Cuento de una vieja del sur*
Por José García
PARTE PRIMERA
- Me
marcho abuela.
Una
vieja olvidada por el tiempo pensaba inevitablemente en su hijo muerto, su
Antonio, que fue la alegría de su casa.
- ¿Qué
te vas? ¿A dónde te vas?
La
casa de la vieja olvidada por el tiempo permanecía inmutable a través de los
retratos de los familiares fallecidos, de sus flores y de sus estampitas de
santos. Un balcón, pequeño, en una ciudad, de la que dicen que hizo un pacto
con el Mar para que la salvara del paso inexorable de las horas, y un día, sin
notarlo apenas, se perdió para siempre en el Sueño del Sur.
- Al
Norte
- ¿Te
vas pa’l Norte? ¡Ay, Miguelito, hijo, qué de disgustos nos están dando!
–suspiró la vieja agachando la mirada. Y otra vez se revolvió en el tiempo que
la había olvidado y vio las caras de sus siete hijos, de sus treinta y dos
nietos y de sus quince biznietos; y se permitió por un instante el lujo de
sentir miedo, y de no tener que recaer en la presencia de su nieto Miguel- Sal
al balcón –dijo, por fin- y dime qué ves.
- Veo
las calles estrechas, y la lonja del pescado, y el estampado de la falda de la
niña de Teresa, y a ella comprando un numerito de la clandestina. Otro
crucifijo, lleva otro crucifijo para su casa. Por Dios, esa mujer es una
obsesa, ¿dónde colgará tanto crucifijo?
- Déjala,
que haga en su casa lo que le dé la gana. Peores vicios le he conocido yo a
otra gente.
El
silencio volvió a imponerse entre la abuela y el nieto, y hacía daño, hasta que
el pitido de la olla donde se cocía el puchero para el almuerzo, los salvó de
la resonancia cruel de aquellas palabras.
- Lo
siento abuela, sé lo que quieres que vea a través de tu balcón, pero yo no veo
más que un terrible suicidio de leyendas y de vírgenes, y un pueblo que se
obstina en el perdón de una culpa que no le pertenece.
- Yo
no entiendo de ese palabrerío y esas cosas tan raras que me hablas.
- ¿De
qué entiendes tú, abuela?
- ¡Qué
de qué entiendo yo! Te diré de qué entiendo yo –contestó la vieja sofocadamente
empinando el cuerpo sobre los brazos de su mecedora-. Yo entiendo de los hijos,
de la fatiga que cuesta criarlos, del hambre que pasamos en la guerra, del
fascista cabrón que me mató a mi hermano José Luis…, y de mi niño Antoñito, que
me lo quitó Dios con cuarenta y tres años, y vi cómo una ‘cosita mala’ me lo dejaba sin aliento.
- Es
curioso, vieja, esta brisa siempre consigue que termines hablando de la muerte.
- Y
del Sueño…- dijo ella, adquiriendo su voz cierto tono de misterio.
- No
sigas, abuela –contestó el joven con hastío-. El Sueño del Sur, otra vez el
Sueño del Sur. Por eso me has dicho que me asomara al balcón, ¿verdad?, para
que no pueda olvidar nunca ese maldito Sueño.
- Lo
único maldito que hay aquí eres tú –devolvió la vieja con violencia- tú, tú,
niño maldito de amores malditos.
Miguel
permaneció impasible ante el desquite de su abuela. Otra vez quedaron sin
sonido las palabras; cesó la brisa que hacía hablar a la vieja de la muerte; y
el calor del mediodía de julio cayó en la estancia con la pesadez de una loza
de alabastro.
PARTE SEGUNDA
El
café ya estaba listo. En medio del ambiente soporífero de la sobremesa, la gran
matriarca se movió con dificultad hacia la cafetera, para volver con dos
tazones de café bien cargado, como a ella le gustaba, y sentarse en la mecedora
situada junto a un balcón lleno de hiedras y azaleas.
Miguel
cogió su taza y observó a su abuela con una mezcla de admiración y ternura.
Sentada en su mecedora, con tan buenas carnes y tan lúcida a pesar de sus años,
aquella anciana tenía la estampa de una reina oriental, de aquellas que se
hubiesen llenado los ojos de lodo antes que entregar su trono a ningún
reyezuelo pretencioso.
- Esta
es tu hermana Zoraida, ¿no, abuela? –inquirió Miguel, señalando un retrato que
estaba encima de la cómoda.
- La
misma que viste y calza –contestó la vieja con jocosidad.
- ¿Por
qué la tía Piedad no quiere hablarme nunca de ella? ¿hizo algo “abominable?
–preguntó Miguel con evidente sarcasmo.
- Bueno,
Zoraida, en fin, las cosas de la vida. Se enamoró de uno que era ‘de ideas’, y
que decía que no podía casarse porque iba en contra de sus políticas y sus
cachondeos. Y ella, que era muy tonta la pobre, se fue a vivir con él. Fíjate,
en aquellos tiempos. La llenó de hijos y al final la abandonó. Tu tía después
se casó con el hijo puta de tu tío Luciano, que había sido un chivato de los
falangistas durante la guerra, ¡y que además era impotente! –concluyó la
anciana soltando una carcajada.
