jueves, 5 de octubre de 2017

CATALUÑA Y ESPAÑA. HISTORIA DE UN DESASTRE ANUNCIADO.














Por Juan Argelina





Estoy abochornado e indignado, aunque no sorprendido, por los acontecimientos vividos en Cataluña el 1-O. Las imágenes de las cargas policiales golpeando a ciudadanos indefensos frente a los colegios electorales, destrozando sus puertas y ventanas, y lle9vándose las urnas como si de trofeos se trataran, me han retrotraído a tiempos tan pasados, que casi creía olvidados. Lo que se percibía como un movimiento independentista se ha convertido en una revuelta generalizada contra el gobierno del PP, algo que no va sólo de conseguir un mayor autogobierno, sino de protestar y contestar a unas políticas corruptas y deslegitimadoras del Estado en su conjunto. Porque no se trata de cuatro jóvenes tirando papeleras contra escaparates o incendiando vehículos en la calle, sino de una gran parte de la clase media catalana, tradicionalmente pacífica, enfrentándose a las fuerzas del "orden". Cosa inédita en la historia reciente de este país. Puede culpabilizarse al gobierno de la Generalitat y sus socios independentistas de marcar el paso de la conciencia nacional hacia este punto, al igual que señalar al partido sucesor de CiU (PDCAT) como igualmente corrupto e impresentable por su historia de chalaneos tanto con el PP como con el PSOE a lo largo de estos cuarenta últimos años, siendo fácil asumir que su deriva ultranacionalista no era otra cosa que una forma de disfrazar sus delitos, pero más allá de esto, el malestar ciudadano, ya expresado de diferentes formas tras el 15-M de 2011, iba siendo cada vez más encorsetado por la ingeniería política del Congreso, y la desilusión por las expectativas de cambio, ha hecho aumentar un sentimiento de frustración en grandes capas de la población, al no percibir posibilidad alguna de esa transformación necesaria.

 

 Un Estado anclado en el continuismo y la parálisis institucional, volcado en la judicialización de su labor, comprobadas ya las ilegalidades de gran parte de sus decisiones (tanto en su política económica - amnistía fiscal -, como interior - nombramiento de fiscales reprobados de dudosa imparcialidad, financiación con dinero negro de campañas electorales, elaboración de informes falsos contra adversarios políticos, ...), y sobre todo incapaz de resolver las reformas pendientes de un Estado plurinacional y de una Constitución con la fecha de caducidad ya pasada, no puede sino perder la autoridad moral que le permitiera presentarse ante sus ciudadanos como capaz de solucionar sus problemas. Y ante esta incapacidad sólo queda la fuerza. Siempre ha sido así. La Historia está repleta de este tipo de casos: El nacionalismo es el antídoto frente a los problemas reales de un país. Echar mano a las tripas de la gente enconando viejas rivalidades tanto identitarias como territoriales, ha sido una constante en el juego del olvido de la realidad, o bien señalar enemigos de la patria, que sirvan como chivos expiatorios de los males existentes. Tanto el españolismo como el catalanismo se sirven de argumentos similares en este caso.

 

La fractura ya está en marcha, y sus consecuencias van a ser calamitosas para todos. Como lo fueron tiempo atrás. Hagamos un repaso: el discurso histórico nacional español parte de los mitos de la Reconquista y de los Reyes Católicos. Ambos marcan la unión de la nación española con la religión católica (unidos frente al "peligro islámico"), y fundamentan la monarquía no sólo como base de esa unión, sino que la retrotrae a sus orígenes asturianos y castellanos, frente a los catalano-aragoneses, que en principio habrían tenido un papel de igualdad en toda ese proceso. La reacción catalana frente a su dependencia política de Castilla tuvo su primer encontronazo con la polémica Unión de Armas del Conde-duque de Olivares, que ya preveía la implantación de las leyes castellanas en el reino de Aragón en 1640. La cosa se solucionó con la toma de Barcelona, aunque no se pudo evitar la independencia portuguesa (quizás por eso la historia de Portugal siempre se ha ignorado por aquí). El problema siguió tras la Guerra de Sucesión, cuando las tropas del Borbón Felipe de Anjou volvieron a conquistar Barcelona en 1714, y se implantó el Decreto de Nueva Planta, por el que el autogobierno catalán quedaba disuelto.

