Documental y ficción, masculino/femenino. Fronteras entre los géneros y representaciones fílmicas queer
Por Eduardo Nabal
Según el crítico Henry Breitose “Una tendencia
reciente en el documental contemporáneo es la de intentar salvar el espacio
entre el Yo y el otro y hacer experimentos con sujetos que se representan a sí
mismos tal y como quisieran ser vistos”. Sujetos que se representan a sí
mismos, eso entra también dentro de la categoría de las ficciones, de las
ficciones de lo humano, de las posibilidades de lo post-humano, del género como
performance y las ficciones representadas.
Las
representaciones documentales tienen una importancia política que ha sido
ampliamente cuestionada, sobre todo recientemente y a partir de la aparición de
ese género tan de moda, sobre el que ya han aparecido varias publicaciones, que
se llama ‘falso documental’. Un subgénero que es tan viejo como el cine mismo
pero que ha cobrado vigencia a partir de las tergiversaciones que vemos de
diferentes realidades cada vez más frecuentemente en los medios de comunicación
de masas, y no solo manipulaciones o falsedades, sino también medias verdades o
selección de unas imágenes en detrimento de otras.
Eso que llamamos “realidad”, como vemos a diario en
televisiones y noticiarios, puede ser manipulado (de hecho al ser representado ya es manipulado) y lo es en
aras de unos u otros intereses. Yo diría que también en el documental lo es
constantemente, y de forma más o menos sutil que en el llamado cine de ficción.
La elección del punto de vista, del enfoque, de lo que queremos o no decir; las
secuencias suprimidas en el montaje, la gente a la que no hemos conseguido o
querido entrevistar o los lugares en los que no hemos podido o querido entrar,
toda acaba difuminando las fronteras aparentemente claras entre documental como
‘imagen de la realidad’ y una película de ficción como ‘representación de la
realidad’.
Sin
embargo gran parte de lo que se dio en llamar new queer cinema no nació de la postmodernidad cultural ni del
mundo académico, sino de la necesidad de hablar de problemas urgente como la
pandemia del SIDA en los vídeos de prevención, y en torno a las acciones
políticas que denunciaban la inacción de los poderes políticos ante la misma.
Grupos como Act-Up plantearon la necesidad de grabar o filmar sus protestas, de
fotografiarlas y exponerlas después. También de documentar las formas más
apropiadas y a la vez más eróticas de hacer sexo más seguro y de la politización del y/o posterior
reinvención del cuerpo y del género porno del posfeminismo.
Es
el caso, en un plano más convencional y destinado al gran público, de los trabajos de Rob Epstein y Jeffrey
Friedman El celuloide oculto, sobre
gays y lesbianas y su progresivo destape en el cine de Hollywood, o Parágrafo 175 sobre la memoria silenciada
de gays y lesbianas represaliados y
exterminados por el nazismo. O de la elegante
Paris was a Woman, según el
libro de Andrea Weis. Y en un nivel más independiente y marcado por la inmediatez los documentales
sobre raza, géneros y diversidad sexual las más politizadas Paris is
burning, de Jennie Livinstong, The
Watermelon Woman, de Cheryl Dunye, o Tongues
Untied, de Marlon Riggs, que nos alertan, sobre todo en el caso estos dos últimos, acerca de las discriminaciones que – en cuestiones
de etnia y clase - podemos estar haciendo dentro de nuestras propias
comunidades o subculturas más o menos articuladas, que surgen y resurgen dentro
del llamado mundo occidental con sus líneas de fuga, tránsito y llegada. Cuestiones que se ubican en el ámbito
anglosajón pero que con la llegada cada vez más frecuente de inmigrantes de
diferentes procedencias a nuestros países empiezan también a plantearse de un
modo ya candente y urgente en nuestros propios círculos cotidianos.
Pero,
a pesar de estas muy valiosas aportaciones culturales y políticas, no podemos otorgar, a priori, al género
documental mayor función reivindicativa o mayor grado de efectividad
comunicativa que al género cinematográfico
que le oponemos de un modo categórico: “la ficción”. Ficción/Realidad,
Documento/Representación, Aquí/Allí, Siendo/Estando, Masculino/Femenino. No es
extraño que estos binarismos o dualidades funcionen, según en qué contextos, no
solo como absolutamente dependientes o exteriores el uno del otro sino, sobre
todo, como ficciones del otro, subordinado, negado o reafirmado, o como documentos de lo que queremos ser negando ser
otro u otra. En su último libro traducido al castellano, Deshacer el género, su autora, Judith Butler, vuelve plantear, tal vez con un tono-
para mí- más político que en sus anteriores trabajos, una crítica a lo humano
como una categoría universalizada y a la vez constituida de fisuras, ficciones
y exclusiones. “El negro no es un hombre”, dice Franz Fanon, tal vez porque, en
determinados momentos, lugares y situaciones, el reconocimiento como sujeto de
los varones de color desaparece y sus derechos básicos, ésos que se llaman
humanos, se le niegan. O porque aparecen
feminizados o fetichizados como cuerpos saturados de raza y sexualidad por la cultura
hegemónica blanca. “Las lesbianas no son mujeres”,
dice Monique Wittig en su libro El
pensamiento heterosexual, por la
forma en la que escapan o pueden resistirse al contrato masculino, falocéntrico
y heterosexual. Una cultura que los y
las convierte en exterioridad pero que,
al mismo tiempo, los incluye como un ‘otro’ del que depende una estabilidad en
el privilegio. La consideración de no
humanos de las personas intersexuales, que, al ver sus cuerpos
medicalizados, son despojadas del derecho a decidir sobre sí mismos y su
subjetividad sexuada, es para Butler un
continuum que no solo ha llevado a la patologización de la transexualidad a
través de la llamada “disforia de género”,
sino también a la reasignación forzosa de sexo a los bebés intersexuales
para poder ser legibles como humanos sexuados.
