Por Juan Argelina
Estoy abochornado e indignado, aunque
no sorprendido, por los acontecimientos vividos en Cataluña el 1-O. Las
imágenes de las cargas policiales golpeando a ciudadanos indefensos frente a
los colegios electorales, destrozando sus puertas y ventanas, y lle9vándose las
urnas como si de trofeos se trataran, me han retrotraído a tiempos tan pasados,
que casi creía olvidados. Lo que se percibía como un movimiento independentista
se ha convertido en una revuelta generalizada contra el gobierno del PP, algo
que no va sólo de conseguir un mayor autogobierno, sino de protestar y
contestar a unas políticas corruptas y deslegitimadoras del Estado en su
conjunto. Porque no se trata de cuatro jóvenes tirando papeleras contra escaparates
o incendiando vehículos en la calle, sino de una gran parte de la clase media
catalana, tradicionalmente pacífica, enfrentándose a las fuerzas del
"orden". Cosa inédita en la historia reciente de este país. Puede
culpabilizarse al gobierno de la Generalitat y sus socios independentistas de
marcar el paso de la conciencia nacional hacia este punto, al igual que señalar
al partido sucesor de CiU (PDCAT) como igualmente corrupto e impresentable por
su historia de chalaneos tanto con el PP como con el PSOE a lo largo de estos
cuarenta últimos años, siendo fácil asumir que su deriva ultranacionalista no
era otra cosa que una forma de disfrazar sus delitos, pero más allá de esto, el
malestar ciudadano, ya expresado de diferentes formas tras el 15-M de 2011, iba
siendo cada vez más encorsetado por la ingeniería política del Congreso, y la
desilusión por las expectativas de cambio, ha hecho aumentar un sentimiento de
frustración en grandes capas de la población, al no percibir posibilidad alguna
de esa transformación necesaria.
Un Estado anclado en el continuismo y la
parálisis institucional, volcado en la judicialización de su labor, comprobadas
ya las ilegalidades de gran parte de sus decisiones (tanto en su política
económica - amnistía fiscal -, como interior - nombramiento de fiscales
reprobados de dudosa imparcialidad, financiación con dinero negro de campañas
electorales, elaboración de informes falsos contra adversarios políticos, ...),
y sobre todo incapaz de resolver las reformas pendientes de un Estado
plurinacional y de una Constitución con la fecha de caducidad ya pasada, no
puede sino perder la autoridad moral que le permitiera presentarse ante sus
ciudadanos como capaz de solucionar sus problemas. Y ante esta incapacidad sólo
queda la fuerza. Siempre ha sido así. La Historia está repleta de este tipo de
casos: El nacionalismo es el antídoto frente a los problemas reales de un país.
Echar mano a las tripas de la gente enconando viejas rivalidades tanto
identitarias como territoriales, ha sido una constante en el juego del olvido
de la realidad, o bien señalar enemigos de la patria, que sirvan como chivos
expiatorios de los males existentes. Tanto el españolismo como el catalanismo
se sirven de argumentos similares en este caso.
La fractura ya está en marcha, y sus
consecuencias van a ser calamitosas para todos. Como lo fueron tiempo atrás.
Hagamos un repaso: el discurso histórico nacional español parte de los mitos de
la Reconquista y de los Reyes Católicos. Ambos marcan la unión de la nación española
con la religión católica (unidos frente al "peligro islámico"), y
fundamentan la monarquía no sólo como base de esa unión, sino que la retrotrae
a sus orígenes asturianos y castellanos, frente a los catalano-aragoneses, que
en principio habrían tenido un papel de igualdad en toda ese proceso. La
reacción catalana frente a su dependencia política de Castilla tuvo su primer
encontronazo con la polémica Unión de Armas del Conde-duque de Olivares, que ya
preveía la implantación de las leyes castellanas en el reino de Aragón en 1640.
La cosa se solucionó con la toma de Barcelona, aunque no se pudo evitar la
independencia portuguesa (quizás por eso la historia de Portugal siempre se ha
ignorado por aquí). El problema siguió tras la Guerra de Sucesión, cuando las
tropas del Borbón Felipe de Anjou volvieron a conquistar Barcelona en 1714, y
se implantó el Decreto de Nueva Planta, por el que el autogobierno catalán
quedaba disuelto.
