Las 'transfugas de nuestra clase':
Una política de empoderamiento para combatir la exclusión y la violencia que sufren las trabajadoras del sexo*
Por Josué González Perez
La injuria nos recuerda que siempre ha estado ahí, y que su fuerza aterradora ya se ha ejercido sobre nosotros. Somos los hijos de la injuria
Didier Eribon (2001)
El trabajo sexual se articula como un medio de
supervivencia para muchas mujeres, la mayoría procedentes de los dos tercios del mundo-utilizando un
término de Mohanty-, pese a su desarrollo en condiciones realmente denigrantes.
Igualmente sabemos que no se trata de un trabajo cualquiera, sino que se trata de
una actividad estigmatizada debido a la configuración hegemónica y normativa de
la sexualidad femenina, esto es, del deber
ser de las mujeres como mujeres. Entre otras cosas, tal injuria prepara al
sujeto en cuestión para la deshumanización, ergo
para la violencia de género. En adelante, abordaremos la forma en que la
construcción estigmatizante de las trabajadoras del sexo como “víctimas”,
“mujeres caídas”, o “delincuentes”, supone un obstáculo en la lucha contra la
violencia sexista.
Según Raquel
Osborne (2009), la violencia contra las mujeres es un fenómeno de carácter
estructural[1]
que supone una praxis de control y de
intimidación al manifestar que todas, en algún momento, pueden ser víctimas de
la misma. En efecto, se trata de una de las expresiones de la dominación
masculina, politizadas gracias a la construcción de marcos cognitivos que han
contribuido a su desnaturalización y a su denuncia pública[2].
Las mujeres, como también los hombres y sujetos varios, se encuentran
insertadas en un entramado de relaciones de poder[3]
que llamaremos heteropatriarcado y donde no ocupan meras posiciones de
víctimas, pues su participación activa en este meollo, paradójicamente, es la
condición de posibilidad de su liberación (Jónasdóttir,1993:307).Entonces,
hablamos de sujetos activos que son capaces de intervenir en la realidad con
intereses propios, que mantienen un margen de maniobra, en circunstancias no
elegidas, en forma de “agencia”[4].
Una de las formas
de violencia “simbólica” que recae sobre las trabajadoras del sexo es el
“estigma”, la injuria, que Goffman (2006) define como un atributo profundamente
desacreditador que prepara a la persona que lo posee para la exclusión y la
deshumanización. Ese estigma puede ser asumido a través de la incorporación de
discursos externos en la propia identidad, que deshumanizan al sujeto, lo
desvalorizan, y lo preparan para ser objeto de agresiones y exclusiones
múltiples (Véase Bourdieu, 2007:86). En el caso de las trabajadoras sexuales,
esto implica que ellas posean un dañado autoconcepto de sí mismas y que se no
atrevan a autofirmarse desde la actividad que realizan (Garaizabal, 2007: González
Pérez, 2013).
Llegadas hasta
aquí, nos preguntamos ¿de dónde proviene este estigma? ¿Por qué las
trabajadoras del sexo son estigmatizadas por realizar un intercambio económico
que, por otra parte, realiza la mayoría de la población proletaria para sobrevivir?
Hemos hablado del ejercicio del poder patriarcal a través de la violencia, pero
no es su única praxis, pues también
el poder tiene un rostro no coercitivo. Como efecto de poder[5],
la sexualidad es una construcción política que, en el caso de las mujeres, se
encuentra conducida hacia la heterosexualidad marital y la pasividad como
norma. Toda aquella que transgreda esas reglas, tendrá un castigo: el de ser
una “puta”. Las “putas” serán todas aquellas mujeres transgresoras que
manifiesten cierta autonomía frente a los hombres y frente a los roles
tradicionales impuestos, como por ejemplo las lesbianas o las madres solteras,
pero también las feministas (Nestle, 1987: González Pérez, 2013: 46). Por lo
dicho, el estigma que recae sobre las prostitutas es una forma de control de la
sexualidad que afecta a todas las mujeres como
mujeres, dividiéndolas en dignas/indignas, buenas/malas, putas/santas con
el patriarcado como único agraciado de semejante articulación (Osborne, 2009:47, Juliano, 2004:112).