- Toda
la familia dejó de hablarte, ¿no?
- Yo
no. Para mí, mi hermana siempre fue mi hermana.
- Sin
embargo, a tu hija Paquita…
- ¡Eso
es distinto! –contestó la vieja muy enfadada -¡Tu tía Paquita estaba seca, seca
como el esparto!
- ¡Y
eso…?
- En
esta familia todas las mujeres hemos sido muy fértiles. ¡Todas las mujeres
deben ser fértiles o no son mujeres!
- Entiendo
–le devolvió Miguel en actitud de enfrentamiento-. Ella no continuó tu estirpe
y eso no pudiste perdonárselo. Como a mí, ¿no, abuela?, yo no extenderé tu
sangre y me odias por eso.
- -¡Tonterías,
tengo muchos nietos! – y volvió la cabeza hacia el balcón. De nuevo el silencio
se apoderó de todo el espacio. Pero esta vez resultaba insoportable. Se
enmarañaba en las entrañas de la vieja y de su nieto. La anciana suspiró
pesadamente y decidió enfrentarse al terror de aquellos segundos. Después
continuó con lentitud sin poder disimular la tristeza que la invadía -. Te
conozco, Miguelito. Sé por qué quieres irte pa’l Norte. Tú quieres besar la
luna. ¿Por qué?, ¿quiénes sois los niños de la luna?, ¿por qué esa maldita luna
protege vuestras caricias y vuestros deseos? ¿No podrías casarte, fundar una
familia como Dios manda?
- Lo
siento, abuela –contestó Miguel con la mayor entereza que había poseído en toda
su vida –pero yo no creo en tu familia, yo no creo en tu Dios, yo no creo en tu
patria. Los niños de la luna nunca seremos súbditos de esas metáforas. Ellas
nos anulan. Nosotros las anulamos a ellas.
- Estás
loco, Miguel –apuntó la vieja con un tanto de desprecio y otro tanto de
resignación.
- Quizá,
pero nuestro amor ya está en la calle, haciendo suyo el sol del mediodía. Sí,
abuela, sí, algunos de los niños de la luna ya se atreven a besarse sin la
complicidad de la noche; y un día, estoy seguro, nuestro amor tendrá el lugar
que esta civilización le ha negado.
- ¡No
os dejarán! –gritó la abuela, saltando encolerizada de su mecedora -. ¡Esa
familia, ese Dios, esa patria, tienen ejércitos! ¡Os aplastarán!
- No
insistas, vieja –concluyó Miguel hastiado de aquella conversación-. Renuncio a
continuar tu estirpe, a dar hijos a tu nación. Me considero desarraigado de tus
creencias. Nada de cuanto tú posees me pertenece.
La
anciana comprendió la convicción con que su nieto pronunciaba esas palabras; y
cambió su tono colérico por una inconmensurable ternura.
- Pero
no puedes renunciar al Sueño.
La
rabia se había transformado en lástima. Una lástima que si Miguel hubiera
percibido le hubiera hecho vomitar.
- Ese
Sueño sí te pertenece. Ese Sueño constituye la verdadera raíz de tu pueblo, y
la tuya propia –entregó, por fin, la vieja.
Miguel
recogió con gratitud la ofrenda de su abuela. Una sonrisa de agradecimiento
comenzó a dibujarse en su rostro. La vieja devolvió el gesto con la candidez de
la niña que no era desde hace mucho, muchísimo tiempo. Miguel recogió los
tazones de café y los llevó hasta la pila de la cocina.
PARTE TERCERA
Los
hijos de Teresa no cantaron aquella tarde en el callejón las coplas de Carnaval
con las que solían sacar al vecindario del letargo de la siesta. La vieja
ignorada por el tiempo despertó a la misma hora en que solían escucharse las
coplillas. Al notar la ausencia de los hijos de su vecina un terror incierto se
apoderó de ella, como si presintiera en la falta de aquellas canciones el
derrumbamiento de todo aquello por lo que había creído que merecía la pena
vivir. Su nieto Miguel, que nunca conseguía conciliar el sueño en la sobremesa,
apareció ante sus ojos como una imagen espectral.
- ¿Qué,
pongo el café para la merienda? –preguntó Miguel con desenfado.
La
abuela asintió con la cabeza. De nuevo comenzó a escarbar en sus recuerdos,
buscando una referencia pretérita con que llenar un presente dominado por la
ausencia.
- Me
estoy acordando de cuando tu tío José se disfrazó de negro con la plantación
por carnavales –comenzó a narrar la vieja con desparpajo, al tiempo que Miguel
traía el café y el pan tostado para merendar-. ¡Qué gracia tenía el ‘hijoputa’!