 

 Ya en el siglo XIX, Cataluña fue uno de los escenarios de las dos primeras guerras carlistas, y tanto Espartero, regente de Isabel II, como el general Prim, bombardearon Barcelona en 1842 y 1843 respectivamente. El desarrollo industrial de la ciudad había creado el terreno abonado para insurrecciones obreras y republicanas, y el gobierno central (por entonces liberal) pensaba que había que recordar a los catalanes su dependencia del centralismo estatal de vez en cuando ("hay que bombardear Barcelona cada 50 años para mantenerles a raya", en palabras de Espartero). Un centralismo marcado por la corrupción política de una clase dirigente centrada en la especulación y la represión, que acabó estallando en el llamado "Sexenio Democrático" (1868-1874), con la primera experiencia federal de la Historia de España durante los escasos once meses que duró la Primera República (1873). Aquí es inevitable entender que el tremendo contraste entre el progreso económico de Cataluña y el de gran parte del resto peninsular, provocó igualmente un desarrollo cultural y una toma de conciencia política de su singularidad, que chocaba con el atraso a todos los niveles de un conjunto de España totalmente dominada por capitales extranjeros. Mientras historiadores como Menéndez Pelayo construían las bases del nuevo modelo nacionalista español, y el sistema turnista de Cánovas del Castillo se mantenía a base de continuos fraudes electorales, el concepto de España como país sufría su segundo gran embate tras la pérdida de las colonias latinoamericanas de inicios del XIX: la incapacidad del gobierno para comprender la nueva situación de Cuba y solucionar las necesidades de los cubanos dio como resultado uno de los mayores desastres de nuestra historia contemporánea, la guerra contra Estados Unidos de 1898. Desde entonces la crisis de identidad de este país ha sido una constante. Ningún gobierno fue capaz de ver que los restos del viejo discurso imperial de la Reconquista y los Reyes Católicos ya no servía. Que la fractura social entre los diferentes modelos de desarrollo de los territorios peninsulares era un hecho, y que la contumacia en la pervivencia del centralismo solo iba a conducir a más desastres.

 

 Lejos de aprender la lección, los gobiernos buscaron un nuevo juguete en la aventura colonial de Marruecos, cuya resistencia ocasionó miles de muertos. Fue precisamente el pueblo de Barcelona el que reaccionó frente a este desatino y se plantó en el puerto para detener a las tropas que embarcaban hacia allí. La Semana Trágica de 1909 se recordará siempre como una de las represiones más brutales frente a un pueblo que clamaba por cambios radicales en unas instituciones marcadas por la ineptitud y la incapacidad de escuchar a sus ciudadanos. Una ola de protestas en toda Europa cayó sobre el gobierno de Maura por la ejecución del profesor Ferrer y Guardia, fundador de la Escuela Moderna, acusado de instigar la rebelión. Pero al final, el sistema turnista acabó cayendo, podrido ya, tras los efectos de la brutal crisis ocasionada por el final de la Primera Guerra Mundial, y abrió la puerta a la dictadura de Primo de Rivera, que llegó a prohibir el uso del catalán («De los males patrios que más demandan urgente y severo remedio, destacan el sentimiento, propaganda y actuación separatistas que vienen haciéndose por odiosas minorías, que no por serlo quitan gravedad al daño, y que precisamente por serlo ofenden el sentimiento de la mayoría de los españoles, especialmente el de los que viven en las regiones donde tan grave mal se ha manifestado»). La Segunda República volvió a retomar en parte el legado de la Primera en el tema territorial, al iniciar los procesos autonómicos del País Vasco y Cataluña, pero sus medidas fueron boicoteadas por una derecha claramente pro-fascista que acabó por encarcelar al gobierno de la Generalitat, cuando su presidente Lluis Companys proclamó la independencia en el marco de la revolución de 1934.

