lunes, 24 de abril de 2017

25 AÑOS DEL CÓDIGO DE LA INFAMIA

Mayo de 1992.


Érase una vez que yonquis, maricas, prostitutas e insumisos éramos expulsados de las estaciones de tren

 

Por José García


 
Corría la primavera de 1992, cuando los maricas no éramos aún objeto de una regulación económica, jurídica, farmacológica, pornográfica tan rigurosa; cuando el sida diezmaba la vida de compañeros, amigos, trabajadoras y trabajadores del sexo,  de tantos usuarios de droga por vía intravenosa;  cuando el estado todavía no se había deshecho de esa herencia de virilidad castrense que nos había legado el viejo régimen franquista en forma de servicio militar obligatorio para todas aquellas personas a las que el poder médico asignó el sexo ‘biológico’ varón al nacer; cuando las putas, chaperas, yonquis, maricas, insumisas, maricas insumisas fuimos, por virtud del discurso epidemiológico dominante en aquellas décadas tan aciagas, asimiladas a la categoría de ‘grupos de riesgo’; que a la dirección de seguridad de la empresa pública RENFE se le ocurrió distribuir unas instrucciones internas en las que se ordenaba expulsar de las estaciones de trenes a todos los individuos que aparecieran como miembros identificables con los asimismo denominados en la propia circular de seguridad como “grupos de riesgos”.

Renfe se decidió a acosar a este tipo de personas asignándoles el código de incidencias número 54. Era una circular interna. Pero se filtró rápida y anónimamente. Primero cayó en manos del Front d’Alliberament Gai de Catalunya (FAGC), luego se discutió en la Coordinadora de Frentes de Liberación Homosexual del Estado Español (COFLHEE), luego con los Colectivos de Feministas de Lesbianas, luego con el Movimiento de Objeción de Conciencia y otras organizaciones antimilitaristas. La llama de un orgullo indignado había comenzado a prender en los estertores de aquel fin de siglo de signo tan mortecino que nos había tocado vivir.

Aquellos apenas eran tiempos para sentar el culo en los despachos de las administraciones públicas, a platicar amigablemente con los responsables políticos sobre la próxima declaración institucional, la próxima izada de bandera, la próxima subvención para sostener opulentas organizaciones sociales de carácter asistencial. Eran tiempos de acción directa. Los culos apoltronados ya vendrían después. Así lo imaginamos. Y así sucedió.

A principios de mayo de aquel año,  la COFLHEE anunciaba en rueda de prensa que se ocuparían estaciones ferroviarias y trenes por todo el país en protesta por la aparición y aplicación de esta instrucción de seguridad. El movimiento lgtbqi se había empezado a diversificar, y en aquellos meses tuvo lugar en Madrid la aparición de La Radical Gai, a la que perteneció quien esto escribe, y que con un discurso rupturista e innovador sostuvo siempre entre sus prioridades estratégicas la ocupación de los espacios públicos, la conjura de la violencia que la norma heteropatriarcal instaura en ellos y la erradicación de las formas de exclusión, real y simbólica, de las que seguíamos siendo víctimas los maricones.

En las primeras semanas de mayo se fueron ejecutando los actos de ocupación de las estaciones ferroviarias que se habían anunciado en los principales puntos del país contra la instrucción que tan explícitamente señalaba a drogadictos, homosexuales, objetores y prostitutas como seres indeseables que, decía la empresa pública, perturbaban el viaje de los usuarios de los servicios ferroviarios. Primero se produjeron en Euskadi y Navarra, luego en Barcelona. La última fue en Madrid. En la estación de Chamartín. Varias decenas de esos ‘apestados sociales’ surgimos desde todos los rincones de la estación y extendimos nuestra pancarta: “Renfe empeora nuestro tren de vida”. Recorrimos toda la estación ante el estupor de personal y pasajeros. Llegamos a bajar hasta el andén. Estuvimos en un tris de subir a los trenes para impedir su salida.

Pero aquella era la crónica de una protesta anunciada y vociferada por todos los medios posibles de aquella época pre-2.0. Y no tardaron en llegar varios furgones de la policía antidisturbios. El dispositivo estaba completamente planificado. Sabían lo que iba a ocurrir y en qué momento exacto. Cincuenta personas fuimos retenidas para nuestra identificación. Se aplicó por primera vez en el estado la entonces polémica ‘Ley Corcuera’ de Seguridad y se interpuso una denuncia contra nosotros por alteración del orden público. Pero la batalla de la opinión pública ya estaba ganada. La dirección de la empresa pública se vio acorralada. Y terminó citándonos para llegar a un acuerdo y deshacer el agravio. Así que nos permitimos por un par de horas sentar nuestro culito en los sillones de polipiel tan propios de estos despachos que a la postre terminarían resultándonos tan familiares.

Recuerdo que por parte de los manifestantes acudimos quien todo esto rememora y Empar Pineda, representante de los colectivos de feministas lesbianas. La dirección de Renfe no ofrecía más que sonrojantes disculpas y, desde luego, la paralización de una circular que, según argumentaron, fue producto de un desajuste organizativo. A la semana, la empresa pública anunciaba a bombo y platillo una línea de descuentos en los trenes para parejas homosexuales que quisieran hacer uso de sus servicios.

Y así comenzó la operación lavado: de perseguir a los maricones que buscaban sexo furtivo en los urinarios de las estaciones, a fomentar las bendiciones de la pareja estable homosexual. Se iniciaba así un nuevo proceso regulatorio del cuerpo y de la sexualidad del que prefiero dejar a cada uno y cada una sacar sus propias conclusiones. 



Mayo de 1992.



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