Ya en el siglo XIX, Cataluña fue uno de los
escenarios de las dos primeras guerras carlistas, y tanto Espartero, regente de
Isabel II, como el general Prim, bombardearon Barcelona en 1842 y 1843
respectivamente. El desarrollo industrial de la ciudad había creado el terreno
abonado para insurrecciones obreras y republicanas, y el gobierno central (por
entonces liberal) pensaba que había que recordar a los catalanes su dependencia
del centralismo estatal de vez en cuando ("hay que bombardear Barcelona
cada 50 años para mantenerles a raya", en palabras de Espartero). Un centralismo
marcado por la corrupción política de una clase dirigente centrada en la
especulación y la represión, que acabó estallando en el llamado "Sexenio
Democrático" (1868-1874), con la primera experiencia federal de la
Historia de España durante los escasos once meses que duró la Primera República
(1873). Aquí es inevitable entender que el tremendo contraste entre el progreso
económico de Cataluña y el de gran parte del resto peninsular, provocó
igualmente un desarrollo cultural y una toma de conciencia política de su
singularidad, que chocaba con el atraso a todos los niveles de un conjunto de
España totalmente dominada por capitales extranjeros. Mientras historiadores
como Menéndez Pelayo construían las bases del nuevo modelo nacionalista
español, y el sistema turnista de Cánovas del Castillo se mantenía a base de
continuos fraudes electorales, el concepto de España como país sufría su
segundo gran embate tras la pérdida de las colonias latinoamericanas de inicios
del XIX: la incapacidad del gobierno para comprender la nueva situación de Cuba
y solucionar las necesidades de los cubanos dio como resultado uno de los
mayores desastres de nuestra historia contemporánea, la guerra contra Estados
Unidos de 1898. Desde entonces la crisis de identidad de este país ha sido una
constante. Ningún gobierno fue capaz de ver que los restos del viejo discurso
imperial de la Reconquista y los Reyes Católicos ya no servía. Que la fractura
social entre los diferentes modelos de desarrollo de los territorios
peninsulares era un hecho, y que la contumacia en la pervivencia del
centralismo solo iba a conducir a más desastres.
Lejos de aprender la lección, los gobiernos
buscaron un nuevo juguete en la aventura colonial de Marruecos, cuya
resistencia ocasionó miles de muertos. Fue precisamente el pueblo de Barcelona
el que reaccionó frente a este desatino y se plantó en el puerto para detener a
las tropas que embarcaban hacia allí. La Semana Trágica de 1909 se recordará
siempre como una de las represiones más brutales frente a un pueblo que clamaba
por cambios radicales en unas instituciones marcadas por la ineptitud y la
incapacidad de escuchar a sus ciudadanos. Una ola de protestas en toda Europa
cayó sobre el gobierno de Maura por la ejecución del profesor Ferrer y Guardia,
fundador de la Escuela Moderna, acusado de instigar la rebelión. Pero al final,
el sistema turnista acabó cayendo, podrido ya, tras los efectos de la brutal
crisis ocasionada por el final de la Primera Guerra Mundial, y abrió la puerta
a la dictadura de Primo de Rivera, que llegó a prohibir el uso del catalán («De
los males patrios que más demandan urgente y severo remedio, destacan el
sentimiento, propaganda y actuación separatistas que vienen haciéndose por
odiosas minorías, que no por serlo quitan gravedad al daño, y que precisamente
por serlo ofenden el sentimiento de la mayoría de los españoles, especialmente
el de los que viven en las regiones donde tan grave mal se ha manifestado»). La
Segunda República volvió a retomar en parte el legado de la Primera en el tema territorial,
al iniciar los procesos autonómicos del País Vasco y Cataluña, pero sus medidas
fueron boicoteadas por una derecha claramente pro-fascista que acabó por
encarcelar al gobierno de la Generalitat, cuando su presidente Lluis Companys
proclamó la independencia en el marco de la revolución de 1934.
