“El
sirviente” (Joseph Losey, 1963) plantea un punto interesante para la
discusión sobre la escritura dramática y la escritura cinematográfica porque
supone una transposición fílmica de primer orden de un guión excelente sobre
una mediana obra teatral- previamente
una novela corta- de Robin Maugham. El sobrino de Somerset Maugham (reputado
novelista inglés de principios del siglo XX), a diferencia de su tío, salió del
armario en ésta y otras obras, aunque tuvo que cuidar su lenguaje para no
infringir las leyes británicas vigentes hasta poco después que llevaron, poco antes, a la cárcel o al ostracismo a gente como el
matemático Alan Turing. Esas leyes contra las que el propio Bogarde en el papel
de Farrell, un prestigioso abogado, trataría de derogar ante los chantajes en el
pionero film “Victim”, un correcto policiaco de Basil Dearden. Bogarde había
cambiado su imagen, ya no era un aventurero o galán al uso, pertenecía
definitivamente a la Inglaterra contemporánea y aparentemente algo renovada o
en movimiento donde surgió el teatro de protesta, el cine de los “Young angry
men” y novelistas como Alan Sillitoe o
dramaturgos/as como Selagh Delaney (“A taste of honey”) o John Osborne
(“Mirando hacia atrás con ira”) que llevaron la rabia de los jóvenes de una
generación distinta y que se va a extender a todas las formas de expresión y a
todas las nuevas capas sociales, hasta la música pop y las nuevas modas en el
vestir y habitar-habilitar el espacio público.
Para complicar las cosas, el
autor del guión original de “El sirviente” es el dramaturgo memorable Harold Pinter, hoy premio
Nobel, tan memorable como difícil de clasificar en el panorama del teatro
británico de la segunda mitad de siglo. La colaboración entre Losey y Pinter
(director y guionista, cineasta y dramaturgo) se prolongó en dos películas más:
“Accidente” y “El mensajero”, una primorosa recreación esta última de una
excelente novela homónima del poco recordado hoy L. P. Hartley. Tres películas que junto con “El criminal”, “Rey
y patria” “La clave del enigma” y “Una inglesa romántica” (escrita por el aventajado
discípulo pinteriano Tom Stoppard) constituyen la cumbre expresiva de un
cineasta tan irregular e imprevisible como apasionante. El protagonista Bogarde
acababa de rodar un policiaco melodramático que incluía un vigoroso alegato
contra la legislación vigente sobre la homosexualidad, que exponía a muchos/as
al secretismo y el chantaje, la citada “Victim” que contribuyó, en cierto modo,
a acelerar el fin de la represión policial
anti-gay en la Inglaterra de los sesenta que aún duraría unos años más.
Losey
ha sido un objeto de estudio difícil para la crítica cinematográfica porque su
carrera aparece dividida en dos etapas muy diferentes entre sí, con unos
cuantos filmes que sirven de puente entre un período y otro, y unos cuantos títulos desconcertantes, en los
que el concepto de coherencia autoral se difumina, sobre todo al final de su carrera a causa de títulos tan peculiares e irregulares como “Ceremonia
secreta”, cercana al Robert Aldrich del gran guiñol, y “El
asesinato de Trosky, fallida y acartonada reconstrucción histórica con
Richard Burton, Alain Delon y Romy Schneider o la a ratos fascinante pero
parcialmente fallida “El otro señor Klein” con un Alain Delon mejor de lo
habitual en un inquietante doble papel. La
huida del director a Inglaterra a raíz de la caza de brujas desatada en los
cincuenta por el senador Maccarthy supuso no sólo un cambio geográfico sino un
sorprendente mimetismo con los modos de hacer del cine británico y el
temperamento cultural inglés, hechos a los que no es ajena su estrecha
colaboración con autores como Pinter o Stoppard y a la influencia del cine
inglés de la época que empezaba a abandonar los corsés de la qualité y a dar voz a realizadores más
jóvenes y contestatarios (“free cinema”). De sus últimos filmes el más
coherente con el universo de “El
sirviente”, “Accidente” o,
incluso, “El mensajero” es “La inglesa romántica” donde se vuelve a
repetir la imagen del triangulo amoroso, la ironía y los espacios cerrados como espacios de
incomunicación y también de juego. Stoppard, discípulo de Pinter, ayudado por
Losey y un triangulo de grandes interpretes, hacen del filme una obra insólita
en el cine británico de los años 70.
