“La
próxima piel” plantea, tal vez sin pretenderlo en demasía, el problema de las
identidades nacionales como trasfondo a un problema mayor que es la identidad
“disociada” del joven protagonista masculino, un adolescente recogido por “su
madre” de un “hogar de acogida” cuando ya lo daba por desaparecido en la nieve
de los Pirineos. Pero la reaparición de Gabriel no va a ser un reencuentro tan
plácido y no solo porque el chaval sufre una temporal “amnesia disociativa” o
así se lo etiqueta o quiere etiquetar, o por los años de separación de su
hogar, sino sobre todo por los secretos que casi todos los personajes ocultan y
van saliendo a la luz con mayor o menor virulencia acortando y a la vez
ensanchando brechas entre ellos y situando el drama familiar en terrenos
cercanos al melodrama social, el thriller, el policiaco juvenil y también la
reflexión negra y poco complaciente sobre las identidades cruzadas, la soledad,
la pérdida, la orfandad, la violencia y la búsqueda del amor.
“La
próxima piel” es una película para ser degustada en versión original ya que el
protagonista se mueve entre tres lenguas aparentemente con igual soltura, pero
también se mueve de forma distinta entre tres espacios simbólicos codificados
que no puede impedir que se influyan. Está el “espacio del reformatorio” o
lugar de acogida que deja atrás al comienzo del filme y que es también el espacio de un pasado
misterioso personificado por el antiguo director del centro que lo visita
regularmente y con el que habla en francés; el espacio de la pandilla de chicos
con los que se muestra más gamberro y, aparentemente, desenvuelto y el espacio
a la vez falso y de extraña sinceridad que comparte con Ana, su madre
(encarnada por Emma Suárez). Con los chicos habla alternativamente en catalán y
en castellano, aunque con sus progenitores parece que predomina el uso del
castellano, sin descartarse algunas parrafadas en catalán. La identidad
catalana viene marcada por su nombre adoptivo Leo, ya que según cuenta el
director del centro al que da vida Bruno Todeschini, se lo encontró en la calle
sin otro identificativo que una camiseta del popular “jugador del Barça” Leo
Messi. Estas identidades cruzadas
determinan, como la frontera en la que lo pone su tío cuando quiere deshacerse
de él, una encrucijada de caminos que no sabemos si ha recorrido a medias, del
todo o va a recorrer. Demasiados acontecimientos precipitados en la parte final
hacen que “La próxima piel” sea un filme estimulante pero poco sólido sobre
todo viniendo de un arriesgado buscador de formas dentro del documental, la
ficción y la videoinstalación como Isaki LaCuesta responsable de trabajos tan
originales y laureados como “Los condenados”, “Cravan vs. Cravan” o “La leyenda
del tiempo”. La trama se revela algo vulgar en su sentimentalismo aunque el
trabajo de los realizadores (LaCuesta e Isa Campo) con los intérpretes y de
éstos con los personajes nos depara más de una grata sorpresa. La verdadera
identidad de Gabriel será un misterio resbaladizo durante buena parte del
filme, si bien desde el principio tenemos indicios evidentes de que puede
tratarse de un impostor, aunque no sepamos “en qué medida”.
El
actor protagonista, Alex Monner, que no
había logrado nunca llamar mi atención, consigue una prodigiosa transformación,
se erige en el verdadero protagonista (a pesar del notable esfuerzo de Suárez)
y él mismo sabe definir el momento más hermoso del filme: aquel del baile entre
Gabriel/Leo y Ana cuando lo importante no es ya tanto si son realmente madre e
hijo sino la magia y el cariño que ha surgido entre ellos por encima de cuál
sea el significado social o nominal de sus identidades. Es precisamente en esa
secuencia en la que el tío encarnado por Sergi López se da cuenta de que ha
perdido la partida emocional ya que Ana ha vuelto a encariñarse del chaval sin
importar su verdadera procedencia y, tal vez, sin importar tampoco, en el
fondo, su identidad real. Su interpretación logra hacer creíble al personaje
también gracias a un comienzo hábil en el que Lacuesta despliega todos los
mecanismos para conseguir un arranque ágil y lleno de posibilidades dramáticas.
