sábado, 24 de marzo de 2018

A VUELTAS CON EL CINE CATALÁN


LA PROXIMA PIEL

“La próxima piel” plantea, tal vez sin pretenderlo en demasía, el problema de las identidades nacionales como trasfondo a un problema mayor que es la identidad “disociada” del joven protagonista masculino, un adolescente recogido por “su madre” de un “hogar de acogida” cuando ya lo daba por desaparecido en la nieve de los Pirineos. Pero la reaparición de Gabriel no va a ser un reencuentro tan plácido y no solo porque el chaval sufre una temporal “amnesia disociativa” o así se lo etiqueta o quiere etiquetar, o por los años de separación de su hogar, sino sobre todo por los secretos que casi todos los personajes ocultan y van saliendo a la luz con mayor o menor virulencia acortando y a la vez ensanchando brechas entre ellos y situando el drama familiar en terrenos cercanos al melodrama social, el thriller, el policiaco juvenil y también la reflexión negra y poco complaciente sobre las identidades cruzadas, la soledad, la pérdida, la orfandad, la violencia y la búsqueda del amor.

“La próxima piel” es una película para ser degustada en versión original ya que el protagonista se mueve entre tres lenguas aparentemente con igual soltura, pero también se mueve de forma distinta entre tres espacios simbólicos codificados que no puede impedir que se influyan. Está el “espacio del reformatorio” o lugar de acogida que deja atrás al comienzo del filme y  que es también el espacio de un pasado misterioso personificado por el antiguo director del centro que lo visita regularmente y con el que habla en francés; el espacio de la pandilla de chicos con los que se muestra más gamberro y, aparentemente, desenvuelto y el espacio a la vez falso y de extraña sinceridad que comparte con Ana, su madre (encarnada por Emma Suárez). Con los chicos habla alternativamente en catalán y en castellano, aunque con sus progenitores parece que predomina el uso del castellano, sin descartarse algunas parrafadas en catalán. La identidad catalana viene marcada por su nombre adoptivo Leo, ya que según cuenta el director del centro al que da vida Bruno Todeschini, se lo encontró en la calle sin otro identificativo que una camiseta del popular “jugador del Barça” Leo Messi.  Estas identidades cruzadas determinan, como la frontera en la que lo pone su tío cuando quiere deshacerse de él, una encrucijada de caminos que no sabemos si ha recorrido a medias, del todo o va a recorrer. Demasiados acontecimientos precipitados en la parte final hacen que “La próxima piel” sea un filme estimulante pero poco sólido sobre todo viniendo de un arriesgado buscador de formas dentro del documental, la ficción y la videoinstalación como Isaki LaCuesta responsable de trabajos tan originales y laureados como “Los condenados”, “Cravan vs. Cravan” o “La leyenda del tiempo”. La trama se revela algo vulgar en su sentimentalismo aunque el trabajo de los realizadores (LaCuesta e Isa Campo) con los intérpretes y de éstos con los personajes nos depara más de una grata sorpresa. La verdadera identidad de Gabriel será un misterio resbaladizo durante buena parte del filme, si bien desde el principio tenemos indicios evidentes de que puede tratarse de un impostor, aunque no sepamos “en qué medida”.

El actor protagonista, Alex Monner,  que no había logrado nunca llamar mi atención, consigue una prodigiosa transformación, se erige en el verdadero protagonista (a pesar del notable esfuerzo de Suárez) y él mismo sabe definir el momento más hermoso del filme: aquel del baile entre Gabriel/Leo y Ana cuando lo importante no es ya tanto si son realmente madre e hijo sino la magia y el cariño que ha surgido entre ellos por encima de cuál sea el significado social o nominal de sus identidades. Es precisamente en esa secuencia en la que el tío encarnado por Sergi López se da cuenta de que ha perdido la partida emocional ya que Ana ha vuelto a encariñarse del chaval sin importar su verdadera procedencia y, tal vez, sin importar tampoco, en el fondo, su identidad real. Su interpretación logra hacer creíble al personaje también gracias a un comienzo hábil en el que Lacuesta despliega todos los mecanismos para conseguir un arranque ágil y lleno de posibilidades dramáticas. La cámara durante la primera parte del filme y también durante el desenlace, en determinados fragmentos, se pega al protagonista de forma a la vez nerviosa y obsesiva observándolo y observando a través de su punto de vista, lo que produce una constante tensión, aunque lo que sucede no vaya más allá de una simple mudanza, unas miradas furtivas en la noche o un encuentro fortuito en la nieve. Los realizadores, frente a algunos momentos de concesiones al género del suspense y al cine comercial, consiguen detalles de gran creatividad cinematográfica logrando efectos insospechados como el “silencio de la nieve”, la forma en que Gabriel estudia/recrea su pasado, la transición del personaje entre los espacios simbólicos, los planos generales del paisaje de gran belleza visual,  el movimiento en los interiores sombríos y, sobre todo, una inquietante ambigüedad que acaba impregnando, de un modo u otro, a todos las criaturas.

