El niño queer y la muerte en la obra Así que pasen cinco años, de Federico García Lorca
Por Eduardo Nabal
La representación del varón homosexual (gay
masculino), en este caso el adolescente, como alguien cuyo deseo está, de un
modo u otro, estructurado por la muerte o una experiencia de vida limitada por
determinadas constricciones es ya un lugar común en la cultura y el arte
occidentales: la muerte como rechazo de la perpetuación de la vida, como
negativa a entrar en el orden social y amoroso que asegura y regula la continuación
de un determinado estilo vida, basado en el modelo de la heterosexualidad
reproductiva y canónica. Christopher Marlowe, Yukio Mishima, Jean Genet (‘L’
enfant criminel’), Juan Goytisolo, Gil de Biedma, Luis Cernuda o algunos
personajes de Tennessee Williams, o de su amiga Carson McCullers, son ejemplos
clave que no representan el total, pero sí a un determinado imaginario. Un
imaginario y que hemos heredado y que no
está de más reivindicar en su carácter subversivo, frente a un nuevo orden
normalizador o clonizante, que David Halperin ha llegado a definir como
‘homosexualidad heteronormativa’.
La muerte como, de otra forma, el amor y las causas
sociales, ocupa un lugar central en la obra de Federico García Lorca, tanto en
su obra poética como en su amplia producción teatral. Esto es así incluso si
ignoramos o pretendemos ignorar su cruel y trágico asesinato a manos de las
milicias franquistas como una clave para interpretar su obra.
La muerte es también uno de los temas de Así que pasen cinco años, una de sus más
sorprendentes obras teatrales. Influida por el surrealismo y por su estancia en
Estados Unidos y la literatura estadounidense, Así que pasen cinco años se plantea como un experimento, una obra
de vanguardia sin llegar al delirio y el exceso casi dadaísta de El
público, considerada como la más irrepresentable de sus grandes obras, pero
con el mismo afán de romper ciertos moldes en la tradición escénica, incluida
dentro de su ciclo de ‘Comedias imposibles’.
A simple vista, no es la muerte el tema capital de
la obra. El tiempo, el amor imposible, la sociedad resquebrajada, la pérdida del ideal, son constantes
lorquianas que aparecen con renovada fuerza y bajo una luz harto original en
esta obra. Una obra concebida en Estados Unidos y escrita después, donde recoge
la inquietud de la vanguardia teatral y cinematográfica que allí había conocido, cercano a nombres como Buster
Keaton, Chaplin etc.
El marco cultural de la obra es uno de los menos
localistas de la obra lorquiana. Apreciamos influencias del teatro italiano, de
la ‘comedia dell ‘arte’ (Arlequín, El Payaso), de la cultura popular
norteamericana (ese ‘jugador de rugby’
convertido en paradigma, un tanto grotesco y auto-paródico, de la ‘virilidad
con mayúsculas’), del cine fantástico y cómico mudo (Chaplin, Clair, la
‘screwball comedy’) y de las reflexiones surrealistas sobre el poder
transgresor del amor, las heridas del tiempo y la posibilidad de romper sus
ataduras y sus moldes preexistentes. La sombra del mejor Cocteau, Buñuel, el humor negro y el teatro
experimental emergen en la obra, aunque tamizada por la personalísima mirada
del artista andaluz.
Hay dos personajes en la obra que han llamado
poderosamente mi atención y que aparecen en un breve episodio que,
aparentemente, tiene poca relación con la obra y se encuentra intercalado hacia
la mitad del primer acto. El episodio del dialogo entre el niño y el gato.
Después sabremos que el niño muerto es el hijo de la portera, recién fallecido,
y que el gato es un gato de la casa abatido a pedradas por un grupo de
muchachos, pero su relevancia en la historia nos parece ínfima. Un episodio
sorprendente protagonizado por dos seres singulares en un singular diálogo
entre dos fantasmas, un diálogo que nos retrotrae al Lorca de las canciones y
los diálogos de la infancia por su tono aparentemente ingenuo, sus rimas
primarias y su aire de fábula.
Al leer la obra con atención podemos intuir el
sentido profundo de este episodio en el conjunto del texto. La necesidad de
Lorca de incluirlo y sus resonancias en el resto de la historia. El tiempo en Así que pasen cinco años pone a prueba
la pervivencia del amor, pero ante todo
cuestiona la inocencia de los mecanismos
tradicionales de su ceremonial. El Joven, protagonista absoluto de la historia,
no quiere únicamente postergar su matrimonio sino que se resiste a llamar
‘novia’ en el sentido tradicional del término a la muchacha de la que está
enamorado. Cree que el sentido tradicional del noviazgo deteriorara el amor,
más incluso, que el paso del tiempo al que teme irremisiblemente. Las
inquietudes del joven son una forma de resistencia al amor heterosexual
institucionalizado y así, de un modo más o menos solapado, se expresan a lo
largo toda su obra.