La cámara durante la primera parte del filme y también durante el desenlace, en
determinados fragmentos, se pega al protagonista de forma a la vez nerviosa y
obsesiva observándolo y observando a través de su punto de vista, lo que
produce una constante tensión, aunque lo que sucede no vaya más allá de una
simple mudanza, unas miradas furtivas en la noche o un encuentro fortuito en la
nieve. Los realizadores, frente a algunos momentos de concesiones al género del
suspense y al cine comercial, consiguen detalles de gran creatividad
cinematográfica logrando efectos insospechados como el “silencio de la nieve”,
la forma en que Gabriel estudia/recrea su pasado, la transición del personaje
entre los espacios simbólicos, los planos generales del paisaje de gran belleza
visual, el movimiento en los interiores
sombríos y, sobre todo, una inquietante ambigüedad que acaba impregnando, de un
modo u otro, a todos las criaturas.
Hay
secuencias memorables en una película, por lo demás lejos de ser nada
excepcional debido a un guión algo farragoso y unos secundarios que no dan la
talla (como es el caso de Sergi López), como aquella de la visita a las altas
montañas de los dos primos en busca de
un pasado perturbador y a la vez “reconstruido”, “el momento en el que el tío
de Gabriel se introduce a hurtadillas en la cama de Ana (Emma Suárez) buscando
desesperadamente “consuelo” o la escena de amor gay frustrada entre los dos
chicos cuando Gabriel muestra todos sus tatuajes a su confuso primo y las
auto-lesiones de su cuerpo que denotan su verdadera identidad ¿O no?
SILVIA QUER “LA XIRGU”: TEATRO Y CINE CATALÁN
“La
Xirgú” es una modesta pero resultona producción catalana ambientada durante la
Dictadura de Primo de Rivera en la Barcelona en la que la actriz Margarita
Xirgu se decide a interpretar, a pesar de los intentos de la censura por
impedirlo, a la “Mariana Pineda” de Federico García Lorca. Personajes como
Valle-Inclán o el propio Lorca arropan a la actriz encarnada por una inspirada
Laia Marull en esta aproximación -modesta pero llena de encanto, fuerza y
sensibilidad- a un momento de la carrera de la actriz catalana que también es
un momento en la historia del siglo XX en España y, en particular, en ese cruce
entre el arte y la política que tanto ha disgustado a las dictaduras que
todavía perviven en el subconsciente colectivo, como hemos podido comprobar
recientemente y precisamente en suelo catalán. “La Xirgú” es pues una película
colorista sobre el teatro de ideas, sus gentes y su historia, una actriz mítica
en el espectro lorquiano y contra los poderes fácticos. Parece una ironía del
destino que necesitemos hablar de las tiranías del pasado (ya entonces, en
tiempos de Lorca) para poder referirnos a las del presente y que la bandera
tricolor de la República y las palabras “LIBERTAD” o “FRATERNIDAD” sigan siendo
emblemas peligrosos o provocativos en esta España (dependiendo quien, cuando y
donde se pronuncien) que parece anclada
en los códigos no solo anticulturales, autoritarios y antidemocráticos sino
teñidos por el esperpento negro característico de uno de los secundarios que
figuran en el filme: Valle-Inclán. El autor de “Luces de Bohemia” aparece
retratado como un viejo cascarrabias, celoso de la relación cada vez más
fructífera entre Lorca y la Xirgú y parece, al principio, desdeñoso hacia la
obra y su autor (riéndose en particular del fracaso temprano de “El maleficio
de la mariposa”, su obra precedente, a la que llama con desdén “la obra de los
bichitos”), pero finalmente en un gesto brillante desde su butaca de
espectador/crítico consigue salvar la representación de las garras represoras y
la censura de la policía de Primo de Rivera y el Heraldo de España. Para los
censores es intolerable que se pronuncien palabras como “libertad” ante el
público, para los productores de la obra es más preocupante que la pieza (tal y
como está escrita) tenga un final trágico, algo que aún hoy se reproduce en el
mundo del arte y el espectáculo cuando se dirige a un determinado tipo de
público. Aunque se omiten las referencias a la estrecha relación entre la Xirgú
y su secretaria se palpan los celos de ésta hacia su relación con Lorca u otros hombres, su afán posesivo y
algo entrometido, así como la dificultad de la actriz para conjugar la vida y
las tablas, el amor y los escenarios. Lorca (encarnado por Fran Perea) muestra
una entereza de la que tal vez careció, pero que sienta bien al juego entre
bambalinas y a ese espíritu de la función debe continuar” frente a la
adversidad política y las dificultades del momento. El filme está rodado con
ritmo, soltura, ambientado con gusto y atención por los detalles, se apoya en la humanidad de los intérpretes
(destacando, sobre todos, el esfuerzo de Laia Marull, actriz rescatada para el
cine de masas por Agustí Villaronga en su potente papel secundario de viuda de
“Pà negre”) y en la mezcla entre el
teatro, las ilusiones y la vida, con una sana mezcla de humor, simpatía, gotas
de drama y algo de suspense, descansando en las batallas hermosas y las
pequeñas conquistas por la libertad de expresión que, aún hoy, se libran en el