Hay secuencias memorables en una película, por lo demás lejos de ser nada excepcional debido a un guión algo farragoso y unos secundarios que no dan la talla (como es el caso de Sergi López), como aquella de la visita a las altas montañas de los dos primos  en busca de un pasado perturbador y a la vez “reconstruido”, “el momento en el que el tío de Gabriel se introduce a hurtadillas en la cama de Ana (Emma Suárez) buscando desesperadamente “consuelo” o la escena de amor gay frustrada entre los dos chicos cuando Gabriel muestra todos sus tatuajes a su confuso primo y las auto-lesiones de su cuerpo que denotan su verdadera identidad ¿O no?




SILVIA QUER  “LA XIRGU”: TEATRO Y CINE CATALÁN


“La Xirgú” es una modesta pero resultona producción catalana ambientada durante la Dictadura de Primo de Rivera en la Barcelona en la que la actriz Margarita Xirgu se decide a interpretar, a pesar de los intentos de la censura por impedirlo, a la “Mariana Pineda” de Federico García Lorca. Personajes como Valle-Inclán o el propio Lorca arropan a la actriz encarnada por una inspirada Laia Marull en esta aproximación -modesta pero llena de encanto, fuerza y sensibilidad- a un momento de la carrera de la actriz catalana que también es un momento en la historia del siglo XX en España y, en particular, en ese cruce entre el arte y la política que tanto ha disgustado a las dictaduras que todavía perviven en el subconsciente colectivo, como hemos podido comprobar recientemente y precisamente en suelo catalán. “La Xirgú” es pues una película colorista sobre el teatro de ideas, sus gentes y su historia, una actriz mítica en el espectro lorquiano y contra los poderes fácticos. Parece una ironía del destino que necesitemos hablar de las tiranías del pasado (ya entonces, en tiempos de Lorca) para poder referirnos a las del presente y que la bandera tricolor de la República y las palabras “LIBERTAD” o “FRATERNIDAD” sigan siendo emblemas peligrosos o provocativos en esta España (dependiendo quien, cuando y donde se pronuncien)  que parece anclada en los códigos no solo anticulturales, autoritarios y antidemocráticos sino teñidos por el esperpento negro característico de uno de los secundarios que figuran en el filme: Valle-Inclán. El autor de “Luces de Bohemia” aparece retratado como un viejo cascarrabias, celoso de la relación cada vez más fructífera entre Lorca y la Xirgú y parece, al principio, desdeñoso hacia la obra y su autor (riéndose en particular del fracaso temprano de “El maleficio de la mariposa”, su obra precedente, a la que llama con desdén “la obra de los bichitos”), pero finalmente en un gesto brillante desde su butaca de espectador/crítico consigue salvar la representación de las garras represoras y la censura de la policía de Primo de Rivera y el Heraldo de España. Para los censores es intolerable que se pronuncien palabras como “libertad” ante el público, para los productores de la obra es más preocupante que la pieza (tal y como está escrita) tenga un final trágico, algo que aún hoy se reproduce en el mundo del arte y el espectáculo cuando se dirige a un determinado tipo de público. Aunque se omiten las referencias a la estrecha relación entre la Xirgú y su secretaria se palpan los celos de ésta hacia su relación  con Lorca u otros hombres, su afán posesivo y algo entrometido, así como la dificultad de la actriz para conjugar la vida y las tablas, el amor y los escenarios. Lorca (encarnado por Fran Perea) muestra una entereza de la que tal vez careció, pero que sienta bien al juego entre bambalinas y a ese espíritu de la función debe continuar” frente a la adversidad política y las dificultades del momento. El filme está rodado con ritmo, soltura, ambientado con gusto y atención por los detalles,  se apoya en la humanidad de los intérpretes (destacando, sobre todos, el esfuerzo de Laia Marull, actriz rescatada para el cine de masas por Agustí Villaronga en su potente papel secundario de viuda de “Pà negre”)  y en la mezcla entre el teatro, las ilusiones y la vida, con una sana mezcla de humor, simpatía, gotas de drama y algo de suspense, descansando en las batallas hermosas y las pequeñas conquistas por la libertad de expresión que, aún hoy, se libran en el estado español. En la historia, que tiene algo de especulativa y  algún que otro anacronismo en las formas, pero que no deja de estar basada en el hecho real de la representación que hizo Margarita Xirgú del polémico texto de Lorca en Barcelona en 1927 se hacen alusiones a los decorados ideados por Salvador Dalí así como al amor tormentoso y, en ocasiones, epistolar entre éste y el poeta andaluz, algo que ya entonces suscitaba maliciosos comentarios a los que la Xirgú, desde su posición de librepensadora, era impermeable.  Silvia Quer venida de la televisión (sobre todo  de la catalana) y de algunas películas discretas y de resultados originales pero irregulares como la asfixiante “Fever”, consigue tal vez su filme más hermoso y dotado de ritmo, sacando el máximo partido al interior del teatro donde se desarrolla la acción, aunque sus riesgos – desde su aplicada modestia- son mucho menores que los de la compañía al representar “Mariana Pineda” en la Barcelona de Primo de Rivera. Hoy día el sentido que podemos otorgarle a “La Xirgú” tiene muchos matices si sabemos que Lorca fue asesinado (como su protagonista, por sus ideas y su disidencia sociosexual) por rojo, por sus “costumbres” y por servir a la República; también se le puede otorgar un sentido de “resistencia” al Estado represor frente a otra representación que tiene que realizarse con todo los factores en contra, la de la libertad de Cataluña, en la que determinados términos deben ser cambiados para que las llamadas “fuerzas del orden público” no suspendan la función.



