miércoles, 8 de marzo de 2017

CRÍTICA CINEMATOGRÁFICA: 'MOONLIGHT'

Luces y sombras de un sueño imposible

 

Por Juan Argelina


"Si pudiese hacer lo que quisiera, me iría al centro de la Tierra, nuestro planeta, y buscaría uranio, rubíes y oro. Intentaría encontrar Monstruos Perfectos. Después me iría a vivir al campo"
 


Estas palabras salían de la mente de un "filósofo excepcional", la niña de ocho años Florie Rotondo, y con ellas comenzaba Truman Capote sus relatos de Plegarias Atendidas, su libro póstumo. La idea de los monstruos perfectos me hizo reflexionar, porque, al igual que Truman, también yo me identificaba con la imagen que proyectaba en mí: seres que buscan maravillas en un mundo imposible, para después retirarse, sabiendo que, después de eso, ya no habría nada por descubrir. No obstante, también me inquietaba intuir que esos monstruos no eran más que buscadores de oro, ansiosos por saciar su vanidad, ocultando sus defectos con la mentira del oropel. Quizás por eso, ese centro de la Tierra no sería otra cosa que el interior de uno mismo, donde a veces hay que cavar profundo para encontrar riquezas, las mismas que deberían inundar el espíritu y convertirlo, como un alquimista, en oro puro. Sentirse un monstruo es conocerse poco a poco, durante toda una vida, para descubrir lo que un día se intuyó siendo aún un niño, maltratado por todos, excepto por aquel que inundó su alma de la poesía del mar y del color azulado de su piel bañada por la luz de la luna, pero que ocultaba la oscuridad del dolor que roía sus entrañas. Moonlight nos arroja a las profundidades de esa Tierra donde la resiliencia es la única vía de escape, donde la mierda y las piedras preciosas de momentos fugaces se mezclan, retándonos a encontrar su valor bajo la apariencia de una monstruosidad aparentemente insalvable. "¿Qué es un marica?" le pregunta el niño al único hombre que le ha arrancado las primeras palabras de confianza. "¿Soy un marica?", continúa. "Sólo es una palabra", le responde. Una palabra de cuyo significado se dará cuenta más adelante, cuando vaya tomando conciencia más clara del entorno hostil que le rodea.

Infancia, adolescencia, madurez, las tres edades sobre las que el arte ha fundado la idea del camino hacia el conocimiento y la muerte, nos trasladan a lo largo de la película hacia el principio de la memoria. El adulto vuelve al niño como el salmón a su origen. Es más, resulta revelador el parecido del Chiron adulto con el hombre que le enseñó por primera vez la realidad oculta del ambiente doloroso que le rodeaba. La misma droga que acababa con su madre, era al final su única defensa, el telón teatral que ocultaba su verdadera naturaleza. Porque en el gueto no hay lugar para la debilidad, el Chiron asustadizo y resignado del instituto se convierte en un "monstruo perfecto", que bajo una musculosa apariencia, esconde el secreto de aquella primera vez en que fue "tocado" por un amigo, que al igual que él, sufre la represión de un sistema perverso. Como en un juego macabro, la supervivencia en el gueto empuja a sus víctimas a la violencia. El adolescente crece en un ambiente de miedo, perseguido por quienes, igualmente atrapados, se creen fuertes intimidando a otros, y en el fragor de la batalla, la droga que mata, que le expulsa de su casa, que le aísla de la vida, también le ofrece la oportunidad de encontrar otro hueco de esperanza. "¿Que te hace llorar?" le pregunta su amigo Kevin, mientras se fuman un porro al borde del mar. "Si no lloras, te quedas seco por dentro". Es la segunda vez que puede obtener un poco de ternura, de complicidad, de cariño, de sexo, aunque sea un instante fugaz. Una mano apretando la arena de la playa, un jadeo apenas perceptible, unos rostros que no ocultan sorpresa y que mientras se alejan despacio, sólo aciertan a expresar un "lo siento", un instante de felicidad truncada de nuevo por la salvaje realidad. El rostro ensangrentado de un Chiron enfrentado a su espejo, le devuelve a la dureza de la que ya no saldrá hasta el final. Los primeros planos de Chiron ante su reflejo y los juegos de miradas entre él y su amigo Kevin mientras es detenido por la policía, plantean al espectador el dilema del amor-odio sostenido en un amargo suspense de impotencia.