estado español. En la historia, que tiene algo de especulativa y algún que otro anacronismo en las formas,
pero que no deja de estar basada en el hecho real de la representación que hizo
Margarita Xirgú del polémico texto de Lorca en Barcelona en 1927 se hacen
alusiones a los decorados ideados por Salvador Dalí así como al amor tormentoso
y, en ocasiones, epistolar entre éste y el poeta andaluz, algo que ya entonces
suscitaba maliciosos comentarios a los que la Xirgú, desde su posición de
librepensadora, era impermeable. Silvia
Quer venida de la televisión (sobre todo
de la catalana) y de algunas películas discretas y de resultados
originales pero irregulares como la asfixiante “Fever”, consigue tal vez su
filme más hermoso y dotado de ritmo, sacando el máximo partido al interior del
teatro donde se desarrolla la acción, aunque sus riesgos – desde su aplicada
modestia- son mucho menores que los de la compañía al representar “Mariana
Pineda” en la Barcelona de Primo de Rivera. Hoy día el sentido que podemos
otorgarle a “La Xirgú” tiene muchos matices si sabemos que Lorca fue asesinado
(como su protagonista, por sus ideas y su disidencia sociosexual) por rojo, por
sus “costumbres” y por servir a la República; también se le puede otorgar un
sentido de “resistencia” al Estado represor frente a otra representación que
tiene que realizarse con todo los factores en contra, la de la libertad de
Cataluña, en la que determinados términos deben ser cambiados para que las
llamadas “fuerzas del orden público” no suspendan la función.
AGUSTÍ VILLARONGA
LA MIRADA TORCIDA, EL CUERPO HERIDO Y EL
FRACASO DEL HÉROE
“Incierta gloria en un
día de abril…”
William
Shakespeare
Si
en cierto sentido “queer” es una forma torcida de mirar, una forma ladeada de
estar en el mundo, una forma nueva de encarar las situaciones y también una forma distinta de concebir el
cuerpo como significante o plataforma de producción de sentidos y emisora de
signos, no debería sorprender tanto que consideremos, hasta cierto punto,
“Incierta gloria” como un filme coherente con el cine de Villaronga en todas
sus coordenadas hasta la fecha, incluyendo sus coordenadas de disidencia
erótica. Es ésta una película que continúa el sendero emprendido por el
realizador mallorquín en sus otros dos grandes filmes sobre las “heridas de
guerra” y la guerra civil española: la homoerótica “El mar” y la desgarradora
“Pan negro”, ambas situadas en un espacio de ambigüedad y ambivalencia, desde
un punto de vista izquierdista y antifranquista pero dispuesto a mostrar,
también, las sombras y las heridas abiertas en el bando republicano, con sus
criaturas desamparadas ante una derrota inminente o ya efectiva, haciendo
hincapié en aspectos poco tratados como el machismo, la delación y la homofobia
latente o patente en ambos bandos. Es en este punto donde las películas de
Villaronga ganan en hondura, superan el esquematismo habitual y también
incomodan a los puristas, con su sugerente y vivaz ambivalencia, desde sus
luces y sus sombras, sus claros y sus oscuros, desde sus monstruos y sus
ángeles que se funden y se confunden, sin ser exclusivos del bando vencedor. A
estas alturas, no es ningún secreto decir que uno de los motores narrativos del
cine de Villaronga, además de los fantasmas de la guerra y la postguerra civil,
es el cuerpo, muchas veces maltratado,
de sus personajes, la redefinición de las masculinidades y las feminidades; las figuras caciquiles u oscuras en el
interior de los pueblos o las micro-comunidades, bien sea de Cataluña y sus
fronteras (en este caso Aragón), Mallorca o de otros lugares de la Península
(la Asturias rural en el caso de 99.9, donde el secreto en “el armario” también
vuelve -además de la brujería- a estar en los misterios que conducen el filme)
. Todo ello se hace evidente de forma progresiva pero implacable en su último
filme basado en la novela homónima de Joan Sales (prohibida durante mucho tiempo en la España
franquista y reeditada con prólogo de Juan Goytisolo), que da origen a una
película que se toma su tiempo para jugar con mayor contundencia sus cartas. Si
en “El mar” las heridas son, desde el principio, determinantes, cristalizadas
de forma mórbida en esa enfermedad (la tuberculosis, metáfora de una enfermedad
o herida que ya arrastran desde niños) que va a marcar a los jóvenes personajes
y su realidad corporal-temporal (encerrándolos en una isla y en un sanatorio del
que no lograrán salir) y en “Pan negro”
los secretos del lugar van saliendo a la luz con negrura y efectos devastadores
en los habitantes, en “Incierta gloria” la calma precede a la tempestad, el
hastío del fin de una guerra que da sus últimos coletazos nos reserva una
terrible y cruel metáfora de la “Guerra” con mayúsculas. Todo esto se va
gestando en las relaciones enrarecidas en el interior de una pequeña y
maltrecha (“envenenada” según sus habitantes) localidad aragonesa perteneciente
al bando republicano donde la contienda parece haberse detenido, empantanado o
estar a punto de llegar a su fin, convirtiéndose en una “pantomima sin futuro”.