El eje sobre el que se articula el
teatro de Pinter, heredero del teatro del absurdo de Beckett pero, a diferencia
de éste, profundamente británico, es la incomunicación, la soledad, el absurdo
de lo cotidiano y el humor en el interior de lo trágico o lo inquietante, el
lado absurdo de lo cotidiano y también el lado poético de lo sórdido. Un teatro
que no busca la comodidad del público ni da siempre claves en las que apoyarse.
En el cine de Losey se pueden ver dos coordenadas
fundamentales: las relaciones de poder junto a los cambios sociales en la esfera individual y
el conflicto irresoluble entre el ser
humano y el medio en el que vive inserto, formando parte de él pero mostrándose
incapaz de controlarlos sin ayuda. Estos tres temas tienen muchos puntos en
común y permiten que la colaboración entre Pinter y Losey haya dado frutos de
gran coherencia dramática, pero también plantea puntos de discordancia y
escisión de pareceres que podemos rastrear incluso en esta lectura de “El sirviente”, el más pinteriano de los
dramas de Losey, seguido de cerca por la sombría geometría del absurdo de la refinada “Accidente”, que se ha resentido más del paso de los años que “The servant”, impecable en el fondo y en
la forma. En el caso del guión de “El sirviente” el propio Losey ha
declarado[1]
cómo se vio obligado a rehacer el setenta por ciento del trabajo original que
le presentó Pinter, manteniendo algunas ideas y remodelándolo casi todo después
mano a mano con el dramaturgo. Pinter, al principio molesto, desconocedor,
desde su faceta de dramaturgo de éxito, de los rigores y exigencias de un guión
para el cine, acabó convirtiéndose en un interesantísimo colaborador. Losey
redujo la carga literaria de algunos guiones de Pinter, como hizo con Tennessee
Williams a raíz del rodaje de la fallida “Boom”
(La mujer maldita. Losey, 1968).Y es
que el director estadounidense había comenzado su carrera en Hollywood con
guionistas insertos en la tradición de diálogo realista y frase concisa de la
dramaturgia cinematográfica estadounidense. Empezó con algunas películas de
cine negro de calidad tanto en EEUU (“The big night” “El merodeador”) como en
su primera época en Gran Bretaña (“La clave del enigma,” “El criminal”). En “La truite” las implicaciones sexuales
del relato saltan a primer término, pero siempre desde la óptica del triangulo
amoroso, el drama familiar y de un
estilo cercano al primer Chabrol y al cine francés del momento. El último Losey,
con la excepción de “Una inglesa romántica” y, en cierto sentido, “La truite” (un filme intenso, tardío y,
tal vez, infravalorado) parece no
encontrar su lugar entre el cine británico de calidad, el cine independiente,
el cine comercial y el cine de autor.
La batalla semiótica que se libra en
el interior de la mansión de “El
sirviente” es una batalla eminentemente loseyana (una batalla por el poder,
el status social, la conservación de los valores e intereses propios y la
aniquilación del “otro”) hecha de susurros, gritos y sinsentidos cercanos al
universo poético, irónico y angustioso de Pinter, con unos toques góticos y sombríos más
propios del realizador. El humor, el sarcasmo y el absurdo aparecen detrás de
estos desplazamientos de los personajes en un universo en el que el más leve
gesto puede adquirir una aterradora violencia simbólica, entre la ironía y el pánico. El humor y el
horror. Lo grotesco y lo siniestro. Como en la mayoría de las primeras obras de
Pinter y en las primeras películas inglesas de Losey (“El criminal”, “Eva”, “Rey y Patria”). Su último trabajo con resonancias pinterianas, a través del complejo
guión de aventajado discípulo Tom
Stoppard, fue “Una inglesa
romántica” algo estropeada por la
decadencia del realizador, el histrionismo de Glenda Jackson y el limitado
talento del viscontiniano Helmut Berger.
