Homofobia y gestación subrogada
Por Pablo Pérez Navarro
Hace unos días,
a través del móvil, en el grupo preparativo de una charla sobre la gestación de
moda, otra de las ponentes compartió la imagen de un musculado cuerpo masculino,
tatuado y sin camiseta, con un bebé en brazos. La leyenda, sobreimpresa en
letras grandes: gaypitalismo. Si la ocurrencia hubiera antecedido a una charla
en Hazte Oír, no habría tenido mayor interés. Apenas habría sido una forma
ingeniosa de advertir que si les concedes el derecho a las mujeres para gestar
para terceras personas, imagínate, alguna podría concebir el bebé de la
musculoca del quinto. Qué grotesco.
Solo que
aquello no era Hazte Oír, sino un espacio transfeminista. Pese a lo cual, allí
estaba aquella imagen, con el aire condescendiente de quien se pasea por su
propia casa, asociando la crítica anticapitalista a esta técnica de
reproducción asistida con cierta imagen de la paternidad gay. Llegando a
fundirlas en un despreciativo lema. La subrogada no sólo es propia de gays
normalizados estética y políticamente, gritaba la imagen para anticipar el
debate, sino que refleja todos los males, además, del sistema de explotación
capitalista. ¿La de quién? Sin duda, la del cuerpo ausente, el de la gestante
que parió al bebé que terminó, vía explotación reproductiva, en los brazos de la
paternidad sin madres.
Más allá de lo
anecdótico, conviene tener muy presente que la crianza de nacimiento sin figuras
maternas que permite la gestación subrogada no es algo que inquiete sólo a la
homofobia más fácilmente ubicable y reconocible. Ni muchísimo menos. Al calor
del debate, no es raro encontrar incluso a feministas de este milenio súbitamente
preocupadas por cosas tales como el derecho de los bebés a recibir leche
materna. ¿Quién amamantará al bebé del gaypitalismo? Se preguntan. Entre la
gestante que no asume relación maternal alguna y las crianzas de nacimiento sin
madres, el orden simbólico de la madre salta hecho pedazos.
En la práctica,
a un amplio sector de la población feminista y de izquierdas, no digamos ya de
la otra, le importa bien poco que más del ochenta por ciento de las subrogaciones
las lleven a cabo parejas heterosexuales con problemas de fertilidad. Al menos
estas solo sustituyen a una “madre” por otra. Entretanto, llueven artículos,
alusiones, y hasta cuñadismos transfeministas, que por supuesto también los hay,
explicando que el problema de la subrogada radica en el privilegio masculino
para explotar la feminización de la pobreza.
Hay cosas que
resultan más sencillas de pensar o, más bien, de dejar de hacerlo, cuando
puedes reducirlas a la imagen de un hombre explotando a una mujer. Es la misma
regla de tres que hace desaparecer a los chaperos junto a las clientas mujeres,
como por arte de magia, de la mayor parte de los debates sobre el trabajo
sexual. Con el agravante de que, en este caso, un abrumador porcentaje de subrogaciones
corresponden a mujeres que recurren a la capacidad gestante de otras. Tanto se
demoniza esa explotación “de género” y la paternidad sin madres que en países
como Portugal la coalición de izquierdas acaba de aprobar el uso de la
subrogada sólo cuando está involucrada una madre de intención. Como resultado, las
parejas heterosexuales pueden subrogar, mientras que soleteros y gays afrontan
penas de cárcel. Recordemos que sí, en Portugal, los gays pueden casarse,
adoptar y hasta darse la mano por la calle. Lo que no pueden es subrogar.
Y es que, al
igual que ese sorprendentemente desdibujado nexo entre mujeres con y sin
capacidad gestante, ya sea solidario, pecuniario o mixto, las familias
heterosexuales creadas por subrogación tienen ese don, el de pasar cotidiana y
políticamente mucho más desapercibidas. A veces ni los vecinos se preguntan de
dónde salió el bebé. Ni los consulados. En la subrogada, como en casi todo, la
heterosexualidad amplía posibilidades, abarata costes, agiliza trámites.
No existe, por
el contrario, ningún súper poder de invisibilidad para los padres no
heterosexuales. A ese bebé no lo ha gestado ni su papá ni su papá, se comenta
allá por donde pasan. Hasta el cónsul de California, ese que nunca dijo nada
cuando las parejas hetero aterrizaban después de que nacieran sus hijos en
suelo americano, se dio cuenta, generando un revuelo administrativo que dura ya
casi una década y que acumula toneladas de ensayos de derecho internacional
privado. El de California, y el de cualquier otra de esas carísimas latitudes
donde permiten subrogar a parejas gays, con mejor o peor suerte. Lugares donde,
por cierto, la tan señalada relación de desigualdad económica entre las
privilegiadas del norte y las gestantes del sur tiende a invertirse,
especialmente si tenemos en cuenta que las gestantes han de demostrar su
estabilidad económica para poder serlo y lo poco al norte que queda, para según
qué cosas, el sur de Europa.