Ahondando en lo
anterior, el estigma conlleva una deshumanización que prepara al sujeto para
ser merecedor de violencia (Rubin, 1989:165 Goffman, 2006:13). En este sentido,
con las lecturas de Butler (2009), afirmamos que las prostitutas constituyen
ese colectivo marcado por la “precariedad política” al ser una de las
poblaciones privadas de cualquier tipo de seguridad jurídica y de protección
gubernamental frente a la violencia. Por supuesto, las normas de género cumplen
aquí un papel crucial, pues las trabajadoras rompen el deber ser de las mujeres. Valga el ejemplo que nos presenta
Fundación Triángulo con su estudio en el contexto madrileño, donde más de un
90% de las trabajadoras transexuales del sexo afirman haber sufrido algún tipo
de discriminación, incluso dentro del propio colectivo LGTB, o de agresiones,
siendo más de la mitad las que han sufrido agresiones físicas (Rojas, D. Zaro,
I. & Navazo, T. 2009:57).
Si nos centramos en
las políticas públicas dominantes, hegemónicas, no sólo ahondan en la estigmatización
de las mujeres, sino también en su construcción como objetos de represión y de
exclusión. En un plano estatal, las prostitutas no son consideradas sujetos de
derecho pero, sin embargo, son “objeto” de represión a través de la aplicación
de las leyes de extranjería en el caso de que no dispongan de los llamados
“papeles”. Esto último es disfrazado por un conjunto de discursos que definen a
las mujeres, sobre todo a las migrantes, como “alteridad” o como “víctimas sin
proyectos migratorios” que deben ser “salvadas”. La supuesta “salvación” es,
mayoritariamente, una expulsión por la puerta trasera, un “smoke screen”, de
aquellas que no tienen papeles. Resulta cuanto menos
preocupante, ya que la desprotección legal que sufren las migrantes más pobres
acentúa su vulnerabilidad frente a múltiples violencias[6]
que sólo pueden desafiar si desechamos las políticas paternalistas y
redentoras. Igualmente, en las leyes estatales contra la violencia de género,
las agresiones contra las trabajadoras sexuales no se tipifican como tal, lo
que nos lleva a pensar que los poderes públicos priman la protección de un
modelo de “buena” mujer frente al de las malas mujeres, el de las prostitutas,
que no merecen ninguna garantía ex lege contra
las agresiones machistas[7].
En un plano más
local, asistimos a una proliferación de ordenanzas municipales como
dispositivos de control y represión hacia las mujeres en el espacio público. En
el caso de Madrid, las políticas abolicionistas ejecutadas por el consistorio
de Ana Botella, bajo la excusa de la lucha
“contra la explotación sexual”, no han hecho sino empeorar la situación
de las mujeres que trabajan en las calles. Este tipo de políticas públicas
–también las dominantes en ciudades como Barcelona- entienden a la prostituta
como un sujeto a “reinsertar”, “controlar”, “redimir” que necesita ser
conducida por el “buen camino”, ya que no se soporta ni su independencia
relativa ni su ocupación en un espacio público que sigue siendo masculino y
heterosexual. Para ello, se emprenden una serie de medidas burocráticas y
asistenciales que sustituyen cualquier apuesta centrada en el “derecho a tener
derechos”. Por si fuera poco, en la práctica, estas órdenes pueden dar pie a
toda una serie de atropellos, como las agresiones sexuales hacia las mujeres
por parte de la policía (Corbalán, 2012:298; González Pérez, 2013:250). En
cualquier caso, estas actuaciones han sido denunciadas por colectivos como
Hetaira en Madrid o Licit y Genera Derechos en Barcelona, a través de acciones
políticas donde las trabajadoras sexuales han logrado el protagonismo que las
administraciones les niegan. Qué duda cabe de que la sublevación de sus voces
en el espacio público tiene un valor incuestionable para las feministas que
siempre hemos defendido que la toma de la palabra supone un acto político
crucial.
Todas estas
políticas, sin diferencias sustanciales, tienen en común la insistencia en
negar a las trabajadoras la condición de sujetos con agencia propia, como
mujeres capaces de afrontar múltiples dificultades y de intervenir en la
realidad con intereses propios. Como contrapartida y por muy inesperable que
sea, las trabajadoras del sexo se han organizado y reclaman una serie de
derechos a partir del respeto a su dignidad como personas que realizan una
labor, enmarcada en la división sexual del trabajo sustancial al capitalismo.
