Dolan y Butler en disputa. O los meandos del 'duelo' en
Tom à la ferme, de Xavier Dolan
Por Eduardo Nabal
“Hoy es como si una parte de mi hubiera muerto, no puedo llorar
porque he olvidado todos los sinónimos de la palabra tristeza. Lo único que
puedo hacer es reemplazarte”
Tom.
Al comienzo de la última película del joven talento Xavier Dolan, la más vigorosa y tensa aunque puede que no la mejor, el protagonista escribe una frase romántica pero que nos suena algo a lecturas del calibre académico de Mecanismos psíquicos del poder, de Judith Butler. Es posible que tanto Butler como sobre todo el impetuoso Xavi Dolan (Les amours imaginaires), me odiaran por juntarlos -cuando sus lenguajes expresivos y creativos no tienen nada que ver- pero sólo con la lectura de esta teórica universal de desmedido prestigio puedo aplacar las obsesiones y heridas extrañas que ha despertado en mí el visionado de la deliberadamente incómoda Tom à la ferme, basada en una exitosa obra teatral homónima de Michel Marc Bouchard y ganadora del premio FIERSCI en el último festival de Venecia. Dolan va ganando puntos en el cine francófono, pero sus admiradores pueden quedar desconcertados por el tono ingrato y los interrogantes que deja Tom á la ferme en su áspero camino.
Dolan, amante de sorprender siempre con el tono que va a dar de la secuencia siguiente o el tema al que va a acercarse en su próximo filme, sale más que airoso de cualquier atisbo de sujeción a la teatralidad del original y realiza su filme más inquietante y visualmente lleno de nervio narrativo y atención a detalles- como las vacas muertas, o la pala que porta Francis- que van a adquirir resonancias inesperadas en un descenso a los infiernos bastante particular, irregular a la par que fascinante. Pero ¿qué es lo que Tom busca? Esa parte de sí mismo que ha desparecido con el extraño accidente de tráfico de su novio, que cada vez se va haciendo más irreal y que el debe llenar de falsedades y un pasado imaginario.
Dolan, amante de sorprender siempre con el tono que va a dar de la secuencia siguiente o el tema al que va a acercarse en su próximo filme, sale más que airoso de cualquier atisbo de sujeción a la teatralidad del original y realiza su filme más inquietante y visualmente lleno de nervio narrativo y atención a detalles- como las vacas muertas, o la pala que porta Francis- que van a adquirir resonancias inesperadas en un descenso a los infiernos bastante particular, irregular a la par que fascinante. Pero ¿qué es lo que Tom busca? Esa parte de sí mismo que ha desparecido con el extraño accidente de tráfico de su novio, que cada vez se va haciendo más irreal y que el debe llenar de falsedades y un pasado imaginario.

Como se pregunta Butler ¿Existe una posibilidad de ser en otro
sitio y en otra manera, sin negar nuestra complicidad con la ley a la que nos
oponemos?
Así
Tom sabe cuál es la canción favorita de su amante (para la madre y el cura del
pueblo “amigo del alma”), pero no que
tenía un hermano mayor tan particular y es incluso capaz de hablarle a su madre
(adoptando la voz enunciativa de esa novia que no es tal) de una carta de la
chica en la que el semen de su hijo corre sobre el rostro de una novia ficticia.
Cada personaje hace una lectura de cada mentira, y una interpretación doble de
cada verdad, difíciles de distinguir de
principio a fin del relato y la pieza, aquí situada en interiores y exteriores. Si nos vamos al
extremo de lo que insinúa o puede llegar a insinuar Dolan en Tom
à la ferme, el homofóbico y dominante hermano mayor no solo obligó a fingir a su
hermano sino que lo sedujo y apartó de otros seres del lugar. Y se apartó el mismo con un acto de violencia
extrema que lo señaló como un sujeto disruptivo, aunque se atisba cierta
condescendencia en algunas miradas. También lo sometió a un juego de dominación
que se repite con la llegada de Tom en escenas con guiños a Psicosis o al thriller psicológico,
costumbrista y rural.