¿Cómo explicarlo todo sin entender el contexto delirante de la situación de los barrios negros de las grandes ciudades norteamericanas? La acción de la película se desarrolla en el Liberty Square de Miami, donde crecieron tanto el director, Barry Jenkins, como el autor de la obra de teatro, Tarell Alvin McCraney. No pude evitar recordar mi experiencia hace años en Detroit, donde pude ver el muro que separaba a los barrios blancos de los negros en el distrito de Eight Mile, levantado por un empresario de la construcción con el fin de optar a los préstamos de la Administración Federal de la Vivienda. Según el lado del muro en el que se viviera se podía conseguir o no uno de esos préstamos, pues se consideraba que los negros no eran fiables. Toda la ciudad estaba dividida de esta forma, lo que demostraba que la segregación no era accidental, sino la consecuencia de una política premeditada. Ese muro ocultaba la vertiente financiera de la lucha por los derechos civiles. Los negros fueron excluidos de la nueva sociedad de propietarios, pero se pagó un precio muy alto por esa exclusión: el 23 de julio de 1987 el barrio estalló. Cinco días de disturbios y saqueos hicieron estremecer toda la ciudad en lo que fue la peor revuelta racial urbana desde los años sesenta. La rabia ante la discriminación dejó 43 muertos, pero la mayor parte de la violencia no se descargó contra las personas, sino contra las propiedades: tres mil edificios fueron saqueados e incendiados. La condena de unos intereses impagables en tiempos de crisis llevó a la gente a la pobreza y al desahucio, mientras los prestamistas aseguraron sus ganancias con avales del Estado.  Así, ante un futuro de progresiva degradación, la pasión y  el amor se acaban convirtiendo en todo  un lujo.

Es admirable la creación de instantes poéticos que la película nos ofrece, en tal ambiente destructivo. Puede parecer inimaginable que de aquel niño que corría atemorizado para esconderse en las casas vacías por los desahucios, o del Chiron adolescente maltratado y golpeado por sus compañeros de clase, surgiera en la tercera parte un hombre seguro de si mismo, traficante, como lo fue el que conoció en sus primeros años, reprimiendo su naturaleza. Pero, como la magdalena de Proust, la memoria siempre regresa, y el reencuentro de los dos amigos reaviva toda la carga sexual detenida en aquellos granos de arena que el puño contuvo mientras duraba el corto y único orgasmo que pudo disfrutar. Esta tercera parte me hizo recordar Happy Together de Wong-kar-Wai, a quien seguramente Barry Jenkins ha querido homenajear, con sus colores eléctricos y su música sugerente (Caetano Veloso incluido). Es necesario alejar a los personajes fuera de ese entorno opresivo, iniciar un viaje nocturno para volver a ese origen perdido, y empezar de nuevo al borde de ese mar en el que surgió todo, como la metáfora de Iguazú en Happy Together, "Eres el único hombre que me ha tocado... El único... No he tocado a nadie desde entonces...", se atreve a decir al final. Y el niño encerrado en el cuerpo adulto reaparece ante el mar abierto volviendo su rostro hacia un pasado definitivamente cerrado. No es necesaria ninguna escena explicita, porque la liberación se completa tras la desaparición de las máscaras. Ahí está el valor de esta película, y su sentido rupturista, sobre todo en estos tiempos reaccionarios, en los que la homofobia y la intolerancia campan a su antojo.
 

 

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