AGUSTÍ VILLARONGA

LA MIRADA TORCIDA, EL CUERPO HERIDO Y EL FRACASO DEL HÉROE


                                                           “Incierta gloria en un día de abril…”

                                                                                              William Shakespeare


Si en cierto sentido “queer” es una forma torcida de mirar, una forma ladeada de estar en el mundo, una forma nueva de encarar las situaciones  y también una forma distinta de concebir el cuerpo como significante o plataforma de producción de sentidos y emisora de signos, no debería sorprender tanto que consideremos, hasta cierto punto, “Incierta gloria” como un filme coherente con el cine de Villaronga en todas sus coordenadas hasta la fecha, incluyendo sus coordenadas de disidencia erótica. Es ésta una película que continúa el sendero emprendido por el realizador mallorquín en sus otros dos grandes filmes sobre las “heridas de guerra” y la guerra civil española: la homoerótica “El mar” y la desgarradora “Pan negro”, ambas situadas en un espacio de ambigüedad y ambivalencia, desde un punto de vista izquierdista y antifranquista pero dispuesto a mostrar, también, las sombras y las heridas abiertas en el bando republicano, con sus criaturas desamparadas ante una derrota inminente o ya efectiva, haciendo hincapié en aspectos poco tratados como el machismo, la delación y la homofobia latente o patente en ambos bandos. Es en este punto donde las películas de Villaronga ganan en hondura, superan el esquematismo habitual y también incomodan a los puristas, con su sugerente y vivaz ambivalencia, desde sus luces y sus sombras, sus claros y sus oscuros, desde sus monstruos y sus ángeles que se funden y se confunden, sin ser exclusivos del bando vencedor. A estas alturas, no es ningún secreto decir que uno de los motores narrativos del cine de Villaronga, además de los fantasmas de la guerra y la postguerra civil, es el cuerpo, muchas veces maltratado,  de sus personajes, la redefinición de las masculinidades  y las feminidades;  las figuras caciquiles u oscuras en el interior de los pueblos o las micro-comunidades, bien sea de Cataluña y sus fronteras (en este caso Aragón), Mallorca o de otros lugares de la Península (la Asturias rural en el caso de 99.9, donde el secreto en “el armario” también vuelve -además de la brujería- a estar en los misterios que conducen el filme) . Todo ello se hace evidente de forma progresiva pero implacable en su último filme basado en la novela homónima de Joan Sales  (prohibida durante mucho tiempo en la España franquista y reeditada con prólogo de Juan Goytisolo), que da origen a una película que se toma su tiempo para jugar con mayor contundencia sus cartas. Si en “El mar” las heridas son, desde el principio, determinantes, cristalizadas de forma mórbida en esa enfermedad (la tuberculosis, metáfora de una enfermedad o herida que ya arrastran desde niños) que va a marcar a los jóvenes personajes y su realidad corporal-temporal (encerrándolos en una isla y en un sanatorio del que no lograrán salir)  y en “Pan negro” los secretos del lugar van saliendo a la luz con negrura y efectos devastadores en los habitantes, en “Incierta gloria” la calma precede a la tempestad, el hastío del fin de una guerra que da sus últimos coletazos nos reserva una terrible y cruel metáfora de la “Guerra” con mayúsculas. Todo esto se va gestando en las relaciones enrarecidas en el interior de una pequeña y maltrecha (“envenenada” según sus habitantes) localidad aragonesa perteneciente al bando republicano donde la contienda parece haberse detenido, empantanado o estar a punto de llegar a su fin, convirtiéndose en una “pantomima sin futuro”. Una pequeña localidad asediada por el fascismo, la mentira, el miedo  y las heridas del pasado, también inscritas en el cuerpo y en la mente de los protagonistas, que se reabren con especial virulencia en el trágico tramo final del filme. Así, la impotencia temporal de Lluís en su encuentro sexual con Trini después de mucho tiempo de abstinencia,  como el cuerpo “prematuramente envejecido”- lleno de llagas y cicatrices- de “La Carlana” ( consecuencia de los violentos abusos sexuales infligidos por su padre siendo niña” y, luego, de sus encuentros desde muy joven  con otros “hombres del pueblo” ante los que “se bañaba desnuda”) se nos antojan  metáforas de algo más, de batallas incompletas que se extienden a otros personajes y lugares imaginarios, personales o geográficos, corporales o mentales. De guerras y guerrillas, de reyertas y vendettas, de quimeras personales y políticas con elementos de cuento de hadas gótico en medio de decorados fantasmales; de heridas  que permanecerán abiertas incluso después de la guerra y que ya existían antes. Si Lluís,  el joven protagonista, trata de mantener la mirada y la pose del soldado aguerrido, a pesar de las circunstancias- que