Las
claves del éxito
“El
sirviente” fue uno de los grandes éxitos de público y crítica del Losey
inglés, y sigue siendo su película más popular. Uno de los motivos de esta
buena acogida está en los diversos niveles de lectura que ofrece la película.
Sin necesidad de ubicarla en la obra de Losey, ni mucho menos en la escritura
pinteriana, puede disfrutarse del filme como un incisivo drama con tintes de
malsana comedia negra, una historia de degradación e intercambio de roles
hábilmente construida y magníficamente interpretada por un actor, una historia
de bisexualidad reprimida. Dick Bogarde, que se encontraba en la cúspide de su
carrera y que llegaría a ser identificado con el sombrío, seductor y
maquiavélico personaje que encarna en la pantalla ofrece tal vez la
interpretación mas rica en matices de su carrera y James Fox le da la réplica con
una eficacia asombrosa. La carrera de Bogarde se encontraba en un punto de
transición que la oportunidad de Losey le ayudó a consolidar. Refinado actor
británico, había encarnado papeles de galán en comedias menores, convencionales
dramas románticos y aventuras típicas
del cine inglés de los cincuenta. Desde sus primeras películas los directores
van a explotar el lado ambiguo, a la vez sensual y aristocrático del
intérprete. Su valiente decisión de protagonizar “Víctima” en 1961, un policiaco de Basil Dearden que aborda y
critica, de forma pionera pero no demasiado osada, las leyes contra la
homosexualidad vigentes entonces en Gran
Bretaña, supone un desafío del actor a la industria y un golpe autoconsciente a
su imagen de galán romántico. Bogarde se convierte en un gran actor dramático y
expone en la pantalla la ambigüedad sexual que ya se atisbaba en algunos de sus
papeles anteriores. En “El sirviente” se
esconde una historia de seducción homosexual nunca explicitada que Bogarde
llena de sadismo, refinamiento y sentido del humor. Su papel de criado está
confeccionado con una atractiva mezcla de porte aristocrático, gesto irónico,
toques de mundanidad y malévola sensualidad. Es un nuevo tipo de antihéroe,
insólito en el cine inglés aunque no en su tradición cultural. Hay algo de
dandy, algo de galán que se niega a serlo, algo de falso aristócrata, de
rebelde iconoclasta y algo de la masculinidad en crisis que encontramos ya en
el teatro de Ratigan o en las películas del entonces emergente “free cinema” (“Un sabor a miel”, “El ingenuo salvaje”)
Una de las grandes bazas de “El sirviente” y que, sin duda, debemos
más a la trayectoria de Pinter que a la de Losey es el humor. Un humor, que en
la mejor tradición del dramaturgo, lejos de aligerar la angustia dramática del
momento se limita a enfatizar sus aspectos más sórdidos y su dimensión
paradójica. Un humor que se convierte en terror o ironía ante la inminencia de
la catástrofe. Pinter evoca pasajes de Beckett en “Esperando a Godot” o pasajes del teatro francés mezclado con el
teatro algo más clásico de R. Maugham o
Albee, en la incertidumbre existencial, la incomunicación y la espera de algo inmaterial que impide
vivir en paz.
El
sirviente y la sociedad británica de los sesenta.
