Latitudes infernales
Director: Pablo Larrain
Año: 2015
País: Chile (La Fuga)
Por Felipe Blanco
El título del quinto largometraje de Pablo Larraín remite a una casona en
Navidad, localidad costera de la Sexta Región, demasiado hosca como para ser
considerada zona popular de veraneo y que se debate entre la pesca como
actividad económica y los grupos de jóvenes que llegan en oleadas a practicar
el surf. Pero, lo más importante, es un territorio pequeño y estratégicamente
alejado de la urbe como tantos otros hay en Chile.
En ese caserón de dos pisos estoico y anónimo, desde donde la vista en
pendiente domina buena parte del poblado, viven cuatro hombres y una mujer que
en las primeras imágenes son descritos por las tareas que los vinculan a esa
casa. Muy poco después nos enteramos de que son sacerdotes alejados de sus
labores por la Iglesia y recluidos cautelosamente para ocultarlos de eventuales
acciones judiciales contra ellos y también de la revancha espontánea de
la población.
Los cuatro comparten delitos que remiten a distintas esferas. El padre
Vidal por abuso a menores (Alfredo Castro), el padre Silva (Jaime Vadell) por sus
vínculos con organismos de represión de la dictadura, el padre Ortega
(Alejandro Goic) por su participación en adopciones ilegales, y el cuarto –el
padre Ramírez (Alejandro Sieveking)–, es un sacerdote viejo y senil que lleva
décadas allí y ni siquiera recuerda ya las razones que lo distanciaron de la
práctica sacerdotal.
La única mujer en ese entorno es la hermana Mónica (Antonia Zegers),
cuidadora y, a la vez, carcelera y cómplice en la protección de los religiosos,
quien ha asumido esa labor como una prolongación de su propia identidad, al
punto de internalizar las reglas de reclusión como una letanía que repite a
cada nuevo integrante de la casona.
Hay un minucioso equilibrio en las relaciones humanas sostenidas por ellos,
una homeostasis que se nutre de las veleidades de cada uno, de la cautelosa
distancia que establecen con la población del lugar y de la astucia
manipuladora de Mónica, que mantiene a raya la ansiedad de los sacerdotes a
través de una meticulosa administración de rutinas, roles y también privilegios.
Toda es armonía construida sobre años de ostracismo se rompe con el arribo
del silencioso y aterrado padre Lazcano (José Soza), el nuevo huésped de la
casa sobre quien pesa una denuncia por abuso.
Siguiendo sus pasos, a ese experimento humano irrumpe poco después Sandokán
(Roberto Farías), huérfano que alguna vez fue protegido y víctima y que invade
las cercanías de la casa para ajustar cuentas con el sacerdote quien, incapaz
de encararlo se suicida en el jardín.
Las verdaderas razones de su muerte, encubierta convenientemente, remecen
de todos modos a la jerarquía eclesial y así entra en escena el padre García
(Marcelo Alonso), sacerdote joven, ilustrado y progresista, para indagar lo que
allí ocurre.
En un primer nivel, el filme articula de punta a cabo una arquitectura que
apela a los códigos de la fe católica. Desde la cita al Génesis que antecede a
las primeras imágenes, y que explicita el mandato divino de separar el bien del
mal, la cinta extiende la descripción del pueblo de Navidad a los parámetros de
ese conflicto ancestral y lo filma la mayor parte del tiempo de noche o en
penumbras, un sitio donde, según las palabras del padre García, “no
habita Dios”.
La conciencia del pecado
En el registro caracterológico de las rutinas de esa condena solapada,
Larraín construye algo parecido a un purgatorio donde están los cuadros
fallidos que la Iglesia, las almas en pena doblegadas en igual medida entre la
culpa y la sumisión, entre la conciencia de su pecado y el resentimiento por el
rechazo de su institución.
En el mismo sentido, el relato se guarda de explicitar cuánto tiempo llevan
en esa casa y el detalle preciso de los motivos de cada cual, lo que sin duda
establece rápidamente las conexiones con el propósito de la casa: proveer de un
status quo, mantener las cosas quietas hasta que el tiempo exima los pecados
con el olvido y la demencia, lejos de la cárcel y de la sociedad laica. Tres de
ellos todavía conectan cuerpo y memoria. Ramírez en cambio ya ha arribado a esa
zona borrosa y es poco más que cuerpo lastimoso y endeble.
