miércoles, 19 de abril de 2017

GÉNERO Y TRABAJO SEXUAL


Las 'transfugas de nuestra clase':
Una política de empoderamiento para combatir la exclusión y la violencia que sufren las trabajadoras del sexo*


Por Josué González Perez



La injuria nos recuerda que siempre ha estado ahí, y que su fuerza aterradora ya se ha ejercido sobre nosotros. Somos los hijos de la injuria
Didier Eribon (2001)






El trabajo sexual se articula como un medio de supervivencia para muchas mujeres, la mayoría procedentes de los dos tercios del mundo-utilizando un término de Mohanty-, pese a su desarrollo en condiciones realmente denigrantes. Igualmente sabemos que no se trata de un trabajo cualquiera, sino que se trata de una actividad estigmatizada debido a la configuración hegemónica y normativa de la sexualidad femenina, esto es, del deber ser de las mujeres como mujeres. Entre otras cosas, tal injuria prepara al sujeto en cuestión para la deshumanización, ergo para la violencia de género. En adelante, abordaremos la forma en que la construcción estigmatizante de las trabajadoras del sexo como “víctimas”, “mujeres caídas”, o “delincuentes”, supone un obstáculo en la lucha contra la violencia sexista.   

Según Raquel Osborne (2009), la violencia contra las mujeres es un fenómeno de carácter estructural[1] que supone una praxis de control y de intimidación al manifestar que todas, en algún momento, pueden ser víctimas de la misma. En efecto, se trata de una de las expresiones de la dominación masculina, politizadas gracias a la construcción de marcos cognitivos que han contribuido a su desnaturalización y a su denuncia pública[2]. Las mujeres, como también los hombres y sujetos varios, se encuentran insertadas en un entramado de relaciones de poder[3] que llamaremos heteropatriarcado  y donde no ocupan meras posiciones de víctimas, pues su participación activa en este meollo, paradójicamente, es la condición de posibilidad de su liberación (Jónasdóttir,1993:307).Entonces, hablamos de sujetos activos que son capaces de intervenir en la realidad con intereses propios, que mantienen un margen de maniobra, en circunstancias no elegidas, en forma de “agencia”[4].
Una de las formas de violencia “simbólica” que recae sobre las trabajadoras del sexo es el “estigma”, la injuria, que Goffman (2006) define como un atributo profundamente desacreditador que prepara a la persona que lo posee para la exclusión y la deshumanización. Ese estigma puede ser asumido a través de la incorporación de discursos externos en la propia identidad, que deshumanizan al sujeto, lo desvalorizan, y lo preparan para ser objeto de agresiones y exclusiones múltiples (Véase Bourdieu, 2007:86). En el caso de las trabajadoras sexuales, esto implica que ellas posean un dañado autoconcepto de sí mismas y que se no atrevan a autofirmarse desde la actividad que realizan (Garaizabal, 2007: González Pérez, 2013).
Llegadas hasta aquí, nos preguntamos ¿de dónde proviene este estigma? ¿Por qué las trabajadoras del sexo son estigmatizadas por realizar un intercambio económico que, por otra parte, realiza la mayoría de la población proletaria para sobrevivir? Hemos hablado del ejercicio del poder patriarcal a través de la violencia, pero no es su única praxis, pues también el poder tiene un rostro no coercitivo. Como efecto de poder[5], la sexualidad es una construcción política que, en el caso de las mujeres, se encuentra conducida hacia la heterosexualidad marital y la pasividad como norma. Toda aquella que transgreda esas reglas, tendrá un castigo: el de ser una “puta”. Las “putas” serán todas aquellas mujeres transgresoras que manifiesten cierta autonomía frente a los hombres y frente a los roles tradicionales impuestos, como por ejemplo las lesbianas o las madres solteras, pero también las feministas (Nestle, 1987: González Pérez, 2013: 46). Por lo dicho, el estigma que recae sobre las prostitutas es una forma de control de la sexualidad que afecta a todas las mujeres como mujeres, dividiéndolas en dignas/indignas, buenas/malas, putas/santas con el patriarcado como único agraciado de semejante articulación  (Osborne, 2009:47, Juliano, 2004:112).
Ahondando en lo anterior, el estigma conlleva una deshumanización que prepara al sujeto para ser merecedor de violencia (Rubin, 1989:165 Goffman, 2006:13). En este sentido, con las lecturas de Butler (2009), afirmamos que las prostitutas constituyen ese colectivo marcado por la “precariedad política” al ser una de las poblaciones privadas de cualquier tipo de seguridad jurídica y de protección gubernamental frente a la violencia. Por supuesto, las normas de género cumplen aquí un papel crucial, pues las trabajadoras rompen el deber ser de las mujeres. Valga el ejemplo que nos presenta Fundación Triángulo con su estudio en el contexto madrileño, donde más de un 90% de las trabajadoras transexuales del sexo afirman haber sufrido algún tipo de discriminación, incluso dentro del propio colectivo LGTB, o de agresiones, siendo más de la mitad las que han sufrido agresiones físicas (Rojas, D. Zaro, I.  & Navazo, T. 2009:57).