Los años cincuenta y principios de
los sesenta son los años de la subida a los escenarios de la juventud rebelde y
contestataria, descontenta con la vieja Inglaterra y sus valores más queridos;
son los años de su expresión literaria y cinematográfica. El estreno en 1956 de “Look
back in anger” (que conocería una interesante adaptación a cargo de Tony
Richardson) y a la que siguieron obras y películas como “Sábado noche, domingo
mañana” o “El ingenuo salvaje” supuso
un verdadero escupitajo a la tradición
del teatro británico burgués y de buenas maneras: el drama se desplaza del
salón a la cocina; la clase obrera, los jóvenes sin aspiraciones entran en
escena. Aunque el rechazo visceral de los young angry men hacia sus antecesores
fue algo simplista consiguieron dar la voz a una generación distinta, como
ocurría en Francia o Italia y, en menor medida en EEUU. ¿Qué lugar ocupa “El sirviente” en esta nueva corriente que sacude la cultura
británica del momento y que comienza a dar voz al “otro”, el joven, el obrero/a,
la mujer, el homosexual, el inmigrante? “El
sirviente” se separa perceptiblemente de esta tradición como Losey está
lejos de Richardson y el cine realista y Pinter es muy distinto a Osborne y los
“jóvenes airados”. La tradición del teatro del absurdo beckettiano a través de
Pinter y el “cine de calidad” de Losey son notablemente diferentes a las
corrientes sociales del “free cinema” y la literatura en la que se inspira. No obstante, se filtran
algunos elementos de esta nueva realidad por las rendijas del asfixiante drama
que se desarrolla en la película. Ambos, realizador y escritor, no pueden ser ajenos a una realidad
cambiante, y de hecho nunca lo son. El conflicto de clase en una sociedad en
crisis, la conciencia del pasado colonial y las ínfulas imperiales que hereda
Tony, la crisis del propio modelo de Inglaterra burguesa que, separada de sus
principales colonias, se repliega en un autarquismo provinciano y el
cuestionamiento de los valores morales tradicionales, son un imprescindible
telón de fondo sobre el que se desenvuelve el conflicto psicológico, moral e
ideológico del relato. Tony es un claro exponente de los residuos de mentalidad
colonial, arrogante y aristocrática de
la clase media alta y pudiente en Gran Bretaña, cuyos valores y esquemas ya
están siendo cuestionados por diferentes sectores. Barret es un astuto
arribista, un working class de nueva
estirpe que adopta los códigos y la
mentalidad arribista de una clase media materialista y sin demasiados escrúpulos
a la hora de conseguir su”lugar en el sol”
fingiendo ser lo que no es.
Si en los personajes de Pinter
existe la nostalgia del pasado inquebrantable, de esos valores de la antigua
Inglaterra, para los personajes de Losey tales valores del pasado son solo una
losa mortífera. Ambos hacen una crítica mordaz de las instituciones heredadas
de la Inglaterra imperial. Como dicen Álvaro del Amo y Manuel Pérez Estremera
sobre la temática pinteriana “El
esplendor de la familia burguesa y aristocrática, basada en el poder colonial y
en el puritanismo que se desprendía del culto a pequeñas y mediocres virtudes,
toma en la actualidad, al ser evocado por los personajes, un aspecto de
mitificación, de tranquilidad perdida, de felicidad irrecuperable”.[2]
Siguiendo al filósofo francés Michel
Foucault, cuyas teorías sobre el poder, el contrapoder, las sexualidades y el surgimiento de la
sociedad moderna han resistido al declive del estructuralismo, podemos concluir
que las relaciones de poder no son relaciones unidireccionales: el poder no se
sufre o se ejerce sino que circula y modela tanto las mentalidades como los
cuerpos de los sometidos y los sometedores. Por ello resulta simplista reducir “El sirviente” a un intercambio de
papeles en el juego social y económico del poder. El servilismo de Barret es
una estrategia de poder ya que no sólo se acomoda a la voluntad de Tony sino
que la modela y reconduce. El buen gusto del papel pintado con el que recubre
