domingo, 15 de octubre de 2017

REVISIÓN HISTÓRICA DE LA FIESTA NACIONAL por Juan Argelina


 

"En 1492 los nativos descubrieron que eran indios. Descubrieron que vivían en América. Descubrieron que estaban desnudos. Descubrieron que existía el pecado. Descubrieron que debían obediencia a un rey y a una reina de otro mundo y a un Dios de otro cielo, y que ese Dios había inventado la culpa y el vestido, y había mandado que fuera quemado vivo quien adorara al sol y a la luna y a la tierra y a la lluvia que la moja". (Eduardo Galeano)


Estas palabras de Galeano representan el sentido del 12 de octubre, y el hecho de que ésta sea la fecha de la fiesta nacional, refleja que aún resuena y permanece el imperialismo que conformó aquella conquista, e impregna con fuerza gran parte del ámbito político español actual. Un hecho demasiado triste. Se la ha calificado como "día de la hispanidad", pero a mí me resulta muy difícil comprender la ausencia de autocrítica en cuanto a los hechos y consecuencias históricas que marcaron una realidad cuya simbología está cargada de militarismo. Hace tiempo que el imaginario colectivo relaciona al ejército con las esencias patrias, no sólo aquí. Es una característica propia de la creación del Estado-nación. El paso del mercenariado del Antiguo Régimen a la participación del ciudadano en la defensa nacional, surgida de las revoluciones burguesas, abrió la puerta a la identificación del pueblo con la "grandeza" de su país al expandirse tanto colonialmente como a costa de sus vecinos. Este imaginario político imperialista marcó la explotación del mundo durante el siglo XIX, y guió a los generales durante la Primera Guerra Mundial, además de articular el discurso histórico de las nuevas potencias. Lo realmente inquietante y casi esperpéntico en el caso español es comprobar la tremenda disonancia entre la pervivencia del viejo modelo imperial y una realidad presente que marca claramente una tendencia hacia la descomposición de ese modelo nacional, a pesar de tanta banderita pública. El "orgullo" de ser español, ha sido el slogan publicitario de esta ocasión, al coincidir con el problema del separatismo catalán. Habría que matizar mucho ese "orgullo", habida cuenta, no sólo de las ingentes cantidades de dinero público "nacional" descubiertas en Suiza (que parece haberse convertido en la verdadera patria de una buena parte de nuestros dirigentes) o en otros paraísos fiscales dispersos por el mundo, sino también de las graves resonancias históricas de los desastres relacionados con la participación de nuestro ejército en las aventuras coloniales de Marruecos (la Legión) y la larga y ruinosa guerra contra los independentistas holandeses durante los siglos XVI y XVII (los Tercios, que estuvieron representados en el desfile conmemorativo). ¿Es esa la tradición nacional con la que el Estado quiere que nos identifiquemos? ¿Debemos sentirnos orgullosos de esas guerras? Yo no.


La revisión histórica es necesaria. Hace ya tiempo que los estudios históricos e historiográficos han abandonado la línea del positivismo, pero parece que éste sigue dominando con fuerza la mentalidad popular. Es evidente que la llegada a América de Colón supuso un giro absolutamente disruptivo con la Historia hasta ese momento, y que cambió el rumbo de los acontecimientos mundiales a partir de ahí. Hay un antes y un después de ese acontecimiento. Pero eso no quiere decir que nos tengamos que sentir precisamente orgullosos de lo que allí se hizo, de cómo se hizo, y de sus  consecuencias. No me sirve el relato de quienes argumentan que "sólo eran salvajes", que "practicaban sacrificios humanos y el canibalismo", o que "nos recibieron agresivamente". Lo único cierto es que hubo un encuentro entre dos culturas y una de ellas destruyó y masacró a la otra, además con el pretexto de una supuesta superioridad moral, que permitió al vencedor cambiar el mundo del vencido a su antojo. ¿Por qué compartir la "gloria" de este hecho? ¿Por qué arrastrarnos a todos con su memoria? Cuando se habla por parte del gobierno español de "adoctrinamiento" como una de las lacras de las autoridades independentistas catalanas en cuanto a la educación, habría que echar un vistazo a cómo se explica en los textos escolares toda esta historia, porque esto también forma parte de la formación del ideario y del imaginario nacionalista español, como lo son también otros mitos de su discurso histórico, como el simbolizado por la Reconquista o los Reyes Católicos. Aún recuerdo las palabras de José María Aznar tras su famosa decisión de formar parte del "Trío de las Azores" y entrar en la guerra de Irak: "Yo nunca he oído a ningún musulmán pedirme a mí disculpas por haber conquistado España y por haber mantenido su presencia en España durante ocho siglos". Estas declaraciones, que entran de lleno en lo más rancio del discurso nacional-católico, continúan la tradición histórica de considerar España como un país eminentemente cristiano, que hundiría sus raíces en ese pequeño núcleo montañés asturiano, que en el siglo VIII ya parecía disponer de la bola de cristal que les guiaría al destino manifiesto de crear la gran nación que nacería ocho siglos después. Esto no sólo dejaría fuera de la idea de España a los musulmanes de Ál-Ándalus (olvidados durante largo tiempo de los estudios históricos), sino también al resto de Estados peninsulares ajenos a Castilla, considerada heredera de la tradición monárquica asturiana e impulsora de la empresa conquistadora y colonizadora americana. De este modo, esa conquista se consideró un "deber" misional, que  justificó la destrucción de todas esas gentes "ajenas a Dios", tal y como lo eran también los musulmanes y los judíos previos a su expulsión también en 1492. ¿Otro motivo de orgullo?


Lo cierto es que esta mentalidad imperial sigue dominando ahora la cuestión sobre Cataluña. Al igual que se invadieron las colonias, hay que someter a los díscolos que se atreven a discutir la unidad nacional. En vez de entrar en la forma de entender mejor la estructura o el entramado de la diversidad plurinacional. En vez de abrir un debate serio sobre la reforma del Estado-nación centralista, y lograr una mejora en las relaciones entre los pueblos del Estado español, avanzando en el federalismo, se envía a las fuerzas del orden sin pudor para reprimir del mismo modo en que el gobierno del viejo Cánovas hizo con los cubanos que clamaban por un cambio en sus relaciones con España. Y como entonces, el autoritarismo se impuso, hasta que un atisbo de razón produjo el milagro de un estatuto de autonomía, que desgraciadamente llegó tarde, y la guerra de 1898 determinó el curso de los acontecimientos. No estaría de más que las lecciones de la Historia sirviesen de algo. Pero parece que los ecos del franquismo y su nostalgia imperial resuenan más que las advertencias de Joaquín Costa y los regeneracionistas de hace cien años. Es responsabilidad de las nuevas generaciones acabar con ese discurso arcaico y crear un nuevo paisaje político, con una nueva idea de país, ajena a los anclajes del nacionalismo militarista, liberal, centralista (y católico), heredado de la construcción burguesa del siglo XIX.

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