Una pequeña localidad asediada por el fascismo, la mentira, el miedo y las heridas del pasado, también inscritas
en el cuerpo y en la mente de los protagonistas, que se reabren con especial
virulencia en el trágico tramo final del filme. Así, la impotencia temporal de
Lluís en su encuentro sexual con Trini después de mucho tiempo de abstinencia, como el cuerpo “prematuramente envejecido”-
lleno de llagas y cicatrices- de “La Carlana” ( consecuencia de los violentos
abusos sexuales infligidos por su padre siendo niña” y, luego, de sus
encuentros desde muy joven con otros
“hombres del pueblo” ante los que “se bañaba desnuda”) se nos antojan metáforas de algo más, de batallas
incompletas que se extienden a otros personajes y lugares imaginarios,
personales o geográficos, corporales o mentales. De guerras y guerrillas, de
reyertas y vendettas, de quimeras personales y políticas con elementos de
cuento de hadas gótico en medio de decorados fantasmales; de heridas que permanecerán abiertas incluso después de
la guerra y que ya existían antes. Si Lluís,
el joven protagonista, trata de mantener la mirada y la pose del soldado
aguerrido, a pesar de las circunstancias- que se ponen en evidencia en el “baño
de los soldados”- y trata de aferrarse a
algunos ideales conduciendo a sus tropas (disimulando su incapacidad para
reconducir su vida y salvar su incipiente
matrimonio o creer en una victoria ya imposible), su mejor amigo se
encuentra a pocos metros no solo de salirse del frente, y de cambiarse de bando
sino también de cruzar la línea entre la cordura y la locura, la vida y la
muerte, renegando de “todo aquello” como confiesa en más de una ocasión, entre
el desencanto amargo y suicida, una
fidelidad candorosa a la prometida de su amigo “del alma” y una entrada
progresiva pero imparable en un mundo de alucinaciones en medio de la vigilia.
En su extraña forma de escapar de la realidad de “la guerra” (incluyendo
desnudez, escapadas nocturnas, intentos de sucidio a medias, fugas inesperadas e intempestivos saludos
fascistas o comunistas) está su oscuro sino de quedar atrapado en el fango de
los vencidos, de pasarse sin éxito al otro bando. Su declaración de “aprovechar
al máximo la intensidad del momento” ante un “no futuro” predecible tiene algo
de fatalista pero también algo de “camp”
por su forma de reírse o al menos subvertir, parodiar o desdeñar cosas tan serias como la batalla, el heroísmo
o incluso “la ideología” y sus consignas. Además, según definiciones como la de
Sontag, “camp” es “escapismo” y el propio Soleras manifiesta más de una vez su
vocación innata hacia el “arte del escapismo”, así como trata de explicar (citando
a Shakespeare) la belleza pasajera de una constelación o la “gloria” de un
instante cuya hermosura reside
precisamente en su “carácter efímero”, como en el de una estrella que se apaga
en un negro firmamento y una
constelación que no dura y si dura, deja de ser gloriosa, porque “su instante”
ha pasado. Unos versos repetidos en varios pasajes de la película y tomados de
la temprana obra de Shakespeare, “Los dos caballeros de Verona”, en la que dos
mujeres jóvenes se disfrazan de muchachos para iniciar su empresa amorosa.