Si nos centramos en las políticas públicas dominantes, hegemónicas, no sólo ahondan en la estigmatización de las mujeres, sino también en su construcción como objetos de represión y de exclusión. En un plano estatal, las prostitutas no son consideradas sujetos de derecho pero, sin embargo, son “objeto” de represión a través de la aplicación de las leyes de extranjería en el caso de que no dispongan de los llamados “papeles”. Esto último es disfrazado por un conjunto de discursos que definen a las mujeres, sobre todo a las migrantes, como “alteridad” o como “víctimas sin proyectos migratorios” que deben ser “salvadas”. La supuesta “salvación” es, mayoritariamente, una expulsión por la puerta trasera, un “smoke screen”, de aquellas que no tienen papeles. Resulta cuanto menos preocupante, ya que la desprotección legal que sufren las migrantes más pobres acentúa su vulnerabilidad frente a múltiples violencias[6] que sólo pueden desafiar si desechamos las políticas paternalistas y redentoras. Igualmente, en las leyes estatales contra la violencia de género, las agresiones contra las trabajadoras sexuales no se tipifican como tal, lo que nos lleva a pensar que los poderes públicos priman la protección de un modelo de “buena” mujer frente al de las malas mujeres, el de las prostitutas, que no merecen ninguna garantía ex lege contra las agresiones machistas[7].
En un plano más local, asistimos a una proliferación de ordenanzas municipales como dispositivos de control y represión hacia las mujeres en el espacio público. En el caso de Madrid, las políticas abolicionistas ejecutadas por el consistorio de Ana Botella, bajo la excusa de la lucha  “contra la explotación sexual”, no han hecho sino empeorar la situación de las mujeres que trabajan en las calles. Este tipo de políticas públicas –también las dominantes en ciudades como Barcelona- entienden a la prostituta como un sujeto a “reinsertar”, “controlar”, “redimir” que necesita ser conducida por el “buen camino”, ya que no se soporta ni su independencia relativa ni su ocupación en un espacio público que sigue siendo masculino y heterosexual. Para ello, se emprenden una serie de medidas burocráticas y asistenciales que sustituyen cualquier apuesta centrada en el “derecho a tener derechos”. Por si fuera poco, en la práctica, estas órdenes pueden dar pie a toda una serie de atropellos, como las agresiones sexuales hacia las mujeres por parte de la policía (Corbalán, 2012:298; González Pérez, 2013:250). En cualquier caso, estas actuaciones han sido denunciadas por colectivos como Hetaira en Madrid o Licit y Genera Derechos en Barcelona, a través de acciones políticas donde las trabajadoras sexuales han logrado el protagonismo que las administraciones les niegan. Qué duda cabe de que la sublevación de sus voces en el espacio público tiene un valor incuestionable para las feministas que siempre hemos defendido que la toma de la palabra supone un acto político crucial.
Todas estas políticas, sin diferencias sustanciales, tienen en común la insistencia en negar a las trabajadoras la condición de sujetos con agencia propia, como mujeres capaces de afrontar múltiples dificultades y de intervenir en la realidad con intereses propios. Como contrapartida y por muy inesperable que sea, las trabajadoras del sexo se han organizado y reclaman una serie de derechos a partir del respeto a su dignidad como personas que realizan una labor, enmarcada en la división sexual del trabajo sustancial al capitalismo. Desde los años setenta, con las manifestaciones y encierros de trabajadoras sexuales francesas y con los congresos de Putas celebrados en EEUU y en otros países de Europa, ellas han demostrado su capacidad para tomar conciencia de su posición en el mundo y emprender acciones políticas con incidencia en lo cotidiano, aumentando su autonomía en un difícil escenario socioeconómico. En otras palabras, ha sido y es posible su empoderamiento desde la lucha feminista, dejando en evidencia aquellas voces que asumen que ellas “no tienen poder para desestabilizar nada” (Gimeno, 2012: 205).
Podemos reconocer, sin ningún inconveniente, que su organización y empoderamiento no es una tarea sencilla, pues el estigma es un obstáculo para esta misión. Ahora bien, esto no es motivo para la derrota, máxime cuando somos un movimiento que ha tenido que hacer frente a los mecanismos que estigmatizan nuestros cuerpos y sexualidades. De hecho, hemos sido capaces de subvertir los efectos performativos de la injuria, pues el lenguaje siempre puede ser utilizado de una forma dispareja a sus propósitos originales (Butler, 2004:35), y así lo hemos hecho en el caso de categorías denostadas como “bollera” o “marica”, o en el caso de las trabajadoras sexuales a través de la reapropiación del término “puta” como una forma de subvertir el mecanismo de control que recae sobre la sexualidad y la libertad de todas las mujeres (Véase Precarias a la Deriva, 2004:175). Y esto nos conduce a reconocer que somos un movimiento transformador y como tal, nuestra política siempre comporta un proyecto de subversión de los valores dominantes que ahora nos constriñen.
En definitiva, por todo lo esgrimido, no podemos ser complacientes con aquellas políticas que presumen a las trabajadoras del sexo como un “no-sujeto”, como un objeto que no puede tomar las riendas de su vida. Si desechamos esta recomendación, estaríamos haciendo un flaco favor a la lucha contra la violencia hacia las trabajadoras del sexo, que solo puede ser afrontada desde una política de empoderamiento, porque sólo a través de la auto-organización de los grupos oprimidos se puede abrir camino hacia escenarios democráticos más habitables para todas. Por último, no podemos obviar las alianzas históricas, aquellas entre personas trans y trabajadoras del sexo o aquellas entre lesbianas y prostitutas[8] que nos recuerdan lealtades que aún deben formar parte de nuestras agendas. No hacerlo sería un ejercicio de irresponsabilidad intolerable en las filas de un movimiento que apuesta por una libertad y la igualdad que aún continua ausente en la vida de muchas de nosotras.


