Dos
niños jugando a las visitas, tomando el té con (m) Alicia, el señor conejo y el
sombrerero viejo-loco. Dos niños maricas moviendo exageradamente las manos
mientras conversan de temas menores. Dos niños afeminados con toallones o
fundas de almohada en la cabeza se cuentan sus desventuras. Cien mariconcitos
de este tamaño, todos de fiesta. Bailando, desfilando, actuando. Felices porque nadie los ve, radiantes porque han imaginado un
público a la altura de lo que necesitan para llegar a adultas. Un niño rodeado
por un puñado de niñas que lo aceptan y rechazan alternadamente. Un niño marica
solo en el medio del patio, del barrio, del pueblo, del mundo. Un niño marica
cercado por hombrecitos con remera de fútbol.
Dos
niños jugando a un mismo juego de niñas, a trescientos cincuenta y siete
kilómetros de distancia, advirtiéndose sin conocerse, imaginándose sin
garantías. Volviéndose conscientes para volverse más tarde destino, contra todo
pronóstico psicoanalítico, porque después de la ilusión no siempre sigue la
caída. Así nos gusta pensar que surgió “Mariconcitos”, allá en la infancia: si “infans”
significa “el que (todavía) no habla”, queremos que este encuentro forjado por
el deseo y por el escarnio nos reúna –niños mariconcitos que fuimos y que
también somos– para ponerle palabras a esos placeres y a esas censuras que nos
habitaron.
Nunca
ha sido una tarea sencilla recuperar nuestras infancias maricas, narrarlas,
volverlas palabra, texto e imagen, volverlas decibles. En breve, volverlas
cuerpo. La apuesta involucra –como receta Manuelita Trasobares para que una
vida sea vivible– color y dolor: traer a la presencia nuestras feminidades de
niños, nuestras mariconeadas de infancia, nuestra infancia maricona. A todas
las que le pusieron el cuerpo a este proyecto
escritural, nuestro agradecimiento y la
potencia alegre de la que está hecha toda celebración.
En
el afecto, Emma y Juanma.
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