Algunos han subrayado el cariz de fábula o relato feérico que tanto por sus personajes como por su
envoltorio audiovisual acaba tomando la última película de Villaronga con sus
equivalentes a la bruja malvada o resentida “del cuento”, el joven hechizado,
el mejor amigo del protagonista, la joven inocente y los decorados del pueblo
desértico además el castillo que se erige como una fortaleza llena de ominosos
secretos dominando a los habitantes de la maltrecha comarca. Villaronga subraya
este carácter gótico en la visita de Lluís al Monasterio donde vemos los restos
de una “boda de esqueletos” o en el significado sensual que acaban teniendo
determinados elementos animales o espaciales, como la yegua de la Carlana, la
hoguera donde Juli se deshace de su pasado “ideológico”, las casas abandonadas
o semi en ruinas que “saquea” de noche o
el sentido simbólico redoblado dado a elementos como las “arañas” o las
“constelaciones”. En la actitud a la vez reservada e insolente, huidiza,
inconstante y deshinbida de Soleras
vemos algo de primitivismo (cuando se entierra desnudo en las vías del tren o
se emborracha a diestro y siniestro) pero también algo de dandy ateniéndose a
la máxima wildeana de “todos estamos en el fango pero algunos miramos a las
estrellas”. Su sacrificio final -que puede ser interpretado como asesinato,
suicidio, secuela fatal de la guerra o casi una suerte de “eutanasia”
asistida-, nos dice, como algunos personajes fantasmales de “Pà negre”, cuyo
pasado oscuro va a inundar el presente de forma virulenta, que la gloria
incierta de uno y otro bando, o su miseria eterna, se construyeron, de distinta
forma, pero en ambos casos sobre zonas oscuras, mentiras, secretos,
fidelidades, traiciones y silencios. Así, el realizador mallorquín revitaliza
el subgénero de la guerra civil al mostrar las sombras -sin rehuir un exceso de
retórica- no solo del avance implacable
del franquismo y de las formas del fascismo caciquil (que aquí acaba representando
la ambigüedad resentida y zaherida de La Carlana, girando al “sol que más
calienta”) sino también la incapacidad del bando republicano para asimilar algo
que, ya de entrada, es inasimilable: el horror de la violencia, la alienación
militarista, la beatería ancestral, la división en sus propias filas, los
valores más rancios insertos en la columna vertebral de toda ideología
supremacista y de la violencia o la venganza como moneda de cambio. El
machismo, la hipermasculinidad belicosa y la homofobia como ejes fundacionales
y motores, la familia nuclear como refugio ineludible y como trampas
asfixiantes, la moral estrecha dentro su propio bando, la brutalidad en sus
propias filas, incapaz de asimilar las excepciones a su sistema, sus divisiones
ideológicas y solo unidas en la construcción alienante del guerrero o “mártir”
al servicio de una causa, sea cual fuere.
Si vemos “Incierta gloria” más de una vez nos
damos cuenta de que hay muchos detalles que solo tienen sentido en función de
lo que se nos va a revelar después, algo que comparte la construcción en cajas
chinas o de “película con misterio” con otros filmes de Villaronga como sus
primeros thrillers, la espeluznante “Tras el cristal” (que puede verse como una
alegoría gore, sombría y perversa de la “agonía del franquismo”), la sugerente,
perversa y oscura “99.9”, la implacable y homoerótica -llena de connotaciones
sadomasoquistas- “El mar” o, sobre todo, la excelente “Pan negro”, en la que el
secreto o los secretos cobran un sentido avasallador sobre el doloroso y
desencantado desarrollo interior del niño (¿mariquita?) protagonista que abre
los ojos en medio de una oscuridad monolítica. De nuevo la enfermedad física y
mental aparecen entremezcladas en la tragedia bélica de Villaronga y en el
destino de sus héroes de pies de barro, sus hermosos antihéroes, sus falsas
heroínas y sus frágiles “brujas”, con algo de Goya y algo de los hermanos
Grimm. Las películas sobre la guerra civil del realizador mallorquín no suelen
gustar, desde un punto de vista político, a casi ningún purista, aunque el público
se rinde ante su arquitectura visual y su capacidad para crear espacios físicos
y mentales renovados al tiempo que muestra la contienda desde nuevos, y no tan
nuevos, ángulos.