Pero ¿qué tiene esto que ver con el niño y el gato?
Este diálogo aparentemente ingenuo, pero de hondas raíces filosóficas, envuelto
en una atmósfera onírica (una luminosidad azulada de tormenta invade la
escena), nos retrotrae al primer Lorca, en el que los animales y los niños
expresan su visión a la vez naif y lúcida del mundo que los rodea. No olvidemos
el poema temprano Las desventuras de un
caracol aventurero, ni que el propio Lorca erigió su primera pieza teatral
en torno a las cavilaciones amorosas y desventuras existenciales de un grupo de
coleópteros (El maleficio de la mariposa).
El dialogo entre el niño y el gato es también el dialogo entre un niño y una
niña (el gato es gata y reclama su feminidad, “debiste reconocerme..., por mi
voz de plata”) pero el niño se resiste a reconocer su sexo (“nos cortaran la
cuca”). El niño aparece, además,
feminizado, pálido, vestido de primera comunión y con una corona de rosas
blancas sobre la cabeza. Algo así como un niño de algunas imágenes de Cocteau o de una película de Villaronga. No es un niño cualquiera, conoce los rituales
de la muerte y se resiste a ser enterrado (“¡Yo no quiero que me entierren!”),
del mismo modo que el Joven se resiste al matrimonio como institución y al amor
convencional, postergando el encuentro amoroso y la rutina del casamiento. La
muerte parece ser el único final, la única escapatoria y al mismo tiempo la
certeza de que no hay escapatoria posible.
En Lorca, la infancia aparece ligada de un modo
inquietante a la muerte. El niño de Así
que pasen cinco años se emparenta así con el niño de la Cancioncilla al niño que no nació. Ambos
tienen el status de fantasmas, y bien pudiéramos ver al niño de la obra teatral
como el hijo que el protagonista nunca tendrá. “El niño” se sitúa así junto al
Arlequín, El Maniquí, El Payaso y La Máscara, entre los personajes símbolo que
recuerdan el carácter de juego y mascarada social del amor y su relación con el
tiempo (la boda, la espera y la pedida, la descendencia, la familia, la
herencia). Igual que ellos, sirven de comentario sobre los aspectos más oscuros
de la historia principal, confundiéndose luego con ella y expresándose
fundamentalmente en verso.
Sorprende en un autor que reconoce haber tenido una
infancia idílica en comunión con la naturaleza, el arte y el amor familiar la
gran cantidad de poemas en los que la infancia, la enfermedad y la muerte
aparecen inextricablemente unidas. Así, por ejemplo, en El niño Staton, de Poeta en
Nueva York, se refiere con un amor casi maternal al niño abatido y
agonizante por los efectos devastadores del cáncer y la miseria. Un poemario
que, como la obra de Whitman, sirvió de inspiración a Allen Ginsberg para su
célebre Aullido, que refleja el
malestar de toda una generación posterior a la Segunda Guerra Mundial y su
rebeldía contra una sociedad dominada por el miedo.
La muerte
parece una liberación al sufrimiento infantil, a la adolescencia confusa o al
desamparo juvenil. En La infancia y la
muerte aparecen de nuevo el niño distinto y perseguido, las ratas y los
gatos muertos. Lorca se interroga sobre su propia infancia en un tono sombrío.
Tal y como hizo con posterioridad otro poeta-dramaturgo, Tennessee Williams, o
la novelista Carson McCullers, en piezas como El parecido entre la caja de un violín y un ataúd o Frankie y la boda, o el poeta sevillano
Luis Cernuda en Ocnos o su
iconoclasta e incomprendida obra de teatro La
familia interrumpida.
La inocencia no es tal, porque nunca existió del
todo. Esto nos puede llevar a pensar que la diferencia erótica o sus ideas políticas
gestadas desde la infancia van unidas en la conciencia del poeta, a su temprana
comprensión de la imposibilidad de integrarse en las formas tradicionales de
regulación de la vida amorosa, en su dimensión social más alienantes, y de alcanzar
el reconocimiento social de su auténtica personalidad emergente, su huida del
estigma y del paternalismo redentor. Un niño que pierde prematuramente la
inocencia por el descubrimiento íntimo de su diferencia y desarraigo en un
entorno todavía dominado por caciques
o por ritos y costumbres
sociosexuales que parecen, pero no
son, inamovibles.
Próximamente en Cádiz
Información:
ACTO-HOMENAJE: 40 AÑOS CON 'EL PÚBLICO' DE LORCA
No hay comentarios:
Publicar un comentario