las paredes, trasformando el aspecto original de la mansión dejada a su suerte ,
su forma de disponer los objetos, su control del espacio y su intrusión
progresiva en la privacidad de Tony son algo más que estrategias de
resistencia, son formas de ejercer un contrapoder, un contrapoder que produce,
reformula y modela la voluntad de su amo. Barret trae la vida al acartonado
universo aristocrático de Tony pero también la destrucción, el caos y la falta
de escrúpulos. El poder, asimismo, aparece claramente erotizado, atravesado por
el deseo y la posesión-vampirización del
otro. Particularmente cuando se trata de un modelo de relación, amo y sirviente,
ambos masculinos, que -a pesar de su tradición en la cultura británica- ya ha
entrado en crisis y y sorprende a la actual novia de Ton. La entrega espiritual
del criado a su amo, un esquema heredado del pasado y reflejado en la
literatura anglosajona desde Dickens hasta Ishiguro, empieza a ser un
anacronismo y sus marcas sexuales se hacen visibles bajo la mirada nada
inocente de Losey, como en el diálogo que mantienen sobre el ejercito, la
camaradería, las intimidad entre varones. El director se vale, además, de la
escisión característica de la dramaturgia pinteriana, entre lo que los
personajes dicen y lo que los personajes hacen para subrayar, a través de
silencios, diálogos ambivalentes y pequeños desplazamientos de la cámara y los
personajes en el encuadre, cómo la
entrega y la sumisión de Barret esconden, ya desde ese primer encuentro en el
que observa con fría crueldad a su
futuro amo adormilado cándidamente en su silla, complejas estrategias de poder.
Tengo
que amarte sola
El
juego de atracciones, infidelidades y desencuentros que se desarrolla en el
interior de la mansión de “El sirviente”
es mucho mas complejo incluso de lo que nos
parece a simple vista. Como las imágenes fragmentarias que se reflejan en los
numerosos espejos del filme, nunca estamos seguros de haber comprendido todas
las implicaciones. En una sola visión es
difícil hacerse cargo de los sombríos pliegues afectivos, eróticos y sexuales
en los que se mueven los personajes. La relación más importante, y al mismo tiempo
la más soterrada, ya que atraviesa todo el relato pero se queda en el filo
mismo de ser enunciada verbalmente, es la de Tony y Barret. La historia de “El sirviente” es la historia de una
seducción, una seducción homosexual pero también una seducción basada en la
dependencia, el poder y la autodestrucción, con claras implicaciones
sadomasoquistas, que cristaliza no sólo en la delirante secuencia final sino en
el escalofriante juego del ratón,
marcado por los contrastes de luces y sombras, de herencia expresionista. La
fuerza de la relación entre Tony y Barret no reside sólo en el homoerotismo
sublimado o reprimido, siempre a punto de salir a flote, sino en los
significantes sociales y oscuras implicaciones en los que se envuelve. Barret
parece consciente siempre, de un modo maquiavélico y poco compasivo, de la creciente inseguridad de Tony: inseguridad en
su conciencia de clase, en sus deberes de pareja, en sus deberes de amo, y en
sus deberes de ciudadano británico blanco, adulto, acomodado y heterosexual.
Tony no es consciente de estar absolutamente seducido por la tentación del
otro, de esa “otherness” que reclama su propia voz en la sociedad inglesa del
momento. Hay Al principio una resistencia en Tony a la seducción de Barret. La
feminización del personaje del sirviente que llega a lavarle los pies en una
palangana “para que no coja frío” le
hacen proferir algún comentario irónico
“es demasiado delgado para hacer de niñera, Barret”. Pero es precisamente
la inconsciencia de Tony sobre sus verdaderos deseos y su endeble carácter lo
que hará posible la inversión final de los papeles de amo y criado, una
vampirización donde se mezcla la posesión de la voluntad, el alcohol y la
invasión del espacio, así como la inversión de los roles.