En
“Incierta gloria” los dos protagonistas masculinos toman dos posturas bien
diferentes, si no opuestas, frente a la inminente derrota del bando republicano
a manos de las ya implacables tropas franquistas (“Dios está de nuestro lado”,
sentencia el orondo alcalde del pueblo en su cena en casa de “La Carlana”), que
se reproduce también a pequeña escala en sus “desastres íntimos”. Una posición
binaria que ya tiene un precedente mucho más extremo y dislocado en los dos
jóvenes protagonistas de “El mar”, cuya muerte prematura es la secuela más
feroz y cruda de la guerra. Pero, si allí ninguno de los dos se salva, aquí uno
muere para que el otro pueda no solo sobrevivir sino, sobre todo, salvar a su
hijo, seguir junto a su mujer y así construir un futuro “familiar”, con lo cual
su sacrificio adquiere varios sentidos que ya se intuyen en esa amistad
fraternal y en la relación de ambos con la misma mujer, Trinidad, que se opone
a la figura de la oscura cacique del pueblo, La Carlana. Es en el punto en el
que el imaginario de Juli (y se supone que en cierto sentido el relato) opone a
ambas mujeres de una manera radical (casi virgen/puta envuelta en un manto
fúnebre de “viuda con pasado”) en el que la narración se revela algo
esquemática, pero esta oposición es necesaria para la fuerza casi pictórica o
simbólica de lo que se nos acaba contando. Villaronga se revela demasiado novelesco y cercano a la
abstracción en la oposición de los caracteres principales de la historia. Pero
nos reserva y nos otorga uno de los momentos más duros e intensos del filme, apoyado
en el talento de Nuria Prims y Oriol Plá: aquél en el que Juli Soleras obliga a
La Carlana a desnudarse (“a mostrarle el interior de una mujer araña”, según
las palabras del propio soldado) como venganza y humillación simbólica por
haber denigrado a su amigo y su mujer, de la que también está, a su manera,
secretamente enamorado. Sin la sangre ni la violencia que hemos visto en otros
(pocos) momentos del filme estamos ante la secuencia más cruel, apoyada no solo
en la dirección de Villaronga, la fotografía cuasi-expresionista y la cuidada
iluminación de interiores sino también en la fuerza de dos de los mejores
intérpretes catalanes del momento; en una secuencia que junto con la de la
“ejecución” asistida de Soleras a manos de Lluís constituyen los momentos más
duros de un filme que avanza de forma implacable. Aunque el encuentro entre “la
cacique con pasado” y “el desertor/traidor sin futuro” es un momento de
lucimiento para Nuria Prims (actriz de formación teatral), es difícil decir cuál de los dos está mejor
en un “cara a cara” tan difícil. Más compleja es la comparación de la
interpretación de Plá (llena de resortes escénicos de primer orden, gran
experiencia y destreza para pasar de la delicadeza a la brutalidad) con la del
joven protagonista, es decir con el Lluís al que da vida con esfuerzo pero sin
garra, el joven Marcel Borrás, cuyo tesón no salva su inexperiencia ante las
cámaras, pero que no le sienta del todo mal al carácter titubeante de su
personaje. El alejamiento de los dos amigos está dado por el director de forma
mucho más precisa de lo que parece y,
aunque se aproximan a la misma mujer
en dos ocasiones (tanto a Trinidad como a La Carlana), lo hacen de forma bien distinta, si no
diametralmente opuesta. Enseguida percibimos que su amistad, forjada
tempranamente, reside en las diferencias que existen entre los caracteres de
ambos y se sostiene gracias a ellas pero esas diferencias, instigadas también
por la guerra, la estupidez y el devenir de los acontecimientos, van a
enfrentarlos finalmente en un extraño duelo “sacrificial” que incluye una
secuencia de muerte filmada como una desesperada secuencia de amor/odio
fraternal ensombrecida por una traición de carácter fundacional. Unos se
sacrifican para que otros puedan “reunificarse” de forma convencional y
emprender su camino ¿hacia la paz?
EL VIRUS DEL MIEDO de Ventura Pons
“El
virus del miedo” muestra lo mejor y lo peor del cine del realizador catalán
Ventura Pons. Nuevamente una base teatral más que evidente y pocos escenarios,
actores no profesionales, o venidos directamente de representar esa misma obra
en el teatro, mezclados con intérpretes curtidos en el mundo de las tablas o
las series de televisión; aciertos y originalidad en la puesta en escena con
momentos de planificación rutinaria al servicio de los diálogos o el lucimiento
de un reparto de diferentes generaciones. El gran mérito de esta película- que
queda muy por debajo de sus grandes obras: el documental “Ocaña”, el
largometraje “Manjar de amor” y sus ácidas colaboraciones con el dramaturgo catalán
Sergi Belbel (“Caricies”, “Morir (o no)”)- lo encontramos en la valentía del
tema que aborda y la naturalidad con la que lo hace. Pons, ya veterano
realizador, pero fiel a sus constantes temáticas y estilísticas, adapta una
obra teatral de Josep María Miró “El principio de Arquímedes”, la rueda en el
catalán original y consigue conservar parte de la fuerza del texto de partida al no intentar, como se suele
decir, “airear la obra” o adornarlo más de lo justo para afianzar el realismo
en la ambientación. El filme, sin abandonar un tono de comedia dramática algo
ligero, chusco y epidérmico, aborda el tema de la sospecha, la hipocresía y la
doble moral, al tiempo que nos acerca de refilón a un tema tabú donde los haya:
los abusos sexuales a menores. Pero el enfoque de Pons no es el acostumbrado.
