martes, 23 de agosto de 2016

DISCURSO CINEMATOGRÁFICO

Documental y ficción, masculino/femenino. Fronteras entre los géneros y representaciones fílmicas queer

 

Por Eduardo Nabal







Según el crítico Henry Breitose “Una tendencia reciente en el documental contemporáneo es la de intentar salvar el espacio entre el Yo y el otro y hacer experimentos con sujetos que se representan a sí mismos tal y como quisieran ser vistos”. Sujetos que se representan a sí mismos, eso entra también dentro de la categoría de las ficciones, de las ficciones de lo humano, de las posibilidades de lo post-humano, del género como performance y las ficciones representadas.

            Las representaciones documentales tienen una importancia política que ha sido ampliamente cuestionada, sobre todo recientemente y a partir de la aparición de ese género tan de moda, sobre el que ya han aparecido varias publicaciones, que se llama ‘falso documental’. Un subgénero que es tan viejo como el cine mismo pero que ha cobrado vigencia a partir de las tergiversaciones que vemos de diferentes realidades cada vez más frecuentemente en los medios de comunicación de masas, y no solo manipulaciones o falsedades, sino también medias verdades o selección de unas imágenes en detrimento de otras. 

Eso que llamamos “realidad”, como vemos a diario en televisiones y noticiarios, puede ser manipulado (de hecho al ser  representado ya es manipulado) y lo es en aras de unos u otros intereses. Yo diría que también en el documental lo es constantemente, y de forma más o menos sutil que en el llamado cine de ficción. La elección del punto de vista, del enfoque, de lo que queremos o no decir; las secuencias suprimidas en el montaje, la gente a la que no hemos conseguido o querido entrevistar o los lugares en los que no hemos podido o querido entrar, toda acaba difuminando las fronteras aparentemente claras entre documental como ‘imagen de la realidad’ y una película de ficción como ‘representación de la realidad’.

            Sin embargo gran parte de lo que se dio en llamar new queer cinema no nació de la postmodernidad cultural ni del mundo académico, sino de la necesidad de hablar de problemas urgente como la pandemia del SIDA en los vídeos de prevención, y en torno a las acciones políticas que denunciaban la inacción de los poderes políticos ante la misma. Grupos como Act-Up plantearon la necesidad de grabar o filmar sus protestas, de fotografiarlas y exponerlas después. También de documentar las formas más apropiadas y a la vez más eróticas de hacer sexo más seguro  y de la politización del y/o posterior reinvención del cuerpo y del género porno del posfeminismo.

            Es el caso, en un plano más convencional y destinado al gran público,  de los trabajos de Rob Epstein y Jeffrey Friedman El celuloide oculto, sobre gays y lesbianas y su progresivo destape en el cine de Hollywood, o Parágrafo 175 sobre la memoria silenciada de gays y  lesbianas represaliados y exterminados por el nazismo. O de la elegante  Paris was a Woman, según el libro  de Andrea Weis.  Y en un nivel más independiente y  marcado por la inmediatez los documentales sobre raza, géneros y diversidad sexual las más politizadas  Paris is burning, de Jennie Livinstong, The Watermelon Woman, de Cheryl Dunye, o Tongues Untied, de Marlon Riggs, que nos alertan, sobre todo en el caso  estos dos últimos,  acerca de las discriminaciones que – en cuestiones de etnia y clase - podemos estar haciendo dentro de nuestras propias comunidades o subculturas más o menos articuladas, que surgen y resurgen dentro del llamado mundo occidental con sus líneas de fuga, tránsito y llegada.  Cuestiones que se ubican en el ámbito anglosajón pero que con la llegada cada vez más frecuente de inmigrantes de diferentes procedencias a nuestros países empiezan también a plantearse de un modo ya candente y urgente en nuestros propios círculos cotidianos. 

            Pero, a pesar de estas muy valiosas aportaciones culturales y políticas,  no podemos otorgar, a priori, al género documental mayor función reivindicativa o mayor grado de efectividad comunicativa que al género cinematográfico  que le oponemos de un modo categórico: “la ficción”. Ficción/Realidad, Documento/Representación, Aquí/Allí, Siendo/Estando, Masculino/Femenino. No es extraño que estos binarismos o dualidades funcionen, según en qué contextos, no solo como absolutamente dependientes o exteriores el uno del otro sino, sobre todo, como ficciones del otro, subordinado, negado o reafirmado, o como  documentos de lo que queremos ser negando ser otro u otra. En su último libro traducido al castellano, Deshacer el género, su autora, Judith  Butler, vuelve plantear, tal vez con un tono- para mí- más político que en sus anteriores trabajos, una crítica a lo humano como una categoría universalizada y a la vez constituida de fisuras, ficciones y exclusiones. “El negro no es un hombre”, dice Franz Fanon, tal vez porque, en determinados momentos, lugares y situaciones, el reconocimiento como sujeto de los varones de color desaparece y sus derechos básicos, ésos que se llaman humanos, se le niegan. O porque  aparecen feminizados o fetichizados como cuerpos saturados de raza y sexualidad por la cultura hegemónica blanca.  Las lesbianas no son mujeres”, dice Monique Wittig en su libro El pensamiento heterosexual,  por la forma en la que escapan o pueden resistirse al contrato masculino, falocéntrico y  heterosexual. Una cultura que los y las  convierte en exterioridad pero que, al mismo tiempo, los incluye como un ‘otro’ del que depende una estabilidad en el privilegio. La consideración de no humanos de las personas intersexuales, que, al ver sus cuerpos medicalizados, son despojadas del derecho a decidir sobre sí mismos y su subjetividad sexuada, es para Butler un continuum que no solo ha llevado a la patologización de la transexualidad a través de la llamada “disforia de género”,  sino también a la reasignación forzosa de sexo a los bebés intersexuales para poder ser legibles como humanos sexuados.  