La historia posterior es sobradamente
conocida. La represión franquista mantuvo en paréntesis todos los problemas del
país hasta la Transición, cuando los Estatutos de Autonomía parecieron alejar
las pretensiones independentistas, construyendo una estructura territorial
descentralizada. Pero, pese al desarrollo económico creado, sobre todo tras la
entrada en la UE, no se han solucionado los contrastes regionales, la
corrupción política ha estado a la orden del día casi desde el inicio del
período, y nunca se hizo una revisión crítica de la dictadura franquista, a la
que se quiso dar rápido carpetazo, dejando en sus puestos a gran parte de sus
altos funcionarios, sobre todo en la justicia. Y así hemos llegado hasta aquí,
en un momento igualmente crítico, en el que la crisis económica de 2008 ha
reabierto las viejas heridas que ya parecían cerradas. Como dije, un Estado
incapaz de dar una solución satisfactoria a las necesidades de sus ciudadanos,
sólo puede escudarse en el autoritarismo para justificar su permanencia.
Los sucesos vividos el 1 de octubre en
Cataluña van mucho más allá de una reivindicación soberanista. Es la
constatación del fracaso de una idea nacional española caduca, y que no
renacerá por mucha banderita que se cuelgue en los balcones de la España
profunda. Como dice el historiador Julián Casanova: "Un Estado fuerte
necesita legitimarse ante la sociedad. Eso empezó a cambiar en la Transición y
en la democracia. La gente percibió una Administración más eficaz. Las Fuerzas
Armadas pasaron de ser percibidas como represivas a lograr un considerable
respeto por parte de la ciudadanía. Lo mismo la Policía y la Guardia Civil. El
Estado se legitimó, se hizo más fuerte. A partir del 2008 esa legitimidad
pierde fuerza en España y en otros países. En España se debe a tres razones
fundamentales. La primera es la corrupción, que nos ha devuelto a tiempos en
los que la política estaba hecha de corrupción, sobornos, familias y amigos.
Reaparece con fuerza algo que parecía propio de la Restauración y del
franquismo. En Cataluña funciona el discurso contra la corrupción, pese a que
tiene una parte importante. El segundo punto es político: la descomposición y
la pérdida de fuerza de la legitimidad del Estado. El Parlamento deja de ser un
foro de discusión decisivo donde los diputados de los diferentes partidos
manifiestan sus posiciones. El Parlamento se convierte en un foco de los
poderes políticos y no en una transmisión de la democracia. Sin eso era difícil
que el fenómeno Podemos, el de los movimientos sociales desde abajo, hubiera
aparecido. En tercer lugar, el Estado no tuvo desde el principio capacidad de
negociación en este proceso. Ahí perdió parte de su legitimidad. El hecho de
que no haya habido un Estado negociador, sobre todo desde 2010 y el recurso de
inconstitucionalidad del Estatuto catalán son elementos fundamentales. ¿Es un
problema universal? Posiblemente, pero en España la dimensión es gigante".
¿Y ahora? ¿Qué va a pasar a partir de aquí? Por
el momento se produce una deslegitimación del resultado del referéndum,
asumiendo que no ha sido tal, sino una simple movilización ciudadana, como si
desvirtuando lo ocurrido, el problema siguiera quedando en manos de la
justicia, que resolvería la situación encausando a los responsables de la
Generalitat. Pero la cuestión no es tan simple. Esto va a formar parte de un
problema europeo, y no solo español. Estamos ante un proceso de
reestructuración de la UE, con una crisis aún no finalizada, y unos conflictos
sociales en marcha que ningún país parece afrontar positivamente. La parálisis
institucional agudizará aún más el problema, puesto que los actores políticos
no son capaces de plantear alternativas. Por último está algo que apunté al
principio, la irracionalidad del pensamiento popular, que, echado en manos de
los nacionalismos, no puede formularse otras salidas que las del
enfrentamiento. Ya podemos verlo en la calle. No puedes abordar este tema sin
que te llamen traidor, fascista, reaccionario o antipatriota. Si el concepto de
"anti España" de Aznar nos parecía estúpido, ahora recobra aires
militaristas, con gritos de "a por
ellos, a por ellos", lanzados por descerebrados mientras despiden a
policías y guardias civiles, como si fueran las tropas enviadas a combatir a
los rebeldes sublevados de las colonias, o con jóvenes cantando el "Cara
al Sol" durante manifestaciones por la unidad de España. Decía Almudena
Grandes que hemos creado una generación de analfabetos políticos, incapaces de
aprender nada del pasado. Esta es nuestra desgracia presente. No saber ni dónde
estamos ni cómo hemos llegado hasta aquí, ni, por supuesto, qué futuro nos
espera.
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