Estaríamos más cerca del terreno de Lilian Hellman y “The children’s hour’s” si
no fuera porque este joven y fornido monitor de natación (encarnado con
esfuerzo por Rubén de Eguía), algo gamberrete y descerebrado pero afectuoso, no
casa muy bien con el ambiente cuasi-victoriano de un colegio para señoritas,
aunque los padres de aire mojigato y linchador sí resultan perfectamente
creíbles. Pero la historia de la propagación de un escándalo (también en nuevos
medios de comunicación y, en este caso, nuevas formas de persecución como las
“redes sociales”), de unos seres que dejan entrever sus prejuicios de forma
creciente, poniendo a un niño como
excusa, sigue siendo un tema de sangrante actualidad y siempre delicado de tratar
con destreza sin herir pieles de distinta procedencia, o previamente
curtidas. Se trata, pues, de desmontar
topicazos o pánicos “moralistas” y Pons vuelve a hacer otro de sus “morceaux de
bravure” que, no obstante, funciona más por sus buenas intenciones y loables
propósitos que por sus grandes resultados cinematográficos, con una puesta en
imágenes ajustada pero rutinaria y, en algunos momentos, algo plana al servicio
de la pieza original y del lucimiento de sus actores y actrices. Así, todos los
intérpretes actúan con eficacia pero con un punto de histrionismo que nos
recuerda casi de continuo tanto su procedencia escénica como la naturaleza
dramática de la obra en que se basa la película, que se ve con interés pero sin
demasiado entusiasmo, revelando sus flaquezas cinematográficas casi ya desde su
primer visionado, a pesar de la fuerza y el suspense del texto en que se basa y
del esfuerzo de los intérpretes principales, no obstante sus evidentes
limitaciones e inexperiencia. Un simple gesto de afecto da lugar a una
interpretación que está condicionada por una serie de prejuicios previos que
desatarán prejuicios posteriores que se conducirán a través de la encargada del
centro (Roser Batalla) – que hace las veces de intermediaria y catalizadora de
los miedos externos- y contagiarán no solo a la micro-comunidad de “padres”
sino también al compañero de piscinas
(Albert Ausellé) de este joven
entrenador de natación (Rubén de Eguía)
El
cine de Pons se resiste a avanzar hacia terrenos fílmicos de mayor envergadura,
como si su verdadero espacio se encontrara siempre entre el documental y el
teatro más o menos bien filmado y entre lo ajustado y lo rutinario, pero su
prestigio autoral se lo debe a películas ya señeras como su maravilloso y
rompedor documental “Ocaña, retrato intermitente” sobre la rutilante Barcelona
de la transición y una de sus figuras icónicas más iconoclastas y a su desafío
pionero a tabúes entonces vigentes como la homosexualidad, el feminismo, la
historia no contada de Cataluña y sus luchas sociales y nacionales, la militancia antifranquista, la historia de los
movimientos por la liberación sexual o la vida en los barrios menos favorecidos
de Barcelona, acompañado siempre de incursiones, cada vez más frecuentes, en
universos literarios y, sobre todo, teatrales donde ha pasado de moverse con
cierta soltura ( desde la desenfadada sátira postfranquista “El vicario de Olot” a las mucho más
elaboradas “Caricies”, “Animales heridos” o “Manjar de amor”) a hacerlo con
frialdad, como ocurre en sus últimos trabajos con un aire televisivo algo impersonal,
alternando la comedia satírica y el filme de episodios con el drama apagado. Se
agradece, no obstante, su incombustible valentía a la hora de acercarse, desde
su óptica siempre personal y discutible, a figuras como el diseñador de moda
seropositivo “Ignasi M”., la mítica escritora catalana Mercè Rodoreda (“Una
merienda en Ginebra”) o a temas como la diversidad sexual en la tercera edad
(“Barcelona: un mapa”) o como en “El virus del miedo” al tabú del sexo
intergeneracional, los abusos (reales o, en este caso, imaginarios) y la
propagación de la calumnia en centros lúdicos o educativos tomados por hordas de padres y educadores de
mentalidades obtusas y cegados por una furia tan imprecisa como creciente e
incontrolada. A esto se añade la
reflexión sobre el panóptico, la tutela abusiva y, sobre todo, la relatividad
del punto de vista sobre un acto inocente que de pronto “se vuelve perverso” y
logrando un efecto de “onda expansiva”. La subjetividad, pues, como arma de
doble filo. La desorganización temporal del relato y algunas “repeticiones buscadas” muestran
una intención de tratar el texto dramático de forma original, pero la falta de
verdadero talento de actores y actrices, lo previsible del “in crescendo” de la
obra, la planificación algo rutinaria y el aparatoso final decepcionan a los
que esperan algo más sutil en el realizador catalán. Otras de sus obras son reflexiones más o
menos inteligentes sobre la juventud actual mejores de lo que parecen (“Año de
gracia”, donde parecía revitalizar su entidad como contador de historias más
allá de lo meramente escénico o televisado), o sobre el mundo del teatro y la
feminidad de desigual fortuna como las simpáticas “Actrices” o “Anita no pierde
el tren”, ambas protagonizadas por la veterana actriz catalana Rosa María Sardá
dando lo mejor de sí misma. El cine de Pons como el de Villaronga está rodado
en catalán y, al ser un cine de actores y actrices, es para ser degustado en
versión original, algo que aún sigue causando resistencias sorprendentes en un
Estado cateto, patriotero, que todo lo confunde, y patidifuso, lleno de “miedo
a la libertad” e incapaz de aceptar la diversidad en cualquiera de sus facetas.
