Mayo de 1992. |
Érase una vez que yonquis, maricas, prostitutas e insumisos éramos expulsados de las estaciones de tren
Por José García
Corría la primavera de 1992, cuando
los maricas no éramos aún objeto de una regulación económica, jurídica,
farmacológica, pornográfica tan rigurosa; cuando el sida diezmaba la vida de
compañeros, amigos, trabajadoras y trabajadores del sexo, de tantos usuarios de droga por vía
intravenosa; cuando el estado todavía no
se había deshecho de esa herencia de virilidad castrense que nos había legado
el viejo régimen franquista en forma de servicio militar obligatorio para todas
aquellas personas a las que el poder médico asignó el sexo ‘biológico’ varón al
nacer; cuando las putas, chaperas, yonquis, maricas, insumisas, maricas
insumisas fuimos, por virtud del discurso epidemiológico dominante en aquellas
décadas tan aciagas, asimiladas a la categoría de ‘grupos de riesgo’; que a la
dirección de seguridad de la empresa pública RENFE se le ocurrió distribuir
unas instrucciones internas en las que se ordenaba expulsar de las estaciones
de trenes a todos los individuos que aparecieran como miembros identificables
con los asimismo denominados en la propia circular de seguridad como “grupos de
riesgos”.
Renfe se decidió a acosar a este
tipo de personas asignándoles el código de incidencias número 54. Era una
circular interna. Pero se filtró rápida y anónimamente. Primero cayó en manos
del Front d’Alliberament Gai de Catalunya (FAGC), luego se discutió en la
Coordinadora de Frentes de Liberación Homosexual del Estado Español (COFLHEE),
luego con los Colectivos de Feministas de Lesbianas, luego con el Movimiento de
Objeción de Conciencia y otras organizaciones antimilitaristas. La llama de un
orgullo indignado había comenzado a prender en los estertores de aquel fin de
siglo de signo tan mortecino que nos había tocado vivir.
Aquellos apenas eran tiempos para
sentar el culo en los despachos de las administraciones públicas, a platicar
amigablemente con los responsables políticos sobre la próxima declaración
institucional, la próxima izada de bandera, la próxima subvención para sostener
opulentas organizaciones sociales de carácter asistencial. Eran tiempos de
acción directa. Los culos apoltronados ya vendrían después. Así lo imaginamos.
Y así sucedió.
A principios de mayo de aquel año, la COFLHEE anunciaba en rueda de prensa que se
ocuparían estaciones ferroviarias y trenes por todo el país en protesta por la
aparición y aplicación de esta instrucción de seguridad. El movimiento lgtbqi
se había empezado a diversificar, y en aquellos meses tuvo lugar en Madrid la
aparición de La Radical Gai, a la que perteneció quien esto escribe, y que con
un discurso rupturista e innovador sostuvo siempre entre sus prioridades
estratégicas la ocupación de los espacios públicos, la conjura de la violencia
que la norma heteropatriarcal instaura en ellos y la erradicación de las formas
de exclusión, real y simbólica, de las que seguíamos siendo víctimas los
maricones.
En las primeras semanas de mayo se
fueron ejecutando los actos de ocupación de las estaciones ferroviarias que se
habían anunciado en los principales puntos del país contra la instrucción que
tan explícitamente señalaba a drogadictos, homosexuales, objetores y prostitutas
como seres indeseables que, decía la empresa pública, perturbaban el viaje de
los usuarios de los servicios ferroviarios. Primero se produjeron en Euskadi y
Navarra, luego en Barcelona. La última fue en Madrid. En la estación de
Chamartín. Varias decenas de esos ‘apestados sociales’ surgimos desde todos los
rincones de la estación y extendimos nuestra pancarta: “Renfe empeora nuestro
tren de vida”. Recorrimos toda la estación ante el estupor de personal y
pasajeros. Llegamos a bajar hasta el andén. Estuvimos en un tris de subir a los
trenes para impedir su salida.
Pero aquella era la crónica de una
protesta anunciada y vociferada por todos los medios posibles de aquella época
pre-2.0. Y no tardaron en llegar varios furgones de la policía antidisturbios.
El dispositivo estaba completamente planificado. Sabían lo que iba a ocurrir y
en qué momento exacto. Cincuenta personas fuimos retenidas para nuestra
identificación. Se aplicó por primera vez en el estado la entonces polémica
‘Ley Corcuera’ de Seguridad y se interpuso una denuncia contra nosotros por
alteración del orden público. Pero la batalla de la opinión pública ya estaba
ganada. La dirección de la empresa pública se vio acorralada. Y terminó
citándonos para llegar a un acuerdo y deshacer el agravio. Así que nos
permitimos por un par de horas sentar nuestro culito en los sillones de polipiel
tan propios de estos despachos que a la postre terminarían resultándonos tan
familiares.
Recuerdo que por parte de los
manifestantes acudimos quien todo esto rememora y Empar Pineda, representante
de los colectivos de feministas lesbianas. La dirección de Renfe no ofrecía más
que sonrojantes disculpas y, desde luego, la paralización de una circular que,
según argumentaron, fue producto de un desajuste organizativo. A la semana, la
empresa pública anunciaba a bombo y platillo una línea de descuentos en los
trenes para parejas homosexuales que quisieran hacer uso de sus servicios.
Y así comenzó la operación lavado:
de perseguir a los maricones que buscaban sexo furtivo en los urinarios de las
estaciones, a fomentar las bendiciones de la pareja estable homosexual. Se
iniciaba así un nuevo proceso regulatorio del cuerpo y de la sexualidad del que
prefiero dejar a cada uno y cada una sacar sus propias conclusiones.
Mayo de 1992. |
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