¿El oficio más antiguo, en la gran pantalla?
Por Eduardo Nabal
Es difícil hablar de la historia del cine en
relación con la prostitución, aunque no imposible. Complejo porque el terreno
de la censura y el eufemismo han dominado durante muchas décadas. Aún hoy el
tema del trabajo sexual sigue causando encendidos debates dentro del movimiento
feminista y posturas cerriles incluso dentro de los grupos de izquierdas. Pero
la visibilidad de este colectivo en la literatura y el cine ha sido bastante
compleja aunque, como dice Monste Neira, casi siempre las prostitutas acababan
mal o redimidas.
Ella pone un ejemplo excepcional, como es el caso de
la protagonista de El lado oscuro del
corazón del recién fallecido, de Eusebio Subiela. El llamado oficio más
antiguo del mundo, como bien explica Judith Walkowicz en su maravilloso libro La ciudad de las pasiones terribles, se
perfiló, tal y como lo conocemos ahora, con el nacimiento de las modernas
ciudades industrializadas, el auge de la familia burguesa y la figura del
pánico moral. La prostituta, como el mendigo, o el ladrón, o incluso el
secuestrador, aparecen en los márgenes de las grandes ciudades como catalizadores
de ansiedades personales y colectivas que causan temor y fascinación.
El control sobre la sexualidad femenina, la heterosexualidad
obligatoria y la familia nuclear contribuyen al estigma sobre las prostitutas
que deciden serlo, al tiempo que surge otra rama de mujeres que son forzadas a
ello por intereses económicos. De cualquier modo, como en el caso de ‘maricón’
o ‘bollera’, el insulto precede a la persona, al individuo, al sujeto y, en el
caso del cine, el estereotipo se adelanta al personaje. Así vemos a Vivien Leigh
sobreviviendo a la guerra en El puente de
Waterloo, pero condenada a una muerte desdichada, o a la misma actriz
encarnando a la mítica Blanche DuBois de Un
tranvía llamado deseo, una maestra con graves problemas psicológicos que busca
compañía masculina en el ‘Hotel Pelícano’.
Pero ya antes personajes secundarios como el que
encarna Angela Lasbury en El retrato de
Dorian Gray, o algunas mujeres de películas realistas o neorrealistas de
Renoir o Pasolini (Mamma Roma), nos
han acercado a retratos más veraces y humanos de mujeres que recurren a la
prostitución cuando se ven abocadas a la periferia del mercado laboral.
Vemos a una prostituta que parece disfrutar de su
oficio en Irma la dulce, de Billy
Wilder, pero el fin redentor de “su hombre” y el tono irreal, cómico y teatral
del filme no lo hacen legible en este sentido. Los códigos de censura hasta
bien entrados los sesenta no permitían otra representación de las prostitutas
ni los prostitutos (ahí tenemos Cowboy de
medianoche o algunas adaptaciones de obras de Tennessee Williams como pioneras
en la aparición de los ‘chaperos en la gran pantalla’). Holly la protagonista
de Desayuno con diamantes, de Blake
Edwards, ejerce una forma apenas disfraza de la prostitución, al igual que la
madre de James Dean en Al este del Edén,
o la joven Natalie Wood de Propiedad
condenada, de Sidney Pollack.
Los hombres que se prostituyen también aparecen,
aunque de forma aún más solapada. Los dandis de Wilde, los chaperos de Gus Van
Sant, los vaqueros que han perdido el oeste empiezan a transitar las ciudades
de los años sesenta, setenta y ochenta hacia adelante. También los y las
transexuales que, ocasionalmente, ejercen el oficio hacen su aparición de la
mano de realizadores tan dispares como Almodóvar, John Waters, Ventura Pons, Fassbinder
o, con posterioridad, Bruce LaBruce y John Cameron Mitchell. Directores como
Ozon, Lange (Le chanteur) o Téchiné
nos muestran que no todos ni todas las prostitutas lo son por el mismo motivo,
aunque lo urbano y la emigración o inmigración suelan estar presentes en
algunas biografías. Algunos filmes destapan que tras las posturas abolicionistas
se ocultan intereses económicos y discursos moralistas, sobre todo en el campo
del documental, como es el caso de Ocaña
o, en menor medida, 20 centímetros,
de Ramón Salazar, aunque hoy nos parezcan filmes muy discutibles.
El postporno ha reivindicado en filmes de poco
presupuesto la figura del trabajador o la trabajadora sexual más allá del
estigma o el morbo sensacionalista, de cara a una deconstrucción ‘queer’,
autoreflexiva y paródica (LaBruce) del placer, sin dejar de reivindicarlo, más
allá de la mirada heteropatriarcal.
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