En este nivel, El Club transita
por los caminos ya recorridos por Pablo Larraín a lo largo de su obra,
impulsada en gran medida por la urgencia de reconstruir el pasado y hacerlo
como una alegoría directa para explicar el presente, proyecto que tiene en No
una experiencia explícita.
Si ya desde Fuga,
su primer largometraje, estableció una preocupación por el pasado político y
existencial de sus personajes, concretamente de los años de dictadura, en El Club invierte la proporción
sin dejar de percibir ese pasado como una zona incierta y subjetiva. Que la
casa de retiro sea un lugar seguro es precisamente porque allí sólo importa el
aquí y el ahora.
Por esta perspectiva el riesgo de construir un filme puramente retórico era
considerable dada la naturaleza abstracta de sus personajes y sus referencias
con la contingencia. Aunque puede ser tentador vincular mecánicamente a cada
sacerdote con figuras como las de Karadima o Joannon, es loable que Larraín
logre aquí silenciar la carga simbólica ligada a ellos a partir de un trabajo
actoral de inflexiones físicas y vocales precisas que alcanzan en el Sandokán
de Roberto Farías un nivel de dolor y fractura interior difícilmente rastreable
en otros momentos del cine chileno reciente.
Son muchas las connotaciones que sugiere su personaje y quizás la más
inmediata esté asociada al de una creación bizarra, un huérfano al que la
catequesis, el abuso y luego el abandono (sistemáticamente en ese orden)
convirtieron en una suerte de anacoreta desafiante de la degradada autoridad
sacerdotal. Por ello su estatura humana se define mejor por su habla, una
mezcla entre jerga lasciva y coa que ha transformado en lenguaje y palabra la
dimensión traumática de las vejaciones sufridas.
Un asunto de clase
Larraín construye un filme que está muy por encima de un simple relato de
denuncia y eso modifica tanto su intención dramática como sus estrategias de
puesta en escena. En ese plano hay notorias diferencias entre las texturas
porosas y nerviosas de Tony
Maneroy Post Mortem y
la estética audiovisual retro de No, respecto de la austeridad y opacidad con
que Larraín asume formalmente este filme, aquietando la cámara y utilizando las
propiedades deformadoras del foco y del gran angular.
A ratos, en esos planos frontales de los rostros abarrotados en el
encuadre, su visualidad recuerda a la pintura de Il Bosco y como ése hay
detalles caricaturescos no sólo en la dimensión facial de sus actores, sino
también en ese hálito de comedia negra que se cuela en algunos de
sus diálogos.
Por este aspecto, entre otros, podría decirse que la narrativa de Larraín
recurre aquí a formas más convencionales que en sus filmes anteriores. Desde
luego, que este sea una narración colectiva, a diferencia de sus obras
anteriores en las que pesaba la voz de una sola conciencia, obliga a un
narrador omnisciente y en esas derivadas es posible un relato más conciso y el
uso de mecanismos más tradicionales como el montaje paralelo que corona el
clímax y que Larraín no había utilizado anteriormente con ese grado
de intensidad.
Si no llega a ser una película perfecta es porque a ratos abusa de sus
propios énfasis, especialmente los sonoros, una debilidad que opera sobre todo
en esa secuencia nocturna en donde los protagonistas se transforman en ángeles
de la muerte y donde la intensidad de las imágenes no requería
subrayados adicionales.
Con todo ello no afecta su preciso acabado formal ni tampoco la dimensión
asfixiante de su dramaturgia. Aunque sigue siendo implacablemente duro con sus
personajes –como lo fue con los de Tony Manero, Post
Mortem y No–,
hay aquí un sentido trágico en el trazo de todos ellos que fortalece un diseño
ideológico que supera en extensión a la Iglesia como institución y se establece
en los tentáculos imperceptibles del poder de la clase y de los apellidos.
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