Claro que esa
inversión geográfica no es el único error de matrix que provoca la paternidad sin madres. Leamos si no al juzgado
de primera instancia de Valencia, oráculo metafísico del llamado “caso cero” y que,
por supuesto, corresponde a una familia homoparental: “ello que al menos
formalmente es cierto pues así consta en la certificación californiana, no lo
es, ni puede serlo a efectos materiales pues biológicamente resulta imposible,
surge con ello la existencia de la duda sobre la realidad del hecho inscrito”. Y
así pasamos de la inmutabilidad del ser (“El Ser es, el no Ser no es”,
pontificaba Parménides) a la del mater
sempre certa est. Inmutabilidad, al menos hasta que el Tribunal Constitucional
decida por fin pronunciarse al respecto de si el certificado de nacimiento con
dos padres es no válido, y se dilucide si España tendrá o no que seguir el
camino de los estados europeos condenados por el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos por no respetar las filiaciones establecidas en el extranjero.
Podría parecer
que este tipo de problemas administrativos son asunto de esas pocas
privilegiadas que se pueden pagar los costes de una gestación subrogada en el
extremo norte del norte global. Aunque para eso tengamos que olvidarnos de que
muchos se hipotecan a muy largo plazo para poder subrogar y también, por
supuesto, de esa pareja gay (oh, casualidad) a la que se separó como medida
cautelar de su hija en Almería, en espera de juicio, por subrogar sin pasar por
el carísimo exilio reproductivo. Nunca está de más recordar, llegados a este
punto, que hemos pasado de 2891 adopciones en 2010 a tan sólo 799 en 2015,
según el Ministerio de Sanidad, y no es por falta de demanda. Por retorcer el
rizo, un buen porcentaje de los países de origen excluyen directamente la
adopción homoparental. A lo mejor parte de la fijación viene de la conciencia
de que, en la práctica, la regulación de la subrogada es la puerta para que la
marica del quinto, de clase media o baja, musculoca o loca a secas, pueda de
hecho procrear. Que se disparen todas las alarmas, entran Almodóvar y Mcnamara
al escenario y suena “voy a ser mamá”.
Relativos
privilegios aparte, creo que es precisamente porque se alude con tanta
frecuencia en estos debates a “los hombres” (expresión que funciona en este terreno
como eufemismo de gays, que a su vez lo es de maricas que quieren jugar a papás
y mamás, como decía Fernando Savater) sin más objeto que el de añadir al debate
un poco de homofobia soterrada, por lo que estos debates nos atañen muchísimo más
directamente de lo que nos gusta pensar al conjunto de la población elegetebecú.
No sólo por esa
homofobia que campa a sus anchas por los debates, en las desubicadas cruzadas
contra el gaypitalismo y en esa eterna mistificación de la gestación y la crianza
maternas (que alcanza sobre todo a los gays pero también a las madres lesbianas
no gestantes) sino también porque no tenemos precisamente buenas relaciones
históricas con las imposiciones estatales sobre lo que podemos hacer con
nuestros cuerpos en general y nuestros sexos y capacidades reproductivas en
particular. El derecho a gestar para otras personas no se puede pensar aisladamente
de otros derechos sexuales y reproductivos como el derecho a inseminarse, a
hormonarse, a congelar gametos, a donarlos, a esterilizarse, a no hacerlo, a
abortar, a las cirugías de reasignación, a criar fuera de los mandatos de la
monogamia y a ser o a no ser madre o padre en los términos que cada una decida.
Bastante
sabemos de todo ello como para no solidarizarnos, así sea un poco y solo por
esta vez, con esa inmensa mayoría de heteros que han recurrido a la subrogada,
o que lo harán en el futuro, y que están soportando un ataque de una virulencia
creciente y que llega preñado de esencialismos, moralismos, biologicisimos y
también, como cohesionándolo todo, de abolicionismos bastante preocupantes.
Aunque solo sea porque sabemos bien, por experiencia o hipersensibilidad
política adquirida, lo que supone que todo el mundo se permita opinar sobre si
tu familia es o no lo bastante normal como para considerarla una familia
legítima, moralmente aceptable, digna o no de reconocimiento legal y, a la
postre, real.
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