La hetaira del descampado*
Por José García
El
coche deja atrás el Estadio José del Cubillo, la gasolinera aledaña y penetra
por un carril de grava flanquedo por espesos matorrales. Se detiene el motor y
transcurren impacientes varios minutos en aquel paraje desierto a las diez de
la noche de un domingo de invierno. El haz de una luz macilenta que atraviesa
el follaje parece el único residente de esta conocida zona de meretricio al
aire libre de El Puerto de Santa María. Una silueta se dibuja de repente con
tenebrismo entre los matojos que separan el descampado de la carretera. Avanza
sigilosa hacia el turismo, hasta que se impone la materialidad de su presencia.
Es ella.
“Siempre
he sido así, desde que mi madre me echó al mundo”. Procuramos no adoptar pose
de confesor ni de psiquiatra cuando la transexual se acomoda en el asiento
delantero del coche, enciende la lamparilla situada sobre el espejo y
especifica que no quiere grabadoras ni cámaras fotográficas, y que nos apañemos
con el bloc de notas. Cristina se prostituye para poder pagar la hipoteca de su
casa, porque el salario que gana trabajando varios días a la semana en un
mercado de flores no le llega para tanto lujo. La suya tampoco es una actitud
de penitencia, sino más bien la de una confidente de ominosos secretos. “No
hace mucho venía por aquí una chica de color, indocumentada, que se lo tenía
que hacer con un policía a la fuerza, so pena de ser devuelta a su país”,
revela.
Cristina
sabe que aquello es un terreno abonado para la extorsión. Pero no plantea un
discurso meditado a favor de la regulación de la actividad prostitutiva “Por lo
menos debería haber más vigilancia y más control. ¿Aunque aquí quién va a
acudir a ayudarte? La policía solo viene
a molestar cuando se produce un robo o algo así. En el mejor de los casos puede
haber alguno que te pregunte si tienes algún problema. Pero muchos otros se
cachondean de nosotras. Esto es algo que nos pasa a todas, no solo a las
transexuales”, continúa.
La
burla es, en todo caso, la menor y menos cruenta de las ofensas que ha padecido
en carne propia. Desciende con los ojos hacia el costado marcado para siempre
por la hoja de una navaja. “Me lo hicieron dos personas que todavía andan
sueltas. Un par de clientes que me pusieron el dinero en la mano, a
continuación abusaron de mí, y me pegaron para robarme todo lo que llevaba”,
relata sin aflicción.
Una
sonrisa que busca la complicidad del interlocutor rebaja el feísmo que empiezan
a adquirir las confidencias. “Esto es un dinero fácil. Una mala noche no te
sacas más de 40 o 50 euros, pero una buena puedes alcanzar hasta los 400”,
puntualiza sin tratar de justificarse.
Cristina
no mantiene ninguna doble vida. Sus padres saben lo que hace. Y su novio, a
quien mantiene, también. Tampoco alberga sentimientos de culpabilidad: “Yo no
me siento mal por hacer esto, porque no tengo un trabajo en condiciones. Aunque
si lo tuviera, desde luego no aguantaría a ninguno”.
Clientes
hay que la tratan mal y otros que la tratan bien. Casados, con novia o con
hijos.
“Los
hombres vienen aquí a que les hagas cosas que no le dan sus parejas”, detalla.
A Cristina le gusta subrayar esa cierta dualidad de género que le otorga su cuerpo
hermafrodita. “El cliente que requiere los servicios de una transexual es igual
que el que acude a otra chica. Eso sí, con un travesti se pueden hacer más
cosas, ya me entienden, aunque no es mi caso”, aclara.
Hace
tiempo que empezó a hormonarse. Y ahora, espera que la Ley de Identidad de
Género que prepara el Gobierno de Rodríguez Zapatero le permita por fin
autodeterminar quién es y quién quiere ser.
*Este
texto pertenece a la serie de ensayos, artículos periodísticos y entrevistas
que compilé en mi libro Crónicas
carcelarias. Líneas prostituidas, publicado por Quorum Editores en octubre
de 2006. Sus claves deben, pues, interpretarse en ese periodo de la historia
reciente de nuestro país.
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