            Esta deshumanización, en determinados momentos o contextos, de los sujetos por su raza, origen, clase social, género u opción sexual, es para ella parte del mismo continuum punitivo que ha llevado a los asesinatos, en EEUU, de Brandon Teena, Mathew Sheppard y Gregg Araujo. Y en otras latitudes -países como México, Arabia Saudí o recientemente Rusia con sus nuevas leyes antigais- se cobran también cada año muchas vidas por asesinatos de odio o ejecuciones todavía legales. Sin ir más lejos, hace poco en Portugal un grupo de chicos torturó y asesinó a la  transexual Gisberta, llamada por la prensa por su nombre masculino legal, Gisberto. Un crimen que, como en muchos otros casos,  ha sido ninguneado por  los medios de comunicación más conservadores y que  el propio gobierno portugués se ha resistido a calificarlo de “crimen de odio”. En  todos ellos los prejuicios y  el miedo a la desestabilización social  de una experiencia social de género distinta ha llegado a la violencia más cruel y extrema.

            Algunos de los  casos han sido objeto de filmes documentales y, en el caso de Sheppard y Teena, también al origen de ficciones teatrales como El crimen de Laramie, o de ficciones cinematográficas como Boys don´t cry, de Kimberly Pierce. El caso de Teena Brandon también ha sido objeto de un documental. Sin embargo, en este caso,  creo que el filme de Pierce va mucho más lejos que el simplemente discreto y televisivo documental La historia de Teena Brandon. La ficción es en este caso mucho menos fría y menos patologizadora; no se limita a plantear un caso curioso o anómalo que deviene en tragedia sino que articula, además de una denuncia, una serie de incómodos interrogantes. La película de Pierce resulta con respecto al citado reportaje televisivo menos docudramática y más perturbadora. Desde la ficción nos muestra como  Brandon Teena representa y crea una supuesta ficción sobre su sexo y su género que pone en evidencia la ficción que también crean, reproducen y articulan aquellos que lo rodean, lo incorporan a sus rituales y serán sus ejecutores.

            La división entre los géneros puede ser, pues, impuesta por la violencia más terrible, aunque también a través de prácticas cotidianas y más o menos sutiles. El documental de Jennie Livinstong Paris is Burning, que muestra la vida y el trabajo en una sala de baile y espectáculos de una serie de minorías raciales (afroamericanos pero, sobre todo, latinos) y sexuales (sobre todo gays y transexuales sin muchos recursos) excluidas de la cultura oficial estadounidense, ha obtenido sorprendentemente sus críticas más duras de una parte de la crítica feminista, incluso de las feministas negras, que lo han acusado de cierta misoginia en la apropiación  de lo femenino que hace que personajes como Venus Xtravaganza, asesinada por uno de sus clientes después de descubrir sus genitales masculinos, poco después de concluir el rodaje del filme.  Para ellas, Livinstong hace un documental etnográfico, no exento de cierto paternalismo, además de idealizar la figura del travestido.

Una crítica que se ha hecho siempre al documental se refiere a sus límites reales como género de denuncia.  Algo así como “me ocupo un rato de este u otro asunto y luego desaparezco”. “Muestro, denuncio, hago un gesto por esta o aquella causa y hago dinero”. Para Butler el significado de documentales como Paris is burning es otro,  ya que, como sabemos por sus primeros trabajos, esta apropiación de los códigos de género y sexualidad no es una caricatura, sino una puesta en la picota del binarismo mujer/hombre desde una posición heterocentrada y socialmente pudiente. Es la demostración de que hay una ficción inalcanzable que intentamos convertir o hacer pasar por real continuamente, aunque se cree y se reifique a través de diversos discursos de poder y saber que atraviesan nuestros cuerpos e incluso nuestras concepciones de nosotros mismos como más o menos humanos. Y la cuestión de la raza (casi siempre ligada a la clase social)  tampoco escapa, para ella, a la crítica foucaultiana del poder productivo y  discursivo, que sujeta a la vez que crea.  El documental surge entonces de una necesidad no sólo de denunciar sino también de mostrar algo como forma de incitación a hablar de ello. El filme, denominado de ‘no ficción’, sobre gays y lesbianas, puede ser pues también una categoría etnográfica -investigo sujetos o grupos poco investigados- pero los realizadores y realizadoras del cine queer y más independiente han puesto en la picota la cuestión central: que sean los  propios sujetos que escapan a lo heteronormativo quienes hablen de sí mismos y articulen una mirada fílmica y  una visión del mundo personales, sin intermediarios, reclamando la multitud diaspórica de su subjetividad. 

            El cine, desde un punto de vista técnico y visual, rara vez habla en primera persona (los experimentos de una película entera rodada con cámara subjetiva han sido en general interesantes pero fallidos proyectos) pero la importancia de hacerlo, de incluir la subjetividad en el engranaje fílmico de un modo cada vez más audaz, está  ya presente para las autorepresentaciones de los disidentes sexuales. El documental está empezando a hacerlo incluyendo estas subjetividades que se pretenden transformadoras e incorporándolas también, como ha hecho el cine queer e independiente, al hecho cinematográfico.


   

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