Desde los años setenta, con las manifestaciones y encierros de trabajadoras
sexuales francesas y con los congresos de Putas celebrados en EEUU y en otros
países de Europa, ellas han demostrado su capacidad para tomar conciencia de su
posición en el mundo y emprender acciones políticas con incidencia en lo
cotidiano, aumentando su autonomía en un difícil escenario socioeconómico. En
otras palabras, ha sido y es posible su empoderamiento desde la lucha
feminista, dejando en evidencia aquellas voces que asumen que ellas “no tienen
poder para desestabilizar nada” (Gimeno, 2012: 205).
Podemos reconocer,
sin ningún inconveniente, que su organización y empoderamiento no es una tarea
sencilla, pues el estigma es un obstáculo para esta misión. Ahora bien, esto no
es motivo para la derrota, máxime cuando somos un movimiento que ha tenido que
hacer frente a los mecanismos que estigmatizan nuestros cuerpos y sexualidades.
De hecho, hemos sido capaces de subvertir los efectos performativos de la
injuria, pues el lenguaje siempre puede ser utilizado de una forma dispareja a
sus propósitos originales (Butler, 2004:35), y así lo hemos hecho en el caso de
categorías denostadas como “bollera” o “marica”, o en el caso de las
trabajadoras sexuales a través de la reapropiación del término “puta” como una
forma de subvertir el mecanismo de control que recae sobre la sexualidad y la
libertad de todas las mujeres (Véase Precarias a la Deriva, 2004:175). Y esto
nos conduce a reconocer que somos un movimiento transformador y como tal,
nuestra política siempre comporta un proyecto de subversión de los valores
dominantes que ahora nos constriñen.
En definitiva, por
todo lo esgrimido, no podemos ser complacientes con aquellas políticas que
presumen a las trabajadoras del sexo como un “no-sujeto”, como un objeto que no
puede tomar las riendas de su vida. Si desechamos esta recomendación,
estaríamos haciendo un flaco favor a la lucha contra la violencia hacia las
trabajadoras del sexo, que solo puede ser afrontada desde una política de
empoderamiento, porque sólo a través de la auto-organización de los grupos
oprimidos se puede abrir camino hacia escenarios democráticos más habitables
para todas. Por último, no podemos obviar las alianzas históricas, aquellas
entre personas trans y trabajadoras del sexo o aquellas entre lesbianas y
prostitutas[8]
que nos recuerdan lealtades que aún deben formar parte de nuestras agendas. No
hacerlo sería un ejercicio de irresponsabilidad intolerable en las filas de un
movimiento que apuesta por una libertad y la igualdad que aún continua ausente
en la vida de muchas de nosotras.
[1] En este sentido también Iris
Marion Young (2000:107).
[2] Véase el artículo de la
profesora feminista Ana de Miguel Álvarez (2005)
[3] Recordamos con las teorías
de Foucault que allá donde existen relaciones de poder, también existen
posibilidades de resistencia al mismo, por lo que se entiende que los sujetos
implicados no son meros agentes pasivos sino que son propietarios de un margen
de actuación que les impide no estar completamente sujetados al poder concreto.
[4] Utilizamos el concepto de
“agency” que propone Judith Butler (2006:16) que dice así: “Si tengo alguna
agencia es la que se deriva del hecho de que soy constituida por un mundo
social que nunca escogí”.
[5] Utilizamos una noción foucaultiana del poder, como un ente
relacional que no se ejerce de arriba a abajo sino que más bien “se ejerce” en una red de relaciones que
cruzan toda la totalidad de lo social. Esto no quiere decir que no pueda haber
puntos de concentración, por ejemplo, en los aparatos del Estado. También esta
concepción del poder patriarcal ambivalente, coercitivo y productor de
hegemonía, se lo debemos a las lecturas de Gramsci sobre Maquiavelo, pero
también a feministas como Kate Millett., Alicia Puleo, entre otras.
[6] El caso de las mujeres migrantes es particular, ya que la intersección
entre género, raza y clase es crucial para atender la violencia sexual que
sufren, tanto en el lugar de destino como en los diferentes cauces migratorios.
Véase Herrero (2013).
[7] El propio gobierno del Partido Popular así lo ha reconocido tras el
caso de las prostitutas asesinadas en Bilbao el pasado año: “El gobierno
precisa que asesinar una prostituta no es violencia de género” (Europa Press,
23/03/2014).
[8] Véase las declaraciones de Nancy Losada en Mamen Briz & Cristina
Garaizabal (2007) y en Nestle (1987).
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