se ponen en evidencia en el “baño de los soldados”-  y trata de aferrarse a algunos ideales conduciendo a sus tropas (disimulando su incapacidad para reconducir su vida y salvar su incipiente  matrimonio o creer en una victoria ya imposible), su mejor amigo se encuentra a pocos metros no solo de salirse del frente, y de cambiarse de bando sino también de cruzar la línea entre la cordura y la locura, la vida y la muerte, renegando de “todo aquello” como confiesa en más de una ocasión, entre el desencanto amargo y  suicida, una fidelidad candorosa a la prometida de su amigo “del alma” y una entrada progresiva pero imparable en un mundo de alucinaciones en medio de la vigilia. En su extraña forma de escapar de la realidad de “la guerra” (incluyendo desnudez, escapadas nocturnas, intentos de sucidio a medias,  fugas inesperadas e intempestivos saludos fascistas o comunistas) está su oscuro sino de quedar atrapado en el fango de los vencidos, de pasarse sin éxito al otro bando. Su declaración de “aprovechar al máximo la intensidad del momento” ante un “no futuro” predecible tiene algo de fatalista pero también algo de “camp”  por su forma de reírse o al menos subvertir, parodiar o desdeñar  cosas tan serias como la batalla, el heroísmo o incluso “la ideología” y sus consignas. Además, según definiciones como la de Sontag, “camp” es “escapismo” y el propio Soleras manifiesta más de una vez su vocación innata hacia el “arte del escapismo”, así como trata de explicar (citando a Shakespeare) la belleza pasajera de una constelación o la “gloria” de un instante cuya  hermosura reside precisamente en su “carácter efímero”, como en el de una estrella que se apaga en un negro firmamento y  una constelación que no dura y si dura, deja de ser gloriosa, porque “su instante” ha pasado. Unos versos repetidos en varios pasajes de la película y tomados de la temprana obra de Shakespeare, “Los dos caballeros de Verona”, en la que dos mujeres jóvenes se disfrazan de muchachos para iniciar su empresa amorosa. Algunos han subrayado el cariz de fábula o relato feérico  que tanto por sus personajes como por su envoltorio audiovisual acaba tomando la última película de Villaronga con sus equivalentes a la bruja malvada o resentida “del cuento”, el joven hechizado, el mejor amigo del protagonista, la joven inocente y los decorados del pueblo desértico además el castillo que se erige como una fortaleza llena de ominosos secretos dominando a los habitantes de la maltrecha comarca. Villaronga subraya este carácter gótico en la visita de Lluís al Monasterio donde vemos los restos de una “boda de esqueletos” o en el significado sensual que acaban teniendo determinados elementos animales o espaciales, como la yegua de la Carlana, la hoguera donde Juli se deshace de su pasado “ideológico”, las casas abandonadas o semi en ruinas  que “saquea” de noche o el sentido simbólico redoblado dado a elementos como las “arañas” o las “constelaciones”. En la actitud a la vez reservada e insolente, huidiza, inconstante y deshinbida  de Soleras vemos algo de primitivismo (cuando se entierra desnudo en las vías del tren o se emborracha a diestro y siniestro) pero también algo de dandy ateniéndose a la máxima wildeana de “todos estamos en el fango pero algunos miramos a las estrellas”. Su sacrificio final -que puede ser interpretado como asesinato, suicidio, secuela fatal de la guerra o casi una suerte de “eutanasia” asistida-, nos dice, como algunos personajes fantasmales de “Pà negre”, cuyo pasado oscuro va a inundar el presente de forma virulenta, que la gloria incierta de uno y otro bando, o su miseria eterna, se construyeron, de distinta forma, pero en ambos casos sobre zonas oscuras, mentiras, secretos, fidelidades, traiciones y silencios. Así, el realizador mallorquín revitaliza el subgénero de la guerra civil al mostrar las sombras -sin rehuir un exceso de retórica-  no solo del avance implacable del franquismo y de las formas del fascismo caciquil (que aquí acaba representando la ambigüedad resentida y zaherida de La Carlana, girando al “sol que más calienta”) sino también la incapacidad del bando republicano para asimilar algo que, ya de entrada, es inasimilable: el horror de la violencia, la alienación militarista, la beatería ancestral, la división en sus propias filas, los valores más rancios insertos en la columna vertebral de toda ideología supremacista y de la violencia o la venganza como moneda de cambio. El machismo, la hipermasculinidad belicosa y la homofobia como ejes fundacionales y motores, la familia nuclear como refugio ineludible y como trampas asfixiantes, la moral estrecha dentro su propio bando, la brutalidad en sus propias filas, incapaz de asimilar las excepciones a su sistema, sus divisiones ideológicas y solo unidas en la construcción alienante del guerrero o “mártir” al servicio de una causa, sea cual fuere.

