lunes, 24 de julio de 2017

¡YO NO QUIERO QUE ME ENTIERREN!






El niño queer y la muerte en la obra Así que pasen cinco años, de Federico García Lorca

 

 Por Eduardo Nabal

 
La representación del varón homosexual (gay masculino), en este caso el adolescente, como alguien cuyo deseo está, de un modo u otro, estructurado por la muerte o una experiencia de vida limitada por determinadas constricciones es ya un lugar común en la cultura y el arte occidentales: la muerte como rechazo de la perpetuación de la vida, como negativa a entrar en el orden social y amoroso que asegura y regula la continuación de un determinado estilo vida, basado en el modelo de la heterosexualidad reproductiva y canónica. Christopher Marlowe, Yukio Mishima, Jean Genet (‘L’ enfant criminel’), Juan Goytisolo, Gil de Biedma, Luis Cernuda o algunos personajes de Tennessee Williams, o de su amiga Carson McCullers, son ejemplos clave que no representan el total, pero sí a un determinado imaginario. Un imaginario y  que hemos heredado y que no está de más reivindicar en su carácter subversivo, frente a un nuevo orden normalizador o clonizante, que David Halperin ha llegado a definir como ‘homosexualidad heteronormativa’.
La muerte como, de otra forma, el amor y las causas sociales, ocupa un lugar central en la obra de Federico García Lorca, tanto en su obra poética como en su amplia producción teatral. Esto es así incluso si ignoramos o pretendemos ignorar su cruel y trágico asesinato a manos de las milicias franquistas como una clave para interpretar su obra.
La muerte es también uno de los temas de Así que pasen cinco años, una de sus más sorprendentes obras teatrales. Influida por el surrealismo y por su estancia en Estados Unidos y la literatura estadounidense, Así que pasen cinco años se plantea como un experimento, una obra de vanguardia sin llegar al delirio y el exceso casi dadaísta  de El público, considerada como la más irrepresentable de sus grandes obras, pero con el mismo afán de romper ciertos moldes en la tradición escénica, incluida dentro de su ciclo de ‘Comedias imposibles’.
A simple vista, no es la muerte el tema capital de la obra. El tiempo, el amor imposible, la sociedad resquebrajada,  la pérdida del ideal, son constantes lorquianas que aparecen con renovada fuerza y bajo una luz harto original en esta obra. Una obra concebida en Estados Unidos y escrita después, donde recoge la inquietud de la vanguardia teatral y cinematográfica que allí había  conocido, cercano a nombres como Buster Keaton, Chaplin etc.
El marco cultural de la obra es uno de los menos localistas de la obra lorquiana. Apreciamos influencias del teatro italiano, de la ‘comedia dell ‘arte’ (Arlequín, El Payaso), de la cultura popular norteamericana  (ese ‘jugador de rugby’ convertido en paradigma, un tanto grotesco y auto-paródico, de la ‘virilidad con mayúsculas’), del cine fantástico y cómico mudo (Chaplin, Clair, la ‘screwball comedy’) y de las reflexiones surrealistas sobre el poder transgresor del amor, las heridas del tiempo y la posibilidad de romper sus ataduras y sus moldes preexistentes. La sombra del mejor  Cocteau, Buñuel, el humor negro y el teatro experimental emergen en la obra, aunque tamizada por la personalísima mirada del artista andaluz.
Hay dos personajes en la obra que han llamado poderosamente mi atención y que aparecen en un breve episodio que, aparentemente, tiene poca relación con la obra y se encuentra intercalado hacia la mitad del primer acto. El episodio del dialogo entre el niño y el gato. Después sabremos que el niño muerto es el hijo de la portera, recién fallecido, y que el gato es un gato de la casa abatido a pedradas por un grupo de muchachos, pero su relevancia en la historia nos parece ínfima. Un episodio sorprendente protagonizado por dos seres singulares en un singular diálogo entre dos fantasmas, un diálogo que nos retrotrae al Lorca de las canciones y los diálogos de la infancia por su tono aparentemente ingenuo, sus rimas primarias  y su aire de fábula.
Al leer la obra con atención podemos intuir el sentido profundo de este episodio en el conjunto del texto. La necesidad de Lorca de incluirlo y sus resonancias en el resto de la historia. El tiempo en Así que pasen cinco años pone a prueba la pervivencia del amor, pero ante  todo cuestiona  la inocencia de los mecanismos tradicionales de su ceremonial. El Joven, protagonista absoluto de la historia, no quiere únicamente postergar su matrimonio sino que se resiste a llamar ‘novia’ en el sentido tradicional del término a la muchacha de la que está enamorado. Cree que el sentido tradicional del noviazgo deteriorara el amor, más incluso, que el paso del tiempo al que teme irremisiblemente. Las inquietudes del joven son una forma de resistencia al amor heterosexual institucionalizado y así, de un modo más o menos solapado, se expresan a lo largo toda su obra.
