"La
Divina Trinidad, desde el cielo decretó su inmutable voluntad; y a morir con
humildad el Dios Hijo se prestó."
Saeta popular.
Quién
nos iba a decir a los maricas de principios del siglo XXI que podríamos
encontrar un compendio de prácticas sexuales periféricas tan completo en una
celebración religiosa como la Semana Santa. Y sin embargo es así. A cualquier
aficionado al sado-maso no se le escapa el catálogo de representaciones que
escenifica Jesucristo: maniatado, flagelado, clavado a una cruz, con una corona
de espinas, sangrante, desnudo, asumiendo su papel de esclavo, exhibiéndose en
su dolor para el público, que mira desde las aceras de las calles de cualquier
ciudad castellana o andaluza con la misma avidez y morbo con que se mira en las
mejores noches del Eagle.
Es
un juego de deseo donde todo está bajo control, en función de una escena: los
verdugos encapuchados, la música, las velas, los disfraces, las heridas del
cuerpo de Jesús mostrando el dolor, el lugar de un padre severo que ordena el
sacrificio de su hijo, la culpa, el castigo. Esta escena ofrece todos los
recursos para la identificación: uno puede querer ser ese hijo al que azotan, o
el romano de turno con el látigo de cuero, o el ladrón que ha sido malo y
quiere ser castigado, o el mirón que disfruta desde los márgenes este ritual de
ejecución hasta la penetración final con la lanza en el costado. Un padre y un
hijo en el mismo lote, otra fantasía genial del catolicismo, sintetizar en uno
solo al amo y al esclavo.
No
es extraño que el lugar más cotizado sea el de Jesús; en muchos pueblos
españoles hay verdaderas disputas para lograr ocupar ese espacio y dejarse
crucificar en pasiones vivientes. En otros casos, la demanda es tan alta, que
la gente se martiriza ella solita y salen a la calle con arados y maderos,
flagelos, y otros aperos de tortura atados a la espalda. Toda la carga de
esclavitud que está en el fundamento del catolicismo (una de las claves de su
éxito) se libera en estos días de "pasión" con toda su crudeza: si
quieres un amo, lo tendrás. El deseo trabaja para la pulsión de muerte, y esta
alianza silenciosa es más fuerte que cualquier ideología, doctrina o moral. Y
es precisamente un padre que nunca da lo que se le pide el que tiene más
posibilidades de supervivencia. El islamismo, el judaísmo y el cristianismo
parten de una misma escena sadomasoquista: un dios que le pide a un padre el
sacrificio de su hijo. Y la aceptación gozosa de este padre para cumplir ese
mandato insensato.
El
cuerpo sexuado de la Semana Santa revela un exceso y un defecto: el cuerpo de
Jesús es todo sexo: carne, pasión, sudor, sangre, tortura. Dios omnipotente,
sacrificio redentor. La Virgen, en cambio, es todo menos cuerpo: un pequeño
rostro quejumbroso, rodeado de enormes capas y mantos lujosos que ocultan un
simple esqueleto de madera que nadie debe ver. Virginidad, castidad, la mujer,
una vez más, vaciada de sentido y de deseo. Aunque la Virgen, en todo este
tiempo, no se ha estado quieta. Por recursos que nadie conoce, ocupó hace ya
mucho tiempo el lugar del Espíritu Santo, la Blanca Paloma, el
"Dador" del Rocío, que ahora es la Virgen del Rocío. Por eso la
raptan hoy en día, para intentar ver qué hay ahí dentro, quién es esa señora
que ahora puede "darnos", cuando antes sólo recibía. Sabiduría
bollera de una Virgen que guarda muy bien sus secretos:
"Oh, Señor, que la efusión del
Espíritu Santo purifique nuestros corazones y, penetrándolos hasta lo más
íntimo con su divino rocío, los haga fecundos".(Oración del Rocío).
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