 Si vemos “Incierta gloria” más de una vez nos damos cuenta de que hay muchos detalles que solo tienen sentido en función de lo que se nos va a revelar después, algo que comparte la construcción en cajas chinas o de “película con misterio” con otros filmes de Villaronga como sus primeros thrillers, la espeluznante “Tras el cristal” (que puede verse como una alegoría gore, sombría y perversa de la “agonía del franquismo”), la sugerente, perversa y oscura “99.9”, la implacable y homoerótica -llena de connotaciones sadomasoquistas- “El mar” o, sobre todo, la excelente “Pan negro”, en la que el secreto o los secretos cobran un sentido avasallador sobre el doloroso y desencantado desarrollo interior del niño (¿mariquita?) protagonista que abre los ojos en medio de una oscuridad monolítica. De nuevo la enfermedad física y mental aparecen entremezcladas en la tragedia bélica de Villaronga y en el destino de sus héroes de pies de barro, sus hermosos antihéroes, sus falsas heroínas y sus frágiles “brujas”, con algo de Goya y algo de los hermanos Grimm. Las películas sobre la guerra civil del realizador mallorquín no suelen gustar, desde un punto de vista político, a casi ningún purista, aunque el público se rinde ante su arquitectura visual y su capacidad para crear espacios físicos y mentales renovados al tiempo que muestra la contienda desde nuevos, y no tan nuevos, ángulos.