El principal obstáculo para la seducción será, en definitiva, Susan, la
prometida de Tony, que desde el principio desconfía de la mezcla de servilismo
y tendencia a la manipulación de Barret. Susan es presentada como una chica de
clase media alta que trata de rescatar a Tony de su crisis vital -determinada
por su herencia de clase-, su falta de iniciativa y su homosexualidad
sublimada. Susan que, sin resultar
simpática al espectador se erige en el punto de vista objetivo de lo que está
sucediendo en el interior de la casa, se
muestra altanera y displicente con
Barret, pero éste logra separarla de
Tony introduciendo, primero, a una chica que seduzca al amo y luego
disponiéndose a seducirla él mismo, invitándola a formar parte de un
destructivo triángulo. La actitud lúcida de Susan, intermediaria entre el
espectador y el conflicto Tony/Barret, aunque con maneras desagradables, es una
de las grandes bazas de Losey para dotar de solidez y credibilidad al oscuro y
barroco drama pasional que se desarrolla en el filme. Es ella la que apunta al
carácter anacrónico de tener un criado masculino subrayando cómo la dedicación
a la servidumbre está ya en ese momento reservada casi exclusivamente a las
mujeres. Susan comienza a ver a Barret como un rival y éste actúa en
consecuencia enturbiando una relación que ya, desde el principio, se nos revela
extremadamente frágil. La pérdida de Susan (cuyo aspecto contrasta con el de
Vera, la novia de Barret encarnada por una sensual Sarah Miles conquistando a
Tony) será la pérdida del último contacto
del amo con la realidad, su realidad, y supondrá su camino de retorno a Barret
y la rendición a las intenciones de éste. Secuencias que retrotraen al
igualmente cuidado pero formalmente más plano y envarado terreno de “Victim” de Dearden donde Farrell (Dick
Bogarde) confiesa entre sombras nocturnas y espejos varios a su esposa su
“deseo por un muchacho”:
En la parte final se encuentra la citada secuencia (cortada en el montaje original y
posteriormente reinsertada por el propio Losey) en la que el componente
homosexual de la atracción/repulsión entre Tony y Barret está a punto de salir
a flote, aquella en la que hablan de sus
experiencias en la escuela masculina y el ejército.. El homoerotismo sublimado
de la camaradería masculina se explicita en unos recuerdos, teñidos de
nostalgia, en los que Tony reconoce un aspecto de su sexualidad que ha quedado
relegado en el baúl de las locuras juveniles y que surge cuando las barreras
sociales entre él y su criado se diluyen para dejar paso al lúdico equilibrio,
al intercambio de roles, a la equiparación en el absurdo. A este respecto
resultan impactantes las secuencias a la vez divertidas y terroríficas,
marcadas por los encuadres en desequilibrio y la iluminación expresionista, del
violento juego de pelota en la escalera y del juego del escondite en el que
Barret caza literalmente a Tony detrás de una cortina. Igualmente admirable
resulta el uso -a la vez realista e hiperrealista- del sonido y los silencios,
que marca con maestría la transición
entre la comedia irónica y el horror, lo
siniestro.
Apuntes sobre el estilo
El
argumento de un melodrama psicológico, la perspectiva irónica de una comedia de
situaciones, la fotografía contrastada y la enrarecida atmósfera de un
thriller, la cuidadosa puesta en escena, característica del mejor cine inglés
del momento, y un apenas soterrado gusto por el simbolismo y la alegoría social
hacen de “El sirviente” un filme de
estilo peculiar, cuyas únicas conexiones reales se encuentran dentro de la
propia obra de Losey.
Si la transición de Losey del
Hollywood de los cuarenta y cincuenta a la cinematografía inglesa de los
sesenta se hizo bajo los parámetros del cine de género (negro), a partir de “El sirviente” las implicaciones sociales
y la ambigüedad moral se hacen aún más intensas y, sobre todo, se hacen
profundamente británicas con una reflexión mordaz sobre la hipocresía moral, el
desmoronamiento de la conciencia imperial y la sociedad de castas, esa que denunciaron los “jóvenes airados”, de los que el
dramaturgo Harold Pinter sería un sucesor situado en un plano de abstracción y
claustrofobia, sin rehuir un tímido humanismo y un mordaz sentido del humor.
