jueves, 18 de agosto de 2016

80 AÑOS DEL ASESINATO DE LORCA

El poeta dice la verdad

 

Por Juan Argelina

 

Quiero llorar mi pena y te lo digo para que tú me quieras y me llores  en un anochecer de ruiseñores  con un puñal, con besos y contigo.  Quiero matar al único testigo  para el asesinato de mis flores  y convertir mi llanto y mis sudores  en eterno montón de duro trigo.  Que no se acabe nunca la madeja del te quiero me quieres, siempre ardida con decrépito sol y luna vieja.  Que lo que no me des y no te pida  será para la muerte, que no deja  ni sombra por la carne estremecida.
 
                         


    
Sonetos del Amor Oscuro (1936) 



Lorca siempre me dejó sin palabras. Y todas las palabras que leía sobre él me sobraban después de que sus poemas o su teatro me saturaran el corazón. No quería reducirlo al ensayo académico de un libro de texto o al simple y frío fragmento de un aprendizaje escolar, más parecido a una esquela mortuoria que al  retrato vivo de un hombre que según Vicente Aleixandre, “amó mucho, cualidad que algunos superficiales le negaron. Y sufrió por amor, lo que probablemente nadie supo. En las altas horas de la noche, discurriendo por la ciudad, con algún amigo suyo, entre sombras humanas, Federico volvía de la alegría, como de un remoto país, a esta dura realidad de la tierra y del dolor visible”. Aleixandre le comprendió bien. Compartían algo más que poesía. “Cuando los enajenados se unen con sus cuerpos, es que anhelan enlazar sus almas”, escribía en una carta a Ricardo Molina en 1948. La tragedia y el dolor por un país sumido en la cárcel mental de una represión de siglos, obligó al poeta a envolverse en metáforas infinitas, y ni siquiera el refugio de sus amigos, del selecto círculo de compañeros de la Residencia de Estudiantes, o de esa breve ilusión de “renacimiento cultural” que representó la Segunda República, le salvaron de esa “dura realidad de la tierra” en la que vivió.

            Al contrario que Miguel Hernández, creció sin preocupaciones económicas, y, frente a la vida regalada que se le prometía, en su interior se removía el deseo frustrado y el ahogo de un realidad prohibida que le condujo a expresar la contradicción entre el ingenuo romanticismo de los gitanos y la crudeza asfixiante de La Casa de Bernarda Alba. Nunca se ha llegado a explicar convenientemente la relación entre su viaje a Nueva York y la depresión causada por su ruptura con el escultor Emilio Aladrén, con quien tuvo una historia apasionada, porque el tabú de su homosexualidad no ha conocido límites temporales. En 1998, con ocasión del centenario de su nacimiento, el Museo Reina Sofía le dedicó una gran exposición, que pretendía ofrecer “una visión global de la vida del poeta granadino”, pero que, sorprendentemente, ignoraba tanto su homosexualidad como su compromiso político, al tiempo que pasaba por alto las causas de su asesinato. Los comisarios de la exposición llegaron a decir que “tratar su homosexualidad de forma muy explícita nos parecía un poco violento, ya que el poeta nunca hizo una bandera de su homosexualidad, sino que siempre se mantuvo en el terreno de la ambigüedad”. Sin embargo, en el informe policial basado en una investigación realizada en 1965 que corroboraba la ejecución de Lorca por las autoridades franquistas, se le acusaba no sólo de socialista y masón, sino de “prácticas de homosexualismo y aberración”. Además, ¿cómo pensaban los expertos comisarios de tan magna exposición que fuera a comportarse públicamente un homosexual en España hace cien años? Si incluso hoy día los casos de homofobia inundan esta sociedad llena de prejuicios, y hemos de luchar continuamente por defender nuestra propia dignidad y libertad de expresión, pese a la tan cacareada apertura legislativa. Podemos imaginar a muchos de los muy liberales integrantes de la Residencia de Estudiantes “olfateando su defecto y alejándose de él”, en palabras de José Moreno Villa. Tendrían que haber recordado los muy encumbrados comisarios las redadas de “invertidos” que practicaba la dictadura de Primo de Rivera, y, poco después, en plena República, los miserables insultos que le dedicaban los fascistas de la revista Gracia y Justicia, en la que le citaban siempre como Federico García “Loca”. Su obra El Público aborda directamente el tema.

            Parece increíble que aún después de haber salido a la luz pública en 1977 la relación que mantuvo con Philip Cummings durante su viaje a Estados Unidos (la escritora Mildred Adams relató el tiempo que pasaron juntos en su casa del lago Eden, en Vermont, y que influyó mucho en la redacción de algunos poemas de Poeta en Nueva York), y sobre todo tras el “descubrimiento” de la correspondencia explícita con su amante Juan Ramírez de Lucas en 2012, aún se siga minimizando su condición de marginado sexual. Pero claro, como dijo Cernuda: “¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos? Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable”.

            Es evidente que no se puede entender la creación del poeta sin tener en cuenta su homosexualidad, pero claro, ya que no fue posible erradicar la memoria de un muerto tan ilustre, pese a que se sí se logró su total desaparición física, había que disfrazar su figura y rodearla de un aura respetable y asumible incluso por aquellos que si no decretaron su ejecución directamente, desearían que ni hubiese nacido. Afirmaciones como: “Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos, del negro, del judío, del gitano… del morisco que todos llevamos dentro”, escritas en 1931 en relación con la conquista de Granada de 1492, conllevan una reflexión profunda, no sólo sobre la “identidad” de este país y la manipulación de su historia, sino también sobre su propia condición de ‘outsider’ sexual. Poco antes de su muerte, en unas declaraciones al diario El Sol, había dicho que en Granada vivía “la peor burguesía de España”, la que conspiró contra él, la que se consideraba heredera de los vencedores de aquella “cruzada” contra el islam, la que apoyó con gozo la sublevación franquista y aplaudió la represión, la que puede verse reflejada en otros muchos lugares de España, sintiéndose cómoda y feliz con personajes como José María Aznar, quien, durante los actos de aquel centenario de 1998, se atrevió a decir en la misma Residencia de Estudiantes que “la poesía no tiene ideología”. Y así seguimos. La metáfora no parece querer ser interpretada aún en sus claves de libertad en un país sin memoria, en el que el Lorca real continúa esperando desde lo profundo de una fosa incógnita. “La perra andaluza” huyó con la luna de la mano. Ahora, como en el poema, lloramos como los gitanos.


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