En medio de tanta tensión Dolan,
poco ortodoxo, incluye una chocante secuencia de tango en el granero que
empieza siendo divertida pero acaba siendo demoledora, porque el hermano mayor
habla con desprecio de su madre sin saber que esta está escuchando sus palabras
sobre la música que bailan. Es en ese punto donde el espectador piensa que la
madre oye lo que quiere oír y ve lo que quiere ver. Ya su extraña reacción
cuando encuentra a Tom dormido sobre la mesa del comedor nos pone ante un
personaje bastante imprevisible salvo en un aspecto, una extraña devoción a su
hijo muerto y a la historia falsa que le han contado sobre su vida. El buen trato que dispensa a Tom, los
autoreproches, la sinceridad de su dolor y sus lágrimas, está fundamentado en
una apelación al hermano mayor y al propio Tom: decidme lo que quiero oír y si,
podéis, hasta mostrádmelo. Toda una actitud de ternura que contrasta con las
formas bruscas, machistas y ambivalentes del hermano mayor, que aterroriza a
Tom hasta que este se da cuenta de que es la parte fuerte en este enfermizo
juego y coqueteo en el que el busca suplantar a su amado muerto para poder incorporar
algo de lo que perdió. Una simple foto con
una chica no dice nada al lado de los meandros que vamos descubriendo en la
extraña comunión y violento enfrentamiento entre Tom y el tiránico Francis
(encarnado con credibilidad por Pierre Yves Cardinal, aunque Dolan se reserva
los planos mas bellos y expresivos del filme
para él y para el paisaje que puede volverse familiar, bizarro o siniestro. Y
hasta grotesco, peligroso y hostil).
Como su pareja fallecida, Tom,
instado por las amenazas de Francis, debe fingir que es heterosexual como lo
fingía su hermano (no sabemos si ante el mismo tipo de presiones, pero luego
conocemos una significativa explosión de violencia en público). Dolan pone de
relieve la superestructura coercitiva de la familia heterosexual al uso. En el
que el gay no existe porque no tiene voz o su discurso esta basado en un
fingimiento repetido. La cosa se complica cuando Francis, además de enseñar a
Tom a cuidar de las vacas, empieza un extraño y malsano romance con él, como
fantasma o reencarnación de su hermano muerto.
Como afirma Butler, de nuevo apoyándose en otros filósofos, “el
amor es una “elección forzosa” lo cual sugiere que la idea de un sujeto que
“consiente” en arrodillarse y orar tendría como propósito explicar algún tipo
de “consentimiento forzoso”. {…] El otro
perdido, introyectado, que se convierte en la condición inmaterial del sujeto, inaugura,
la repetición característica de lo
simbólico, la fantasía interrumpida de un regreso que no es ni puede ser nunca
completado”.
Así Tom, en su proceso de incorporación
melancólica y suplantación de alguien que no es, no puede articular palabra
(logos) en forma de halagador discurso durante la Misa ya que no puede lanzar
elogios o hacer confesiones acerca de alguien al que, al menos de un modo
simbólico, esta suplantando progresivamente y de forma harto obtusa y, en el
fondo, poco convincente. Tom ha empezado a navegar entre ocultar su amor por la
piel de su novio (a la que hará referencia en una carta imaginaria), su
necesidad de fingir (bajo amenaza) ser un amigo íntimo e irremplazable y comenzar
a conocer de otra manera el extraño ambiente en que ese chico creció,
incorporando algunos de sus accesorios, como el perfume que enseguida olisquea
el ominoso Francis.

