas, en la tradición del cine social de los treinta (debutando con la deliciosa fábula sobre el derecho a la diferencia “El muchacho de los cabellos verdes”, deambulando con mayor y menor fortuna por la serie B y el cine de género, con algunos brillantes logros formales como “El criminal” ) a partir de “Eva” pero , sobre todo, “El sirviente” su cine se intelectualiza notablemente, se hace más elíptico que demostrativo, más ambiguo y abierto que de tesis,  aunque el director se resista a asumir algunos de los análisis más imbricados de su obra, así como a una mezcla de drama y simbolismo, deshumanización y humor negro más  característicos de Pinter.

“El sirviente” se abre con una amplia panorámica de trescientos sesenta grados, nada sorprendente en una película en la que los largos y suntuosos movimientos de cámara van a contrastar con la asfixiante claustrofobia del decorado, casi único, de la casa donde se desarrolla la mayor parte de la acción. Una casa que parece transformarse, y en ocasiones lo hace, a medida que evolucionan los personajes y muestran su verdadero rostro. El uso de los espejos, los encuadres y reencuadres, en penumbra y las elipsis espacio-temporales y la música melódica y de jazz romántico pueden parecer en ocasiones un ejercicio de estilo afectado, marcado por el barroquismo y un denso querer decir característico del cine intelectual de los sesenta. Pero es precisamente su belleza y complejidad formal lo que pone de relieve las muchas aristas, las zonas nunca aclarada ni fácilmente interpretable de lo que vemos en la pantalla. Losey se impone así, por primera vez, como todo un autor frente a un drama reescrito[3] por un dramaturgo de talento, e inicia, en las imágenes del filme, un pulso sumamente enriquecedor con la escritura. El director parece haber comprendido con Pinter, que las imágenes para complementarse con el texto y no ser una mera ilustración del drama, deben pelearse con sus postulados mismos, truncar su enunciación, subrayar y desenmascarar su ambivalencia, como la ambivalencia de unos personajes hacia otros.




[1] Milne, Tom. Conversaciones con Joseph Losey. Barcelona, Anagrama, 1971.
[2] Amo, Alvaro de y Pérez Estremera, Manuel. Pinter. Losey. Primer Acto. Revista Teatral.
[3] La pieza original de “El sirviente” es obra de un dramaturgo británico de los cincuenta, Robin Maughman.

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