Pero ¿qué tiene esto que ver con el niño y el gato? Este diálogo aparentemente ingenuo, pero de hondas raíces filosóficas, envuelto en una atmósfera onírica (una luminosidad azulada de tormenta invade la escena), nos retrotrae al primer Lorca, en el que los animales y los niños expresan su visión a la vez naif y lúcida del mundo que los rodea. No olvidemos el poema temprano Las desventuras de un caracol aventurero, ni que el propio Lorca erigió su primera pieza teatral en torno a las cavilaciones amorosas y desventuras existenciales de un grupo de coleópteros (El maleficio de la mariposa). El dialogo entre el niño y el gato es también el dialogo entre un niño y una niña (el gato es gata y reclama su feminidad, “debiste reconocerme..., por mi voz de plata”) pero el niño se resiste a reconocer su sexo (“nos cortaran la cuca). El niño aparece, además, feminizado, pálido, vestido de primera comunión y con una corona de rosas blancas sobre la cabeza. Algo así como un niño de algunas imágenes de  Cocteau o de una película de Villaronga.  No es un niño cualquiera, conoce los rituales de la muerte y se resiste a ser enterrado (“¡Yo no quiero que me entierren!”), del mismo modo que el Joven se resiste al matrimonio como institución y al amor convencional, postergando el encuentro amoroso y la rutina del casamiento. La muerte parece ser el único final, la única escapatoria y al mismo tiempo la certeza de que no hay escapatoria posible.
En Lorca, la infancia aparece ligada de un modo inquietante a la muerte. El niño de Así que pasen cinco años se emparenta así con el niño de la Cancioncilla al niño que no nació. Ambos tienen el status de fantasmas, y bien pudiéramos ver al niño de la obra teatral como el hijo que el protagonista nunca tendrá. “El niño” se sitúa así junto al Arlequín, El Maniquí, El Payaso y La Máscara, entre los personajes símbolo que recuerdan el carácter de juego y mascarada social del amor y su relación con el tiempo (la boda, la espera y la pedida, la descendencia, la familia, la herencia). Igual que ellos, sirven de comentario sobre los aspectos más oscuros de la historia principal, confundiéndose luego con ella y expresándose fundamentalmente en verso.
Sorprende en un autor que reconoce haber tenido una infancia idílica en comunión con la naturaleza, el arte y el amor familiar la gran cantidad de poemas en los que la infancia, la enfermedad y la muerte aparecen inextricablemente unidas. Así, por ejemplo, en El niño Staton, de Poeta en Nueva York, se refiere con un amor casi maternal al niño abatido y agonizante por los efectos devastadores del cáncer y la miseria. Un poemario que, como la obra de Whitman, sirvió de inspiración a Allen Ginsberg para su célebre Aullido, que refleja el malestar de toda una generación posterior a la Segunda Guerra Mundial y su rebeldía contra una sociedad dominada por el miedo.
 La muerte parece una liberación al sufrimiento infantil, a la adolescencia confusa o al desamparo juvenil. En La infancia y la muerte aparecen de nuevo el niño distinto y perseguido, las ratas y los gatos muertos. Lorca se interroga sobre su propia infancia en un tono sombrío. Tal y como hizo con posterioridad otro poeta-dramaturgo, Tennessee Williams, o la novelista Carson McCullers, en piezas como El parecido entre la caja de un violín y un ataúd o Frankie y la boda, o el poeta sevillano Luis Cernuda en Ocnos o su iconoclasta e incomprendida obra de teatro La familia interrumpida. 
La inocencia no es tal, porque nunca existió del todo. Esto nos puede llevar a pensar que la diferencia erótica o sus ideas políticas gestadas desde la infancia van unidas en la conciencia del poeta, a su temprana comprensión de la imposibilidad de integrarse en las formas tradicionales de regulación de la vida amorosa, en su dimensión social más alienantes, y de alcanzar el reconocimiento social de su auténtica personalidad emergente, su huida del estigma y del paternalismo redentor. Un niño que pierde prematuramente la inocencia por el descubrimiento íntimo de su diferencia y desarraigo en un entorno todavía dominado por  caciques o  por ritos y costumbres sociosexuales  que parecen, pero no son,  inamovibles.



Próximamente en Cádiz

 

 

 

Información: 

ACTO-HOMENAJE: 40 AÑOS CON 'EL PÚBLICO' DE LORCA 

 

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