 

 La historia posterior es sobradamente conocida. La represión franquista mantuvo en paréntesis todos los problemas del país hasta la Transición, cuando los Estatutos de Autonomía parecieron alejar las pretensiones independentistas, construyendo una estructura territorial descentralizada. Pero, pese al desarrollo económico creado, sobre todo tras la entrada en la UE, no se han solucionado los contrastes regionales, la corrupción política ha estado a la orden del día casi desde el inicio del período, y nunca se hizo una revisión crítica de la dictadura franquista, a la que se quiso dar rápido carpetazo, dejando en sus puestos a gran parte de sus altos funcionarios, sobre todo en la justicia. Y así hemos llegado hasta aquí, en un momento igualmente crítico, en el que la crisis económica de 2008 ha reabierto las viejas heridas que ya parecían cerradas. Como dije, un Estado incapaz de dar una solución satisfactoria a las necesidades de sus ciudadanos, sólo puede escudarse en el autoritarismo para justificar su permanencia.

 

 Los sucesos vividos el 1 de octubre en Cataluña van mucho más allá de una reivindicación soberanista. Es la constatación del fracaso de una idea nacional española caduca, y que no renacerá por mucha banderita que se cuelgue en los balcones de la España profunda. Como dice el historiador Julián Casanova: "Un Estado fuerte necesita legitimarse ante la sociedad. Eso empezó a cambiar en la Transición y en la democracia. La gente percibió una Administración más eficaz. Las Fuerzas Armadas pasaron de ser percibidas como represivas a lograr un considerable respeto por parte de la ciudadanía. Lo mismo la Policía y la Guardia Civil. El Estado se legitimó, se hizo más fuerte. A partir del 2008 esa legitimidad pierde fuerza en España y en otros países. En España se debe a tres razones fundamentales. La primera es la corrupción, que nos ha devuelto a tiempos en los que la política estaba hecha de corrupción, sobornos, familias y amigos. Reaparece con fuerza algo que parecía propio de la Restauración y del franquismo. En Cataluña funciona el discurso contra la corrupción, pese a que tiene una parte importante. El segundo punto es político: la descomposición y la pérdida de fuerza de la legitimidad del Estado. El Parlamento deja de ser un foro de discusión decisivo donde los diputados de los diferentes partidos manifiestan sus posiciones. El Parlamento se convierte en un foco de los poderes políticos y no en una transmisión de la democracia. Sin eso era difícil que el fenómeno Podemos, el de los movimientos sociales desde abajo, hubiera aparecido. En tercer lugar, el Estado no tuvo desde el principio capacidad de negociación en este proceso. Ahí perdió parte de su legitimidad. El hecho de que no haya habido un Estado negociador, sobre todo desde 2010 y el recurso de inconstitucionalidad del Estatuto catalán son elementos fundamentales. ¿Es un problema universal? Posiblemente, pero en España la dimensión es gigante".

 

 ¿Y ahora? ¿Qué va a pasar a partir de aquí? Por el momento se produce una deslegitimación del resultado del referéndum, asumiendo que no ha sido tal, sino una simple movilización ciudadana, como si desvirtuando lo ocurrido, el problema siguiera quedando en manos de la justicia, que resolvería la situación encausando a los responsables de la Generalitat. Pero la cuestión no es tan simple. Esto va a formar parte de un problema europeo, y no solo español. Estamos ante un proceso de reestructuración de la UE, con una crisis aún no finalizada, y unos conflictos sociales en marcha que ningún país parece afrontar positivamente. La parálisis institucional agudizará aún más el problema, puesto que los actores políticos no son capaces de plantear alternativas. Por último está algo que apunté al principio, la irracionalidad del pensamiento popular, que, echado en manos de los nacionalismos, no puede formularse otras salidas que las del enfrentamiento. Ya podemos verlo en la calle. No puedes abordar este tema sin que te llamen traidor, fascista, reaccionario o antipatriota. Si el concepto de "anti España" de Aznar nos parecía estúpido, ahora recobra aires militaristas, con gritos de "a por ellos, a por ellos", lanzados por descerebrados mientras despiden a policías y guardias civiles, como si fueran las tropas enviadas a combatir a los rebeldes sublevados de las colonias, o con jóvenes cantando el "Cara al Sol" durante manifestaciones por la unidad de España. Decía Almudena Grandes que hemos creado una generación de analfabetos políticos, incapaces de aprender nada del pasado. Esta es nuestra desgracia presente. No saber ni dónde estamos ni cómo hemos llegado hasta aquí, ni, por supuesto, qué futuro nos espera.

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