En “Incierta gloria” los dos protagonistas masculinos toman dos posturas bien diferentes, si no opuestas, frente a la inminente derrota del bando republicano a manos de las ya implacables tropas franquistas (“Dios está de nuestro lado”, sentencia el orondo alcalde del pueblo en su cena en casa de “La Carlana”), que se reproduce también a pequeña escala en sus “desastres íntimos”. Una posición binaria que ya tiene un precedente mucho más extremo y dislocado en los dos jóvenes protagonistas de “El mar”, cuya muerte prematura es la secuela más feroz y cruda de la guerra. Pero, si allí ninguno de los dos se salva, aquí uno muere para que el otro pueda no solo sobrevivir sino, sobre todo, salvar a su hijo, seguir junto a su mujer y así construir un futuro “familiar”, con lo cual su sacrificio adquiere varios sentidos que ya se intuyen en esa amistad fraternal y en la relación de ambos con la misma mujer, Trinidad, que se opone a la figura de la oscura cacique del pueblo, La Carlana. Es en el punto en el que el imaginario de Juli (y se supone que en cierto sentido el relato) opone a ambas mujeres de una manera radical (casi virgen/puta envuelta en un manto fúnebre de “viuda con pasado”) en el que la narración se revela algo esquemática, pero esta oposición es necesaria para la fuerza casi pictórica o simbólica de lo que se nos acaba contando. Villaronga se  revela demasiado novelesco y cercano a la abstracción en la oposición de los caracteres principales de la historia. Pero nos reserva y nos otorga uno de los momentos más duros e intensos del filme, apoyado en el talento de Nuria Prims y Oriol Plá: aquél en el que Juli Soleras obliga a La Carlana a desnudarse (“a mostrarle el interior de una mujer araña”, según las palabras del propio soldado) como venganza y humillación simbólica por haber denigrado a su amigo y su mujer, de la que también está, a su manera, secretamente enamorado. Sin la sangre ni la violencia que hemos visto en otros (pocos) momentos del filme estamos ante la secuencia más cruel, apoyada no solo en la dirección de Villaronga, la fotografía cuasi-expresionista y la cuidada iluminación de interiores sino también en la fuerza de dos de los mejores intérpretes catalanes del momento; en una secuencia que junto con la de la “ejecución” asistida de Soleras a manos de Lluís constituyen los momentos más duros de un filme que avanza de forma implacable. Aunque el encuentro entre “la cacique con pasado” y “el desertor/traidor sin futuro” es un momento de lucimiento para Nuria Prims (actriz de formación teatral),  es difícil decir cuál de los dos está mejor en un “cara a cara” tan difícil. Más compleja es la comparación de la interpretación de Plá (llena de resortes escénicos de primer orden, gran experiencia y destreza para pasar de la delicadeza a la brutalidad) con la del joven protagonista, es decir con el Lluís al que da vida con esfuerzo pero sin garra, el joven Marcel Borrás, cuyo tesón no salva su inexperiencia ante las cámaras, pero que no le sienta del todo mal al carácter titubeante de su personaje. El alejamiento de los dos amigos está dado por el director de forma mucho más precisa de lo que parece y,  aunque se aproximan a la misma mujer  en dos ocasiones (tanto a Trinidad como a La Carlana),  lo hacen de forma bien distinta, si no diametralmente opuesta. Enseguida percibimos que su amistad, forjada tempranamente, reside en las diferencias que existen entre los caracteres de ambos y se sostiene gracias a ellas pero esas diferencias, instigadas también por la guerra, la estupidez y el devenir de los acontecimientos, van a enfrentarlos finalmente en un extraño duelo “sacrificial” que incluye una secuencia de muerte filmada como una desesperada secuencia de amor/odio fraternal ensombrecida por una traición de carácter fundacional. Unos se sacrifican para que otros puedan “reunificarse” de forma convencional y emprender su camino ¿hacia la paz?