[…]
Freud destaca la conducta social del melancólico poniendo de relieve su
exhibicionismo impúdico. El individuo melancólico no se conduce como un sujeto
normal. Carece, en efecto, de todo pudor ante los demás…
No sabemos muy
bien como ocurrió la trágica muerte del joven amante de Tom (¿accidente o
suicidio?), pero al conocer a sus parientes (en particular a su ominoso y
psicopático hermano-incestuoso) es fácil adivinar alguna cosa turbia, otro cabo
suelto. Pero Dolan no da nada por supuesto y menos atado. No obstante se guarda
una carta final, algo forzada, en la que el protagonista (encarnado por él
mismo) se encuentra en la estación donde huye de la persecución de Francis con
ese chico de la cara desfigurada por un cristal de botella a manos de ese hermano mayor cruel, sádico e intolerante
que, no obstante, se comporta de forma contradictoria con su nuevo inquilino,
al que dice que esperaba secretamente. Así, adivinamos que el chico al que Francis seccionó salvajemente el rostro en el
bar (lo que llegó a oídos de todo el pueblo y lo sumió en una especie de
ostracismo comunitario) es también ese muchacho al que no dejaron entrar en la
iglesia, por pertenecer a ese pasado que ahora reside en Tom. Aunque la chica,
visiblemente incómoda en ese cuadro familiar forzoso, rígido, patético y
asustada por la prepotencia de Francis, avisa a Tom de que el hermano de su ex
amante es un peligro potencial, pero será solo cuando Tom recupere de verdad su
miedo propio, apego a la integridad física o psíquica y sus ganas de vivir
cuando podrá escapar realmente de esa trampa familiar asfixiante y obsesiva. Las escenas con la chica son unas con cierto
regusto teatral de un filme sólido y vigoroso, aunque no nos guste demasiado la
morbosa historia que cuenta.
(En” El
yo y el ello” Freud sugiere que la identificación melancólica puede ser, sobre
todo en el caso de vínculos amorosos y/o eróticos, un “requisito previo” para
separase del objeto.)
Obviamente,
por mucha paz que me otorgue este armazón o marco teórico-crítico, la fuerza de Tom a la ferme reside en su montaje, su puesta en escena, su atmósfera turbia,
suspense sostenido, su humor negro, su afilada ironía, sus enigmas y en una
esforzada interpretación de Dolan, sin miedo a caer en el narcisismo ya que su
personaje, en cierto modo, lo necesita. Dolan se tiñe de rubio para encarnar a
un joven publicitario que asiste entre asustado y gozoso a una función familiar
donde se arriesga demasiado.
La crítica se ha divido ante la última apuesta del joven director y
protagonista de J’ai tue ma mère. Si
las comparaciones con Hitchcock le vienen obviamente grandes en términos puramente
fílmicos, las comparaciones con Lynch no resultan convincentes. Estamos mas
cerca de un Ozon canadiense y campestre, de un cuento triste y descarnado, una
historia muy personal, de una adaptación casi invisible de un texto dramático
–gracias a su dinámica puesta en escena- de algunas películas recientes sobre
la crueldad, la familia y el mundo rural, siempre con las claves homoeróticas,
sorprendentes y autoparódicas del mal
llamado ‘enfant terrible’ del cine canadiense.
El
joven actor, guionista y director
canadiense ha conseguido la que es, junto con la de su compatriota Bruce La
Bruce Gerontophilia (en un registro
más calido, optimista e iconoclasta y también mas redondo), la película ¿gay?
más perturbadora de la temporada. Es curioso que viejos maestros y nuevos
nombres sigan sorprendiendo, porque aunque ruedan pensando en el público, no
hacen concesiones que quiten pólvora o incomodidad a sus relatos, ya sean en clave de humor y
valentía (Lawrence Anyways) o como,
en este caso, en clave de drama psicológico, la comedia negra o el áspero thriller
rural, cada vez más sombrío en su retrato de personajes y costumbres heredadas
y enraizadas en mentes cerradas como ese granero-armario simbólico en el que
juegan Tom y Francis sin nunca delatarse ante una mujer mayor ni ante un pueblo y unas gentes tradicionales e
¿ignorantes?
El
“ideal del yo” tiene, según señala, una vertiente social: “es también ideal de
una familia, de una clase social o de una nación. Además la libido narcisista,
atrae a sí gran magnitud de libido homosexual, que ha retornado al yo. La
insatisfacción provocada por el incumplimiento de este ideal deja eventualmente
en libertad un acopio de la libido homosexual, que se convierten conciencia de
culpa (angustia social). La transformación de la homosexualidad en sentimiento
de culpa y, por consiguiente, en la base de los sentimientos sociales, tiene
lugar cuando el temor al castigo parental se generaliza, convirtiéndose en
terror a perder el amor de los semejantes.
[1] Butler, Judith, Mecanismos psíquicos del poder. Teorías sobre la sujeción. Valencia Editorial Cátedra. Colección. Feminismos, 2001.
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