Esta
deshumanización, en determinados momentos o contextos, de los sujetos por su
raza, origen, clase social, género u opción sexual, es para ella parte del
mismo continuum punitivo que ha
llevado a los asesinatos, en EEUU, de Brandon Teena, Mathew Sheppard y Gregg
Araujo. Y en otras latitudes -países como México, Arabia Saudí o recientemente
Rusia con sus nuevas leyes antigais- se cobran también cada año muchas vidas
por asesinatos de odio o ejecuciones todavía legales. Sin ir más lejos, hace
poco en Portugal un grupo de chicos torturó y asesinó a la transexual Gisberta, llamada por la prensa por
su nombre masculino legal, Gisberto. Un crimen que, como en muchos otros
casos, ha sido ninguneado por los medios de comunicación más conservadores y
que el propio gobierno portugués se ha
resistido a calificarlo de “crimen de odio”. En
todos ellos los prejuicios y el
miedo a la desestabilización social de
una experiencia social de género distinta ha llegado a la violencia más cruel y
extrema.
Algunos
de los casos han sido objeto de filmes
documentales y, en el caso de Sheppard y Teena, también al origen de ficciones
teatrales como El crimen de Laramie,
o de ficciones cinematográficas como Boys
don´t cry, de Kimberly Pierce. El caso de Teena Brandon también ha sido
objeto de un documental. Sin embargo, en este caso, creo que el filme de Pierce va mucho más lejos
que el simplemente discreto y televisivo documental La historia de Teena Brandon. La ficción es en este caso mucho menos
fría y menos patologizadora; no se limita a plantear un caso curioso o anómalo
que deviene en tragedia sino que articula, además de una denuncia, una serie de
incómodos interrogantes. La película de Pierce resulta con respecto al citado
reportaje televisivo menos docudramática y más perturbadora. Desde la ficción
nos muestra como Brandon Teena
representa y crea una supuesta ficción sobre su sexo y su género que pone en
evidencia la ficción que también crean, reproducen y articulan aquellos que lo
rodean, lo incorporan a sus rituales y serán sus ejecutores.
La
división entre los géneros puede ser, pues, impuesta por la violencia más
terrible, aunque también a través de prácticas cotidianas y más o menos
sutiles. El documental de Jennie Livinstong Paris
is Burning, que muestra la vida y el trabajo en una sala de baile y
espectáculos de una serie de minorías raciales (afroamericanos pero, sobre todo,
latinos) y sexuales (sobre todo gays y transexuales sin muchos recursos) excluidas
de la cultura oficial estadounidense, ha obtenido sorprendentemente sus
críticas más duras de una parte de la crítica feminista, incluso de las
feministas negras, que lo han acusado de cierta misoginia en la apropiación de lo femenino que hace que personajes como
Venus Xtravaganza, asesinada por uno de sus clientes después de descubrir sus
genitales masculinos, poco después de concluir el rodaje del filme. Para ellas, Livinstong hace un documental etnográfico, no exento de cierto
paternalismo, además de idealizar la figura del travestido.
Una crítica que se ha hecho siempre al
documental se refiere a sus límites reales como género de denuncia. Algo así como “me ocupo un rato de este u otro
asunto y luego desaparezco”. “Muestro, denuncio, hago un gesto por esta o
aquella causa y hago dinero”. Para Butler el significado de documentales como Paris is burning es otro, ya que, como sabemos por sus primeros
trabajos, esta apropiación de los códigos de género y sexualidad no es una
caricatura, sino una puesta en la picota del binarismo mujer/hombre desde una
posición heterocentrada y socialmente pudiente. Es la demostración de que hay
una ficción inalcanzable que intentamos convertir o hacer pasar por real
continuamente, aunque se cree y se reifique a través de diversos discursos de
poder y saber que atraviesan nuestros cuerpos e incluso nuestras concepciones
de nosotros mismos como más o menos humanos. Y la cuestión de la raza (casi
siempre ligada a la clase social) tampoco escapa, para ella, a la crítica
foucaultiana del poder productivo y
discursivo, que sujeta a la vez que crea. El documental surge entonces de una necesidad
no sólo de denunciar sino también de mostrar algo como forma de incitación a
hablar de ello. El filme, denominado de ‘no ficción’, sobre gays y lesbianas,
puede ser pues también una categoría etnográfica -investigo sujetos o grupos
poco investigados- pero los realizadores y realizadoras del cine queer y más
independiente han puesto en la picota la cuestión central: que sean los propios sujetos que escapan a lo
heteronormativo quienes hablen de sí mismos y articulen una mirada fílmica
y una visión del mundo personales, sin
intermediarios, reclamando la multitud diaspórica de su subjetividad.
El
cine, desde un punto de vista técnico y visual, rara vez habla en primera
persona (los experimentos de una película entera rodada con cámara subjetiva
han sido en general interesantes pero fallidos proyectos) pero la importancia
de hacerlo, de incluir la subjetividad en el engranaje fílmico de un modo cada
vez más audaz, está ya presente para las
autorepresentaciones de los disidentes sexuales. El documental está empezando a
hacerlo incluyendo estas subjetividades que se pretenden transformadoras e incorporándolas
también, como ha hecho el cine queer e independiente, al hecho cinematográfico.
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