VERANO 1993 de Clara Simón. Verdades
fuera de campo.
“Verano
de 1993”, el debut tras las cámaras de Clara Simón, es una aparentemente
pequeña pero punzante y conmovedora historia de iniciación y
autodescubrimiento, en la que la realizadora catalana narra un episodio
verídico de su propia infancia. El tema del filme es la toma de conciencia de
la muerte, el duelo temprano de una niña que pierde a sus padres y es acogida
por sus tíos teniendo que integrarse en un nuevo núcleo familiar. Poco después
del fallecimiento de sus progenitores, como consecuencia del SIDA (que cómo
muchos elementos del filme no se nombra pero está presente fuera de campo) la
pequeña Frida pasa su primer verano acogida por sus tíos en el campo donde
traba una relación compleja tanto con éstos como con Ana, su prima pequeña.
Frida, tras una serie de pequeñas aventuras y desventuras, observadas con
meticulosidad, pero también con un asombroso naturalismo, pasará de la fase del
desconcierto y la rabia a la conciencia de la pérdida y la progresiva
integración en el nuevo ambiente. Estamos, pues, ante un drama desgarrado pero
contado sin aspavientos, donde no falta la ironía, ni el costumbrismo ni las
situaciones de comedia leve, con algo de ese cine de cámara, a la vez moroso y
fluido, lleno de sonidos de la naturaleza, imágenes furtivas y diálogos
entrecortados de autoras argentinas como el cine proto-feminista de Lucrecia Martel (“La ciénaga”, “La niña
santa”) o Julia Solomonoff (“El último verano de la Boyita”, una película de
apariencia pequeña pero corazón grande) que han utilizado la mirada de los
niños (en este caso las niñas) como punto de vista privilegiado sobre una
realidad crispada observada de forma fragmentada y caleidoscópica, mezclando
realismo, dolor quedo y ráfagas intermitentes de poesía, una poesía que tras su
belleza esconde una profunda tristeza. También usa el sonido de forma original,
dotando a su relato de una gran naturalidad, utilizando la música de forma
diegética mediante radios, bandas en los pueblos, pianos, tonadillas tocadas en
lugares que no vemos e incorporando la fuerza de los ruidos de los insectos, el
fluir del agua, el murmullo de las gentes, el rumor del viento, los sonidos que
emiten los animales fuera de la granja,
los gritos de los niños al fondo etc. Rodado en catalán, y premiado ya
en varios festivales, estamos ante un filme que no deja de ser aún una “rara
avis” en el cine que se realiza en el estado español con beneplácito de público
y crítica. Tal vez la fuerza de este a la vez pequeño y grande “Estiù
1993” reside en que la autora se ha decidido a contar algo muy personal,
un episodio de su niñez que afirma superado pero nunca olvidado y a hacerlo de
forma también muy directa, sencilla y sincera. Clara Simon se sitúa a la altura
de su pequeña (y solo aparentemente frágil)
protagonista para observar el mundo, una parte del mundo, ese
microcosmos frágil que finge “normalidad” para no dañarla en su nueva y todavía
difícil etapa; ese pequeño universo en
el que se introduce de forma alternativamente brusca, inquisitiva y
delicada y lo hace, ya desde su opera
prima, con la sabiduría y la personalidad de una gran autora.
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