Iba por la Plaza de las Flores con una gallina ‘atá’ a una cuerda, diciendo que
se dedicaba a los gallos de pelea. Pollo George, decía que se llamaba. ¡Uy, el
‘gachón’! ¡qué ‘berrenchín’ le hizo pasar al animalito! ¡Y luego me preguntó
que si la quería para hacer caldos! ¡Con esa carne tan ‘irritá’ que tenía la
gallina después del ‘ajetreo’ del sábado de Cárnaval! ¡Ay qué risa! ¡cuidao con
el tío maricón!
- Sí,
que risa –dijo Miguel sin convicción, intentando mediar entre lo desagradable
que le resultaba el relato de la gallina y la incomodidad que sintió su abuela
al darse cuenta de la falta de tacto con que había pronunciado sus últimas
palabras.
La
brisa volvió a colarse por el balcón, y la vieja se levantó para coger una
rebequilla fina que echarse por los hombros.
- Bueno,
abuela. Me voy ya.
- Te
vas –afirmó la vieja ensimismada.
- Sí,
me voy. Dame un beso. Adiós –dijo Miguel con urgencia, queriendo evadirse de
una despedida melodramática. Después cogió sus llaves de encima de la mesa y se
dispuso a atravesar la puerta.
- ¡Miguel!
–exclamó la abuela como despertando de un sueño –Ten cuidado con el verde.
- ¿Qué
verde, abuela?
- En
una calle, en una casa, en unos ojos.
El
nieto permaneció unos segundos delante de su puerta, intentando descifrar el
enigma de aquellas palabras. Después se dirigió de nuevo hacia la puerta,
buscando una salida al mundo de leyendas que la vieja representaba.
-¡Miguel!
–El nieto se volvió sin contestar- No te olvides del Sueño. También a ti te
pertenece.
-¡Claro!
– y cruzó la puerta de una vez por todas, llevando consigo el único legado que
estaba dispuesto a heredar de su abuela.
EPÍLOGO DEL MAR
Bajando
por el Corralón de los Carros, Miguel no pudo evitar sucumbir a la nostalgia.
Aquella ciudad estaba más metida en su piel de lo que él mismo hubiera deseado.
Se dejó llevar unos instantes por le olor a mojama de los puestos callejeros,
el oxidado de las rejas de las ventanas y la luz pobre de los farolillos de la
calle. Tuvo la estúpida pretensión de creer que todo aquello le pertenecía, que
la ciudad y él eran la misma cosa, pero al bajar hacia la calle de la Palma la
visión de una virgen de azulejos transformó toda esa magia en una idea
repugnante.
La
noche sorprendió a Miguel tumbado en las arenas de la playa de la Caleta, el
único lugar donde siempre se había sentido a salvo del hedor del incienso que
invadía toda la ciudad por Semana Santa. De pronto, empezó a oír un murmullo
que terminó escuchándose como voces perfectamente diferenciadas.
Mar
Yo
quiero un niño de escarcha,
un
niño oscuro y sin alma
de
los que tiene la luna
escondido
ente sus alas
Pescadores
Del
mar hasta los olivos
llora
la sombra del agua
Mar
Quiero
un niño de sal blanca,
un
niño, que con mirarlo,
mi
espuma se sienta piel
y
su piel se pinte agua
Pescadores
Del
mar hasta los olivos
viste
de gritos el alba
Mar
¡Traedme
un niño de plata!
De
plata vieja sus ingles,
de
plata sucia sus nalgas,
jazmines
negros sus dedos,
clavos
duros su mirada
Miguel
¿Quién
canta en el horizonte?
Mar
Soy
yo, la mar salada.
Hice
un pacto con esta ciudad
y
ella nunca me paga
Miguel
¿Qué
fue lo que pactasteis?
Mar
Le
entregué su Tiempo Eterno
a
cambio de un niño de escarcha
Miguel
¿Y
no te lo dio?
Mar
No,
y la castigué, a ella y a todo el Sur,
sumergiéndolos
en un Sueño
del
que ninguna generación escapa
Miguel
Pero
el Sur hizo del Sueño
el
metal de su coraza
Mar
Lo
sé, por eso cuando anochece
siempre
pido un niño frío
para
helar mi agua templada
Miguel
Eres
cruel, mar salada
Mar
No.
Hoy estoy contenta.
Porque
has llegado tú, niño de escarcha.
Ven
hacia mí, niño frío,
¡ven
con tu cuerpo de sucia plata!
Miguel
¡No!
¡Yo no quise el Tiempo Eterno de mi
pueblo!
¡Yo
no participé en ese pacto!
Yo
en ese pacto no estaba
Cuentan
las cumbres de Despeñaperros que un otoño un tren enloquecido abandonó el Sur
para siempre, buscando la causa que llevó a aquel pueblo a vender su memoria
colectiva a cambio de una virgen pintada en azulejos.
* Este
relato fue publicado por primera vez en el número 12 de la revista Entiendes…? en la primavera de 1990.
Desde entonces ha sido reescrito y republicado en varias revistas culturales y
literarias. En esta ocasión he preferido respetar la versión primigenia -con
sus aciertos y sus tropiezos- que compuse en un momento de mi biografía
literaria en que me hallaba muy influido por la lírica neopopularista de mi
paisano Rafael Alberti y el simbolismo poético.
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