Losey es ya todo un autor. Filmes como “El
criminal” o “Eva” lo atestiguan. El
ritmo se hace más reposado, los movimientos de cámara son elegantes y dotados
de densas implicaciones, la dimensión psicológica se amplia, los aspectos
teatrales (con autores como Pinter o Stoppard de colaboradores) se acentúan y
su estilo se consolida y se redefine
tras unos comienzos titubeantes con títulos como “El tigre dormido” o “La
clave del enigma” insertos dentro de las coordenadas del cine negro sin
demasiadas pretensiones y logros desiguales.
No cabe duda de que “El sirviente”
tiene interesantes precedentes aunque siempre con mayor simplicidad y menor
fuerza expresiva dentro de la propia obra de Losey, a lo que no es ajena la
colaboración de guionistas dotados pero con menos experiencia literaria. Es el
caso del policiaco psicológico y triangular “El
tigre dormido” donde un profesor universitario interesado en la
rehabilitación de delincuentes acoge a un joven criminal en su casa y éste
acaba seduciendo a su esposa. La presencia de un joven Dick Bogarde en “El tigre dormido” acentúa las
similitudes. Pero el didactismo social, el suspense muy definido y los
balbuceos narrativos de “El tigre…” son apenas esbozos de la
refinada ambigüedad y las oscuras implicaciones de “El sirviente” donde el joven impetuoso y con tendencias criminales se ha convertido
en un ominoso y cínico manipulador y
donde el profesor humanista y reformador es ahora un decadente y desorientado
miembro de la clase media alta británica, incapaz de reformar por sí mismo
siquiera la decoración de la pared de su mansión. La idea del triangulo amoroso
tal vez fue una de las razones que llevó a Losey a creer que Pinter podía ser
un guionista ideal aunque la colaboración fue bastante tormentosa.
Si las primeras películas de Losey
son características del intelectual de izquierdas, en la tradición del cine
social de los treinta (debutando con la deliciosa fábula sobre el derecho a la
diferencia “El muchacho de los cabellos
verdes”, deambulando con mayor y menor fortuna por la serie B y el cine de
género, con algunos brillantes logros formales como “El criminal” ) a partir de “Eva”
pero , sobre todo, “El sirviente” su
cine se intelectualiza notablemente, se hace más elíptico que demostrativo, más
ambiguo y abierto que de tesis, aunque
el director se resista a asumir algunos de los análisis más imbricados de su
obra, así como a una mezcla de drama y simbolismo, deshumanización y humor
negro más característicos de Pinter.
“El sirviente” se abre con
una amplia panorámica de trescientos sesenta grados, nada sorprendente en una
película en la que los largos y suntuosos movimientos de cámara van a
contrastar con la asfixiante claustrofobia del decorado, casi único, de la casa
donde se desarrolla la mayor parte de la acción. Una casa que parece
transformarse, y en ocasiones lo hace, a medida que evolucionan los personajes
y muestran su verdadero rostro. El uso de los espejos, los encuadres y
reencuadres, en penumbra y las elipsis espacio-temporales y la música melódica
y de jazz romántico pueden parecer en ocasiones un ejercicio de estilo
afectado, marcado por el barroquismo y un denso querer decir característico del cine intelectual de los sesenta.
Pero es precisamente su belleza y complejidad formal lo que pone de relieve las
muchas aristas, las zonas nunca aclarada ni fácilmente interpretable de lo que
vemos en la pantalla. Losey se impone así, por primera vez, como todo un autor
frente a un drama reescrito[3]
por un dramaturgo de talento, e inicia, en las imágenes del filme, un pulso
sumamente enriquecedor con la escritura. El director parece haber comprendido
con Pinter, que las imágenes para complementarse con el texto y no ser una mera
ilustración del drama, deben pelearse con sus postulados mismos, truncar su
enunciación, subrayar y desenmascarar su ambivalencia, como la ambivalencia de
unos personajes hacia otros.
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