TEXTOTECA

El escándalo


En las largas tardes del verano, ya regadas las puertas, ya pasados el vendedor de jazmines, aparecían ellos, solos a veces, emparejados casi siempre. Iban vestidos con blanca chaqueta almidonada, ceñido pantalón negro de alpaca, zapatos rechinantes como el cantar de un grillo, y en la cabeza una gorrilla ladeada, que dejaba escapar algún rizo negro o rubio. Se contoneaban con gracia felina, ufanos de algo que sólo ellos conocían, pareciendo guardarlo secreto, aunque el placer que en ese secreto hallaban desbordaba a pesar de ellos sobre las gentes.

     Un coro de gritos en falsete, el ladrar de algún perro, anunciaba su paso, aun antes de que hubieran doblado la esquina. Al fin surgían, risueños y casi envanecidos del cortejo que les seguía insultándoles con motes indecorosos. Con dignidad de alto personaje en destierro, apenas si se volvían al séquito blasfemo para lanzar tal pulla ingeniosa. Mas como si no quisieran decepcionar a las gentes en lo que éstas esperaban de ellos, se contoneaban más exageradamente, ciñendo aún más la chaqueta a su talle cimbreante, con lo cual redoblaban las risotadas y la chacota del coro.

   Alguna vez levantaban la mirada a un balcón, donde los curiosos se asomaban al ruido, y había en sus descarados ojos juveniles una burla mayor, un desprecio más real que en quienes con morbosa exactitud les iban persiguiendo. Al fin se perdían al otro extremo de la calle. 

   Eran un seres misteriosos a quienes llamaban "los maricas".

Luis Cernuda
Ocnos, 1942





….y lo único que importa ahora es que Clara haya dejado de temblar, porque quiero que se expanda y florezca esta noche sin miedo y sin sudores, que triunfe Angélica segura y terrible, mi fragante princesa tropical, sobre la niña ansiosa y asustada, y la mezo, la arrullo, la consuelo durante horas y horas –me consuelo al consolarla- de todos los miedos que ni tienen nombre, la freno suavemente –despacio, Clara, despacio, tenemos todo el tiempo- porque no quiero una vez más, no quiero aquí esta noche, esa agresión febril, esa acometida de animalillo salvaje y desamparado, ese placer sombrío y terrible de otras veces, y sólo mucho más tarde, cuando estamos desnudas, hermosa su blancura escuálida y ya no avergonzada a la luz de las llamas –ahora sí he añadido leña al fuego, he cerrado las cortinas, he buscado unas mantas- entre el cabello oscuro y lacio de sirena, sólo ahora, casi de madrugada, dejo que se apretuje contra mí con este deseo oscuro, torpe, desolado que casi me da miedo, pegada a mí, la piel contra la piel, iniciando un gemido que muere en estertor, restregándose contra mi cuerpo, sus dos piernas enlazadas como una trampa mortal en torno a mis caderas- suavecito, Clara, despacio, tenemos todo el tiempo-, hasta que me desprendo del estrecho lazo de sus piernas y sus brazos –quieta, Clara, quieta, amor- la tumbo de espaldas, la fuerzo a no moverse, la sujeto contra el suelo con mis dos manos, mi boca empieza un recorrido lentísimo por la garganta fina, palpitante, donde agonizan los gemidos, la garganta de alguien que se está ahogando y que no quiere gritar –silencio, Clara, quieta, todavía es de noche, tenemos todo el tiempo-, un recorrido lentísimo por los hombros redondos que no logran de cualquier modo contener el temblor, por los huesos que se le marcan delicados en el escote, por los pechos chiquitos, por los pezones pálidos, de pezón a pezón mi boca mordisqueante, hasta que crecen hacia mí erizados y locos, encrespados bajo el aire abrasado de mi boca, bajo mis labios duros y mis dientes punzantes y breves, y son ellos ya los que buscan dientes y labios, y los muslos de Clara se levantan hacia el vacío, también buscándome, porque yo sigo con mi boca sobre ella, mis manos inmovilizándola, mi cuerpo todavía distante –despacio, Clara, despacio, pronto llegará el alba-, y los flancos de Clara arqueados de un modo tan violento y contorsionado, tan pálidos y flacos a la luz de las llamas, evocan imágenes sombrías de terribles torturas ancestrales, ahora sí deslizo mi cuerpo sobre el suyo, y dejo que me aferren frenéticas sus piernas –despacio, Clara, despacio, amor, despacio-, y mi mano va abriendo suavemente el estrecho camino entre su carne y mi carne, entre nuestros dos vientres confundidos, hasta llegar al húmedo pozo entre las piernas, unas fauces babeantes que devoran y vomitan todos los ensueños, y yo me hundo en él como en la boca de una fiera, arrastrada en las ondas de un torbellino en que naufrago, y crece el vaivén de nuestros cuerpos enlazados y el roce de mi mano entre sus muslos, y el gemido de Clara es de pronto como el aullido de una loba blanca degollada o violada con las primeras luces del alba –pero no hay temblores locos esta vez, no hay gemidos entrecortados, porque el placer brota, seguro y sin histerias, de lo más hondo de nosotras y asciende lento en un oleaje magnífico de olas espumosas y largas-, y después Clara yace a mi lado, desmadejada como un muñeco de estopa, jadeante todavía, pero relajada al fin, recuperada finalmente su sombra o liberada para siempre de la caterva de los niños perdidos. 


Esther Tusquets
El mismo mar de todos los veranos,  1978

 
Contra Jaime Gil de Biedma 

Jaime Gil de Biedma
 Poemas póstumos, 1968  

(Audio recitado por el propio autor)









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