La caída de todos los muros
Por Alexis Muiños Woodward
En
los últimos años se ha ahondado de forma
exponencial en un fenómeno que ya cobró
sus primeros impulsos en la década del 90 en América Latina: los barrios
cerrados. Ya forman parte común de toda
la geografía urbana de las grandes ciudades latinoamericanas que, al ritmo del
crecimiento económico, han ido estratificándose aún más en diferentes sectores.
Sectores que se separan claramente por
la clase social de sus habitantes.
En
mi país, Argentina, se han multiplicado estos barrios llamados ‘countries,
barriadas que se suelen caracterizar por estar ubicadas en zonas aledañas a los
centros urbanos pero con buena accesibilidad, un complejo sistema de vigilancia
privada y un cerco perimetral o muros que establecen una división muy clara
entre el adentro y el afuera, entre esa burbuja de la élite privilegiada y la
sociedad en general. Una sociedad de la
cual intentan aislarse, generalmente por cuestiones de seguridad, pertenencia y
status socioeconómico.
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Si
bien Argentina tuvo un gobierno pseudo-progresista durante la última década,
con un importante avance en materia de derechos humanos, hubo a la par una elevada concentración de la riqueza y la
amplia desigualdad social que hoy atraviesa a toda la sociedad, y así fue como
ese tipo de barrios privilegiados se siguieron expandiendo a un ritmo
vertiginoso, algo que en términos jurídicos debería haber sido regulado o
incluso prohibido, ya que se trata de la privatización de grandes sectores de
tierra. Grandes zonas de terrenos en los cuales muchas veces se ven desplazadas
personas de bajos recursos para la concreción de estos mega proyectos
inmobiliarios que suelen contar con el respaldo del sector político que permite
su imparable proliferación.
Mientras en los alrededores de las ciudades
afloran enormes bolsas de pobreza o ‘villas miseria’ -en las que sus habitantes
conviven hacinados en pequeñas y precarias viviendas sin los servicios básicos
garantizados- a la vez surgen los barrios cerrados que se levantan como ‘fortalezas
medievales-postmodernas’ y que poseen
una desproporcionada extensión para la escasa cantidad de personas que las
habitan. Y que, por supuesto, lo hacen en viviendas
dotadas de todo el lujo, confort y seguridad posibles.
La
clase dominante parece buscar la forma de evitar los mismos males que ella
misma genera, y en lugar de intentar erradicarlos (algo que atentaría además
contra su propio status garantizado por la explotación continuada de los más
desfavorecidos), intenta negar los problemas aislándose en estos territorios
que emergen como islas fortificadas, en las que buscan vivir ajenos a las
supuestas amenazas y la fealdad de esa misma pobreza que es el efecto residual
de un capitalismo voraz y vampírico que alimenta a las clases altas a través
del desangrado del proletariado y los sectores más vulnerables en el plano
socio-económico.
No
es casual que dichos barrios adquieran la denominación de ‘countries’, que en
inglés significa ‘países, ya que de algún modo se constituyen como países o
‘islas’ dentro de otro país; como espacios elitistas y exclusivos que se erigen
de forma arbitraria y en los que el ingreso está vedado a todo aquél que no
cumpla con los requisitos socio-económicos para poder ser parte de ese ámbito de
congregación clasista.
Donald
Trump planea construir el ignominioso muro en la frontera con México y cabe
preguntarse cuántos muros ya conviven dentro en las grandes ciudades mexicanas,
al igual que en las de los otros lugares, muros que dividen en sus propias
tierras a ricos de pobres, explotadores de explotados, privilegiados de
excluidos… Por lo tanto, es importante luchar no sólo contra los muros que
intentan construir los líderes de los países hegemónicos, sino también contra
todo aquél muro que pretenda levantarse en el seno de nuestras propias ciudades
con el fin de segmentar los territorios de nuestras sociedades ya fragmentadas.
Divisiones que parecen naturalizadas a
pesar de la evidente desigualdad que representan y en la que se sustentan. Esas
fronteras simbólicas que separan a una clase de otra terminan materializándose
a través de estos paredones que aíslan a un sector social de otro y refuerzan
el carácter reaccionario y excluyente del capitalismo.
En
lo que respecta a la comunidad LGTBIQ latinoamericana, en términos de
territorialidad, ésta también está atravesada por profundas diferencias,
establecidas según la clase social o la procedencia y la raza. Es común que en
estos casos los desplazamientos de las regiones más pobres hacia los grandes
centros urbanos se den por una búsqueda no solo de mejores condiciones
económicas, sino también de un ambiente más tolerante e inclusivo hacia la
diversidad sexual. Pero muchas veces la compleja inserción en el mercado
laboral y los altos costos de vida terminan empujando a muchas de estas
personas a vivir en condiciones precarias en barriadas donde reinan la miseria
y la violencia. Esta situación lleva, por ejemplo, a que muchos emigren a
México DF, Buenos Aires o San Pablo para encontrar una vida mejor pero terminen
luego viviendo en una marginalidad quizás aún mayor a la que sufrían
previamente. Así se genera entonces también una fuerte división hacia dentro de
la propia comunidad LGTBIQ, que queda segmentada por rígidas barreras de
carácter socio-económico que insertan y priorizan socialmente a unos mientras
recluyen e invisibilizan a otros.
La
lucha por la eliminación de los muros o fronteras debe ser también la lucha por
la erradicación del dominio de una clase por sobre otra y de algunos países por
sobre otros, ese es el horizonte de la utopía a la que debemos intentar
acercarnos cada vez más, que los muros reales no nos eviten entonces ver la
descomunal pared-muro que se ha
levantado y se sigue agrandando para dividir y someter a la humanidad, ese mamotreto
gigante que nos impide visibilizar un futuro más prometedor para todos/as y que
debe derrumbarse totalmente y de una buena vez por todas: El capitalismo.
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