                                                                                    


[1] En este sentido también Iris Marion Young (2000:107).
[2] Véase el artículo de la profesora feminista Ana de Miguel Álvarez (2005)
[3] Recordamos con las teorías de Foucault que allá donde existen relaciones de poder, también existen posibilidades de resistencia al mismo, por lo que se entiende que los sujetos implicados no son meros agentes pasivos sino que son propietarios de un margen de actuación que les impide no estar completamente sujetados al poder concreto.
[4] Utilizamos el concepto de “agency” que propone Judith Butler (2006:16) que dice así: “Si tengo alguna agencia es la que se deriva del hecho de que soy constituida por un mundo social que nunca escogí”.
[5] Utilizamos una noción foucaultiana del poder, como un ente relacional que no se ejerce de arriba a abajo sino que más  bien “se ejerce” en una red de relaciones que cruzan toda la totalidad de lo social. Esto no quiere decir que no pueda haber puntos de concentración, por ejemplo, en los aparatos del Estado. También esta concepción del poder patriarcal ambivalente, coercitivo y productor de hegemonía, se lo debemos a las lecturas de Gramsci sobre Maquiavelo, pero también a feministas como Kate Millett., Alicia Puleo, entre otras. 
[6] El caso de las mujeres migrantes es particular, ya que la intersección entre género, raza y clase es crucial para atender la violencia sexual que sufren, tanto en el lugar de destino como en los diferentes cauces migratorios. Véase Herrero (2013). 
[7] El propio gobierno del Partido Popular así lo ha reconocido tras el caso de las prostitutas asesinadas en Bilbao el pasado año: “El gobierno precisa que asesinar una prostituta no es violencia de género” (Europa Press, 23/03/2014).
[8] Véase las declaraciones de Nancy Losada en Mamen Briz & Cristina Garaizabal (2007) y en Nestle (1987).




* Así es como Monique Wittig denomina a las trabajadoras sexuales, citada en Pheterson  (2013:96).

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