"En 1492 los nativos descubrieron
que eran indios. Descubrieron que vivían en América. Descubrieron que estaban
desnudos. Descubrieron que existía el pecado. Descubrieron que debían
obediencia a un rey y a una reina de otro mundo y a un Dios de otro cielo, y
que ese Dios había inventado la culpa y el vestido, y había mandado que fuera
quemado vivo quien adorara al sol y a la luna y a la tierra y a la lluvia que
la moja". (Eduardo Galeano)
Estas
palabras de Galeano representan el sentido del 12 de octubre, y el hecho de que
ésta sea la fecha de la fiesta nacional, refleja que aún resuena y permanece el
imperialismo que conformó aquella conquista, e impregna con fuerza gran parte
del ámbito político español actual. Un hecho demasiado triste. Se la ha calificado
como "día de la hispanidad", pero a mí me resulta muy difícil
comprender la ausencia de autocrítica en cuanto a los hechos y consecuencias
históricas que marcaron una realidad cuya simbología está cargada de
militarismo. Hace tiempo que el imaginario colectivo relaciona al ejército con
las esencias patrias, no sólo aquí. Es una característica propia de la creación
del Estado-nación. El paso del mercenariado del Antiguo Régimen a la
participación del ciudadano en la defensa nacional, surgida de las revoluciones
burguesas, abrió la puerta a la identificación del pueblo con la
"grandeza" de su país al expandirse tanto colonialmente como a costa
de sus vecinos. Este imaginario político imperialista marcó la explotación del
mundo durante el siglo XIX, y guió a los generales durante la Primera Guerra
Mundial, además de articular el discurso histórico de las nuevas potencias. Lo
realmente inquietante y casi esperpéntico en el caso español es comprobar la
tremenda disonancia entre la pervivencia del viejo modelo imperial y una
realidad presente que marca claramente una tendencia hacia la descomposición de
ese modelo nacional, a pesar de tanta banderita pública. El "orgullo"
de ser español, ha sido el slogan publicitario de esta ocasión, al coincidir
con el problema del separatismo catalán. Habría que matizar mucho ese
"orgullo", habida cuenta, no sólo de las ingentes cantidades de
dinero público "nacional" descubiertas en Suiza (que parece haberse
convertido en la verdadera patria de una buena parte de nuestros dirigentes) o
en otros paraísos fiscales dispersos por el mundo, sino también de las graves
resonancias históricas de los desastres relacionados con la participación de
nuestro ejército en las aventuras coloniales de Marruecos (la Legión) y la
larga y ruinosa guerra contra los independentistas holandeses durante los
siglos XVI y XVII (los Tercios, que estuvieron representados en el desfile
conmemorativo). ¿Es esa la tradición nacional con la que el Estado quiere que
nos identifiquemos? ¿Debemos sentirnos orgullosos de esas guerras? Yo no.
La
revisión histórica es necesaria. Hace ya tiempo que los estudios históricos e
historiográficos han abandonado la línea del positivismo, pero parece que éste
sigue dominando con fuerza la mentalidad popular. Es evidente que la llegada a
América de Colón supuso un giro absolutamente disruptivo con la Historia hasta
ese momento, y que cambió el rumbo de los acontecimientos mundiales a partir de
ahí. Hay un antes y un después de ese acontecimiento. Pero eso no quiere decir
que nos tengamos que sentir precisamente orgullosos de lo que allí se hizo, de
cómo se hizo, y de sus consecuencias. No
me sirve el relato de quienes argumentan que "sólo eran salvajes",
que "practicaban sacrificios humanos y el canibalismo", o que
"nos recibieron agresivamente". Lo único cierto es que hubo un
encuentro entre dos culturas y una de ellas destruyó y masacró a la otra,
además con el pretexto de una supuesta superioridad moral, que permitió al
vencedor cambiar el mundo del vencido a su antojo. ¿Por qué compartir la
"gloria" de este hecho? ¿Por qué arrastrarnos a todos con su memoria?
Cuando se habla por parte del gobierno español de "adoctrinamiento"
como una de las lacras de las autoridades independentistas catalanas en cuanto
a la educación, habría que echar un vistazo a cómo se explica en los textos
escolares toda esta historia, porque esto también forma parte de la formación
del ideario y del imaginario nacionalista español, como lo son también otros
mitos de su discurso histórico, como el simbolizado por la Reconquista o los
Reyes Católicos. Aún recuerdo las palabras de José María Aznar tras su famosa
decisión de formar parte del "Trío de las Azores" y entrar en la
guerra de Irak: "Yo nunca he oído a ningún musulmán pedirme a mí disculpas
por haber conquistado España y por haber mantenido su presencia en España
durante ocho siglos". Estas declaraciones, que entran de lleno en lo más
rancio del discurso nacional-católico, continúan la tradición histórica de
considerar España como un país eminentemente cristiano, que hundiría sus raíces
en ese pequeño núcleo montañés asturiano, que en el siglo VIII ya parecía
disponer de la bola de cristal que les guiaría al destino manifiesto de crear
la gran nación que nacería ocho siglos después. Esto no sólo dejaría fuera de
la idea de España a los musulmanes de Ál-Ándalus (olvidados durante largo
tiempo de los estudios históricos), sino también al resto de Estados
peninsulares ajenos a Castilla, considerada heredera de la tradición monárquica
asturiana e impulsora de la empresa conquistadora y colonizadora americana. De
este modo, esa conquista se consideró un "deber" misional, que justificó la destrucción de todas esas gentes
"ajenas a Dios", tal y como lo eran también los musulmanes y los
judíos previos a su expulsión también en 1492. ¿Otro motivo de orgullo?
Lo
cierto es que esta mentalidad imperial sigue dominando ahora la cuestión sobre
Cataluña. Al igual que se invadieron las colonias, hay que someter a los
díscolos que se atreven a discutir la unidad nacional. En vez de entrar en la
forma de entender mejor la estructura o el entramado de la diversidad
plurinacional. En vez de abrir un debate serio sobre la reforma del
Estado-nación centralista, y lograr una mejora en las relaciones entre los
pueblos del Estado español, avanzando en el federalismo, se envía a las fuerzas
del orden sin pudor para reprimir del mismo modo en que el gobierno del viejo
Cánovas hizo con los cubanos que clamaban por un cambio en sus relaciones con
España. Y como entonces, el autoritarismo se impuso, hasta que un atisbo de
razón produjo el milagro de un estatuto de autonomía, que desgraciadamente
llegó tarde, y la guerra de 1898 determinó el curso de los acontecimientos. No
estaría de más que las lecciones de la Historia sirviesen de algo. Pero parece
que los ecos del franquismo y su nostalgia imperial resuenan más que las
advertencias de Joaquín Costa y los regeneracionistas de hace cien años. Es
responsabilidad de las nuevas generaciones acabar con ese discurso arcaico y
crear un nuevo paisaje político, con una nueva idea de país, ajena a los
anclajes del nacionalismo militarista, liberal, centralista (y católico),
heredado de la construcción burguesa del siglo XIX.
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