EL VIRUS DEL MIEDO de Ventura Pons


“El virus del miedo” muestra lo mejor y lo peor del cine del realizador catalán Ventura Pons. Nuevamente una base teatral más que evidente y pocos escenarios, actores no profesionales, o venidos directamente de representar esa misma obra en el teatro, mezclados con intérpretes curtidos en el mundo de las tablas o las series de televisión; aciertos y originalidad en la puesta en escena con momentos de planificación rutinaria al servicio de los diálogos o el lucimiento de un reparto de diferentes generaciones. El gran mérito de esta película- que queda muy por debajo de sus grandes obras: el documental “Ocaña”, el largometraje “Manjar de amor” y sus ácidas colaboraciones con el dramaturgo catalán Sergi Belbel (“Caricies”, “Morir (o no)”)- lo encontramos en la valentía del tema que aborda y la naturalidad con la que lo hace. Pons, ya veterano realizador, pero fiel a sus constantes temáticas y estilísticas, adapta una obra teatral de Josep María Miró “El principio de Arquímedes”, la rueda en el catalán original y consigue conservar parte de la fuerza del texto  de partida al no intentar, como se suele decir, “airear la obra” o adornarlo más de lo justo para afianzar el realismo en la ambientación. El filme, sin abandonar un tono de comedia dramática algo ligero, chusco y epidérmico, aborda el tema de la sospecha, la hipocresía y la doble moral, al tiempo que nos acerca de refilón a un tema tabú donde los haya: los abusos sexuales a menores. Pero el enfoque de Pons no es el acostumbrado. Estaríamos más cerca del terreno de Lilian Hellman y “The children’s hour’s” si no fuera porque este joven y fornido monitor de natación (encarnado con esfuerzo por Rubén de Eguía), algo gamberrete y descerebrado pero afectuoso, no casa muy bien con el ambiente cuasi-victoriano de un colegio para señoritas, aunque los padres de aire mojigato y linchador sí resultan perfectamente creíbles. Pero la historia de la propagación de un escándalo (también en nuevos medios de comunicación y, en este caso, nuevas formas de persecución como las “redes sociales”), de unos seres que dejan entrever sus prejuicios de forma creciente, poniendo a  un niño como excusa, sigue siendo un tema de sangrante actualidad y siempre delicado de tratar con destreza sin herir pieles de distinta procedencia, o previamente curtidas.  Se trata, pues, de desmontar topicazos o pánicos “moralistas” y Pons vuelve a hacer otro de sus “morceaux de bravure” que, no obstante, funciona más por sus buenas intenciones y loables propósitos que por sus grandes resultados cinematográficos, con una puesta en imágenes ajustada pero rutinaria y, en algunos momentos, algo plana al servicio de la pieza original y del lucimiento de sus actores y actrices. Así, todos los intérpretes actúan con eficacia pero con un punto de histrionismo que nos recuerda casi de continuo tanto su procedencia escénica como la naturaleza dramática de la obra en que se basa la película, que se ve con interés pero sin demasiado entusiasmo, revelando sus flaquezas cinematográficas casi ya desde su primer visionado, a pesar de la fuerza y el suspense del texto en que se basa y del esfuerzo de los intérpretes principales, no obstante sus evidentes limitaciones e inexperiencia. Un simple gesto de afecto da lugar a una interpretación que está condicionada por una serie de prejuicios previos que desatarán prejuicios posteriores que se conducirán a través de la encargada del centro (Roser Batalla) – que hace las veces de intermediaria y catalizadora de los miedos externos- y contagiarán no solo a la micro-comunidad de “padres” sino también  al compañero de piscinas (Albert Ausellé)  de este joven entrenador de natación (Rubén de Eguía)

El cine de Pons se resiste a avanzar hacia terrenos fílmicos de mayor envergadura, como si su verdadero espacio se encontrara siempre entre el documental y el teatro más o menos bien filmado y entre lo ajustado y lo rutinario, pero su prestigio autoral se lo debe a películas ya señeras como su maravilloso y rompedor documental “Ocaña, retrato intermitente” sobre la rutilante Barcelona de la transición y una de sus figuras icónicas más iconoclastas y a su desafío pionero a tabúes entonces vigentes como la homosexualidad, el feminismo, la historia no contada de Cataluña y sus luchas sociales y nacionales, la  militancia antifranquista, la historia de los movimientos por la liberación sexual o la vida en los barrios menos favorecidos de Barcelona, acompañado siempre de incursiones, cada vez más frecuentes, en universos literarios y, sobre todo, teatrales donde ha pasado de moverse con cierta soltura ( desde la desenfadada sátira postfranquista  “El vicario de Olot” a las mucho más elaboradas “Caricies”, “Animales heridos” o “Manjar de amor”) a hacerlo con frialdad, como ocurre en sus últimos trabajos con  un aire televisivo algo impersonal, alternando la comedia satírica y el filme de episodios con el drama apagado. Se agradece, no obstante, su incombustible valentía a la hora de acercarse, desde su óptica siempre personal y discutible, a figuras como el diseñador de moda seropositivo “Ignasi M”., la mítica escritora catalana Mercè Rodoreda (“Una merienda en Ginebra”) o a temas como la diversidad sexual en la tercera edad (“Barcelona: un mapa”) o como en “El virus del miedo” al tabú del sexo intergeneracional, los abusos (reales o, en este caso, imaginarios) y la propagación de la calumnia en centros lúdicos o educativos  tomados por hordas de padres y educadores de mentalidades obtusas y cegados por una furia tan imprecisa como creciente e incontrolada. A esto se añade  la reflexión sobre el panóptico, la tutela abusiva y, sobre todo, la relatividad del punto de vista sobre un acto inocente que de pronto “se vuelve perverso” y logrando un efecto de “onda expansiva”. La subjetividad, pues, como arma de doble filo. La desorganización temporal del relato  y algunas “repeticiones buscadas” muestran una intención de tratar el texto dramático de forma original, pero la falta de verdadero talento de actores y actrices, lo previsible del “in crescendo” de la obra, la planificación algo rutinaria y el aparatoso final decepcionan a los que esperan algo más sutil en el realizador catalán.  Otras de sus obras son reflexiones más o menos inteligentes sobre la juventud actual mejores de lo que parecen (“Año de gracia”, donde parecía revitalizar su entidad como contador de historias más allá de lo meramente escénico o televisado), o sobre el mundo del teatro y la feminidad de desigual fortuna como las simpáticas “Actrices” o “Anita no pierde el tren”, ambas protagonizadas por la veterana actriz catalana Rosa María Sardá dando lo mejor de sí misma. El cine de Pons como el de Villaronga está rodado en catalán y, al ser un cine de actores y actrices, es para ser degustado en versión original, algo que aún sigue causando resistencias sorprendentes en un Estado cateto, patriotero, que todo lo confunde, y patidifuso, lleno de “miedo a la libertad” e incapaz de aceptar la diversidad en cualquiera de sus facetas.



VERANO 1993 de Clara Simón. Verdades fuera de campo.


“Verano de 1993”, el debut tras las cámaras de Clara Simón, es una aparentemente pequeña pero punzante y conmovedora historia de iniciación y autodescubrimiento, en la que la realizadora catalana narra un episodio verídico de su propia infancia. El tema del filme es la toma de conciencia de la muerte, el duelo temprano de una niña que pierde a sus padres y es acogida por sus tíos teniendo que integrarse en un nuevo núcleo familiar. Poco después del fallecimiento de sus progenitores, como consecuencia del SIDA (que cómo muchos elementos del filme no se nombra pero está presente fuera de campo) la pequeña Frida pasa su primer verano acogida por sus tíos en el campo donde traba una relación compleja tanto con éstos como con Ana, su prima pequeña. Frida, tras una serie de pequeñas aventuras y desventuras, observadas con meticulosidad, pero también con un asombroso naturalismo, pasará de la fase del desconcierto y la rabia a la conciencia de la pérdida y la progresiva integración en el nuevo ambiente. Estamos, pues, ante un drama desgarrado pero contado sin aspavientos, donde no falta la ironía, ni el costumbrismo ni las situaciones de comedia leve, con algo de ese cine de cámara, a la vez moroso y fluido, lleno de sonidos de la naturaleza, imágenes furtivas y diálogos entrecortados de autoras argentinas como el cine proto-feminista de  Lucrecia Martel (“La ciénaga”, “La niña santa”) o Julia Solomonoff (“El último verano de la Boyita”, una película de apariencia pequeña pero corazón grande) que han utilizado la mirada de los niños (en este caso las niñas) como punto de vista privilegiado sobre una realidad crispada observada de forma fragmentada y caleidoscópica, mezclando realismo, dolor quedo y ráfagas intermitentes de poesía, una poesía que tras su belleza esconde una profunda tristeza. También usa el sonido de forma original, dotando a su relato de una gran naturalidad, utilizando la música de forma diegética mediante radios, bandas en los pueblos, pianos, tonadillas tocadas en lugares que no vemos e incorporando la fuerza de los ruidos de los insectos, el fluir del agua, el murmullo de las gentes, el rumor del viento, los sonidos que emiten los animales fuera de la granja,  los gritos de los niños al fondo etc. Rodado en catalán, y premiado ya en varios festivales, estamos ante un filme que no deja de ser aún una “rara avis” en el cine que se realiza en el estado español con beneplácito de público y crítica. Tal vez la fuerza de este a la vez pequeño y grande  “Estiù  1993” reside en que la autora se ha decidido a contar algo muy personal, un episodio de su niñez que afirma superado pero nunca olvidado y a hacerlo de forma también muy directa, sencilla y sincera. Clara Simon se sitúa a la altura de su pequeña (y solo aparentemente frágil)  protagonista para observar el mundo, una parte del mundo, ese microcosmos frágil que finge “normalidad” para no dañarla en su nueva y todavía difícil  etapa; ese pequeño universo en el que se introduce de forma alternativamente brusca, inquisitiva y delicada  y lo hace, ya desde su opera prima, con la sabiduría y la personalidad de una gran autora.

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